This is a digital copy of a book that was preserved for generations on library shelves before it was carefully scanned by Google as part of a project
to make the world's books discoverable online.
It has survived long enough for the copyright to expire and the book to enter the public domain. A public domain book is one that was never subject
to copyright or whose legal copyright term has expired. Whether a book is in the public domain may vary country to country. Public domain books
are our gateways to the past, representing a wealth of history, culture and knowledge that's often difficult to discover.
Marks, notations and other marginalia present in the original volume will appear in this file - a reminder of this book's long journey from the
publisher to a library and finally to you.
Usage guidelines
Google is proud to partner with librarles to digitize public domain materials and make them widely accessible. Public domain books belong to the
public and we are merely their custodians. Nevertheless, this work is expensive, so in order to keep providing this resource, we have taken steps to
prevent abuse by commercial parties, including placing technical restrictions on automated querying.
We also ask that you:
+ Make non-commercial use of the files We designed Google Book Search for use by individuáis, and we request that you use these files for
personal, non-commercial purposes.
+ Refrainfrom automated querying Do not send automated queries of any sort to Google's system: If you are conducting research on machine
translation, optical character recognition or other áreas where access to a large amount of text is helpful, please contact us. We encourage the
use of public domain materials for these purposes and may be able to help.
+ Maintain attribution The Google "watermark" you see on each file is essential for informing people about this project and helping them find
additional materials through Google Book Search. Please do not remo ve it.
+ Keep it legal Whatever your use, remember that you are responsible for ensuring that what you are doing is legal. Do not assume that just
because we believe a book is in the public domain for users in the United States, that the work is also in the public domain for users in other
countries. Whether a book is still in copyright varies from country to country, and we can't offer guidance on whether any specific use of
any specific book is allowed. Please do not assume that a book's appearance in Google Book Search means it can be used in any manner
any where in the world. Copyright infringement liability can be quite severe.
About Google Book Search
Google's mission is to organize the world's Information and to make it universally accessible and useful. Google Book Search helps readers
discover the world's books while helping authors and publishers reach new audiences. You can search through the full text of this book on the web
at |http : //books . google . com/
Acerca de este libro
Esta es una copia digital de un libro que, durante generaciones, se ha conservado en las estanterías de una biblioteca, hasta que Google ha decidido
escanearlo como parte de un proyecto que pretende que sea posible descubrir en línea libros de todo el mundo.
Ha sobrevivido tantos años como para que los derechos de autor hayan expirado y el libro pase a ser de dominio público. El que un libro sea de
dominio público significa que nunca ha estado protegido por derechos de autor, o bien que el período legal de estos derechos ya ha expirado. Es
posible que una misma obra sea de dominio público en unos países y, sin embargo, no lo sea en otros. Los libros de dominio público son nuestras
puertas hacia el pasado, suponen un patrimonio histórico, cultural y de conocimientos que, a menudo, resulta difícil de descubrir.
Todas las anotaciones, marcas y otras señales en los márgenes que estén presentes en el volumen original aparecerán también en este archivo como
testimonio del largo viaje que el libro ha recorrido desde el editor hasta la biblioteca y, finalmente, hasta usted.
Normas de uso
Google se enorgullece de poder colaborar con distintas bibliotecas para digitalizar los materiales de dominio público a fin de hacerlos accesibles
a todo el mundo. Los libros de dominio público son patrimonio de todos, nosotros somos sus humildes guardianes. No obstante, se trata de un
trabajo caro. Por este motivo, y para poder ofrecer este recurso, hemos tomado medidas para evitar que se produzca un abuso por parte de terceros
con fines comerciales, y hemos incluido restricciones técnicas sobre las solicitudes automatizadas.
Asimismo, le pedimos que:
+ Haga un uso exclusivamente no comercial de estos archivos Hemos diseñado la Búsqueda de libros de Google para el uso de particulares;
como tal, le pedimos que utilice estos archivos con fines personales, y no comerciales.
+ No envíe solicitudes automatizadas Por favor, no envíe solicitudes automatizadas de ningún tipo al sistema de Google. Si está llevando a
cabo una investigación sobre traducción automática, reconocimiento óptico de caracteres u otros campos para los que resulte útil disfrutar
de acceso a una gran cantidad de texto, por favor, envíenos un mensaje. Fomentamos el uso de materiales de dominio público con estos
propósitos y seguro que podremos ayudarle.
+ Conserve la atribución La filigrana de Google que verá en todos los archivos es fundamental para informar a los usuarios sobre este proyecto
y ayudarles a encontrar materiales adicionales en la Búsqueda de libros de Google. Por favor, no la elimine.
+ Manténgase siempre dentro de la legalidad Sea cual sea el uso que haga de estos materiales, recuerde que es responsable de asegurarse de
que todo lo que hace es legal. No dé por sentado que, por el hecho de que una obra se considere de dominio público para los usuarios de
los Estados Unidos, lo será también para los usuarios de otros países. La legislación sobre derechos de autor varía de un país a otro, y no
podemos facilitar información sobre si está permitido un uso específico de algún libro. Por favor, no suponga que la aparición de un libro en
nuestro programa significa que se puede utilizar de igual manera en todo el mundo. La responsabilidad ante la infracción de los derechos de
autor puede ser muy grave.
Acerca de la Búsqueda de libros de Google
El objetivo de Google consiste en organizar información procedente de todo el mundo y hacerla accesible y útil de forma universal. El programa de
Búsqueda de libros de Google ayuda a los lectores a descubrir los libros de todo el mundo a la vez que ayuda a autores y editores a llegar a nuevas
audiencias. Podrá realizar búsquedas en el texto completo de este libro en la web, en la página lhttp : / /books . google . com
'#1
• r
•' ^1 ^^^^^^^^^^^^^^^H
1 GSSe.e M922C
^^^^^H
THE LATÍN AMERICAN COLI.ECTION
THE UBRABY
THE UNIVEHSITY QF TEXAS AT AUSTIN
§
THE SIMÓN LUCUIX
BÍO DE LA PLATA LIBRABY
Purchased
g
tí
O
I
Thli Íoi»k it Dy t on tht Uit«st Úmtm Stumpmé
LITHO
(' '
SÁHSÓn CÁE^ÁSCO
Esta Obra es propiedad de su cAutor.
<?*•■
\'í/^ ■'
DAÍÍIEL MUÑOZ
(Sansón Carrasco}
BIBUOTECi DE ADTORES EüGniTOS
ANSÓN ÜARRASCO
COLECCIÓN DE ARTÍCULOS
CON UNA INTRODUCCIÓN
DEL DR. DON JUAN CARLOS BLANCO
S UBREaÍA &EL ateneo!
MONTEVIDEO
ISTABLECINimO TIPOGRIFICO EDITORIAL DB U LIBRIRli KACIOKiL
DE A. BARRIIRO Y RAMOS
Z884
(ffítnqfnf Ütorntürío
INTRODUCCIÓN
wmHBgfM A poco tiempo decía yo en un acto público de la
D WB R Universidad estas ó parecidas palabras : « en la es-
H ^ffl fl fera política, en la económica, en la literaria, son
fl^^'B tiempos de transición y de advenimiento los tiempos
que hemos alcanzado.— Un paso más, agregaba, y la prensa ha-
brá completado su misión civilizadora entre nosotros, cediendo
parte de su dominio al libro de ciencia y de arte, cuyos prime-
ros resplandores asoman ya en la novela, en la historia, en la
crítica, etc. »
La aparición del libro, como producto natural del progreso
y manifestación necesaria de los espíritus, caracteriza, en verdad,
la faz porque pasan actualmente, en la esfera literaria, los pue-
blos de esta parte de América.
Con las guerras de la independencia, terminó el canto épico
y legendario; con las luchas internas, la estrofa impregnada de
dolor y de indignación que vibraba en la lira de Gómez , de Már-
mol y de Várela .
VI INTRODUCCIÓN
El escenario de dos épocas, una, inicial, de radicales trans-
formaciones, otra, de gestación, en que se elaboraban los ele-
mentos que habían de completar más tarde la primera, se llenaba,
pues, en la literatura, con el himno y el apostrofe de los poetas,
como condensación de un estado único y absorbente en las ideas
y en los sentimientos.
Independencia, libertad, lucha interna, —lucha d favor y en
contra del predominio de la fuerza,— he ahí los sentimientos y
las ideas, grandes y gloriosos unos, extraviados y violentos otros,
pero exclusivos y absorbentes todos, que dominaban, en las dos
épocas señaladas, á los pueblos de la América latina y en espe-
cial á los que constituyeron el antiguo Vireinato del Rio de la
Plata.
El dominio literario pertenecía á los poetas, porque era el
dominio de la pasión, que ellos debían estender á todas las
fronteras con el grito de ¡ Libertad ! ¡ Independencia! y con la re-
percusión simultánea del choque del acero en la contienda fra-
tricida .
Investigaciones filosóficas, conquistas científicas, literatura,
• eran cosas y palabras que no estaban ni podían estar en los es-
píritus. En la idea y en la acción, solo tenían lugar la Iliaday la
Odisea.
Fragmentos de la magna epopeya se encuentran esculpidos
allá en los Andes , bajo el pensamiento de San Martín ; allá en
las llanuras de Ayacucho, bajo la espada de Sucre ; acá en los
pueblos que divide el Plata, bajo las banderas que ajitaron Bel-
grano. Artigas, Lavalleja y Melchor Pacheco ; fragmentos de la
Iliada y la Odisea americanas se encuentran también reproduci-
dos en los versos inmortales de López, Baralt y Olmedo, y en las
páginas de Sarmiento en el « Facundo,» narración dramática del
genio, la vida y la índole de los hombres de la independencia y
los hombres de la tiranía y el caudillaje.
Tiempos de combate, de batallar incesante, no tienen, aún en
INTRODUCCIÓN VII
la TÍda moderna, más manifestación, fuera de la faz política, que
la faz esencialmente lírica y poética.
Cuando, en recientes y memorables días, los hombres del
Norte hicieron resonar sus armaduras sobre las piedras de las
murallas de París, hubo un gran silencio de desesperación y de
espanto, solo interrumpido por la voz de Victor Hugo que con-
juraba al pueblo francés á defender el suelo sagrado de la pa*
tría, como lo había defendido la E&paña de las huestes y las
águilas del último César.
La guerra, como las luchas del hombre para enseñorearse de
la naturaleza, reclama el bardo que cante sus dolores, sus triun-
fos y sus conquistas.
Los pueblos de la América Latina ofrecen, en general, el es-
pectáculo de ese doble estado sociolój^ico hasia mediados del
presente si<;lo, y, en algunos, se prolonga hasta nuestros díav
por el alejamiento en que se encuentran de toda acción civiliza-
dora exterior que acelere la marcha progresiva de los elementos
internos.
Buenos Aires y Monlevideo, capitales de los dos Estados del
Plata, señalan, quizüs más que otro alguno, el momento histó-
rico de su entrada á la vida moderna, infundida á la América
por los progresos y las conquistas de la Europa ú través de los
siglos.
Con la caida de la tiranía de Rosas , en 185 i , coincide, en
efecto, un movimiento de los espíritus que tiende á ensanchar
los horizontes de las artes, las ciencias y las letras. Es el soplo
vivificador de la libertad que lleva su impulso á todas las esferas.
El libro no aparece, sin embargo, todavía.
Hay una inversión de causas. Lo que debía seguirlo, viene
á precederlo.
La imprenta no empieza en los Estados del Plata á componer
la pajina, sino á forjar el diario, que, arma de combate en sus
comienzos, se templa y se esgrime como las armas mismas.
VIII INTRODUCCIÓN
Hé ahí el fenómeno invertido. Al canto de Olmedo, al him-
no de López, á la estrofa de Echevarría, de Berro, de Gómez;
¿ la pasión dominante de dos épocas que absorbe dos genera-
ciones ; al drama realizado de la Independencia, de la libertad
y del caudillaje, no sucede el drama escrito, la investigación
científica, la producción literaria, tranquila, meditada, reflexiva,
no sucede el libro, sino el diario.
La prensa no se mueve pesadamente para fijar el progreso
de las ideas y las conquistas hechas en las ciencias y en las ar-
tes, sino que se agita con violencia á impulso de la pasión, que
todavía es el estado dominante en las masas populares.
Se ha inaugurado, sí, una nueva época. Con la destrucción
del despotismo que sofocaba á los pueblos del Plata, corrientes
de civilización y de cultura avanzan y se cruzan por todas partes;
pero los elementos nacionales de organización social y los asimi-
lados del cxtrangoro á través de largas convulsiones, no se en-
cuadran en el tipo de las instituciones ni se hallan preparados
para la producción normal en los dominios del pensamiento.
Prosigue aún el batallar de las sociedades embrionarias; pre-
domina todavía la fuerza como característica de los sucesos, aun-
que falla el gran escenario de las guerras de la independencia.
Si el libro no ha surjido ni podido surjir, menos puede entrar
al combale como elemento de acción. Por eso, la prensa produ-
ce el diario, — que es ariete y es baluarte — y el diario atrae á su
seno con atracción irresistible, á sus abismos y resplandores, á
los espíritus más selectos de los dos pueblos del Plata.
En el turbión que ajila á las sociedades y que las remueve del
fondo á la superficie, la prensa se presenta como un recinto y
un reducto, y á ella van unos tras otros los talentos y los carac-
teres más viriles para fijar en alto los principios y los problemas
de la nueva época. Es el gran valladar levantado en medio de la
convulsión general.
Mitre, Gómez, Sarmiento, los Várela, Pérez Gomar, Vedia,
INTRODUCCIÓN IX
José P. Ramírez, José M. Gutiérrez, Julio Herrera y Obes, se re-
parten alternada y sucesivamente la dirección de los espíritus
en las dos márgenes del Plata y son sus diarios el porta-voz de
las opiniones que dividen y por las cuales combaten en luchas
internase incesantes argentinos y orientales.
No todo es ardor, sin embargo, no todo es obra de la pasión
y lleva el sello de la pasión misma y de la hora y del momento
en que se escribe. Fuerza demoledora la prensa, pero fuerza de
civilización en su esencia, deja, arriba de las cuestiones transito-
rías, de los odios y la saña del combate, una estela luminosa que
marca la conquista política realizada y un ideal más avanzado
para la vida de las generaciones que vienen.
Fuera de la conquista política y de esa acción refleja que la
prensa va ejerciendo lentamente, aún en épocas de grandes agi-
taciones públicas, sobre la cultura de las sociedades, el movi-
miento científico y literario de las dos repúblicas estaba refundido
de 1850 á 1870 en las columnas de sus diarios, ó más propia-
mente, no existía sino en un estado latente y de formación.
"Uno que otro volumen impreso aparecía de tarde en tarde,
iris de paz y de reflexión en medio del fragor de las armas, uno
que otro libro destinado á ilustrar tal cuestión histórica ó filo-
sófica.
^ Quién los escribía? Los mismos que estaban empeñadps en
la prensa, en la política y en la acción.
Eran Sarmiento, con su vida del «Chacho»; Mitre, con su his-
toria de Belgrano; Domínguez, Lamas, Alberdi, con sus investi-
gaciones históricas y políticas; Vicente F. López con sus novelas
y laboriosos estudios sobre Etnología y Filología de las lenguas
americanas ; Magariños Cervantes, con sus dramas y páginas de
ciencia, literatura y arte; Pérez Gomar, cojí sus lecciones de de-
recho público; César Diaz, con sus memorias militares; Acevedo,
Vélez Sarsfíeld, con sus obras de legislación y jurisprudencia.
La bibliografía de la época no registra puntos más luminosos
INTRODUCCIÓN
en los anales de uno y otro pueblo. Ellos venían, á penas, á en-
globarse en la constelación inicial que desde los primeros días de
la independencia trazaron en la literatura del Río de la Plata,
sustrayendo por instantes su pensamiento á la lucha jigantesca,
Larrañaga, con sus trabajos sobre la flora uruguaya; Moreno,
con sus discursos forenses; Santiago Vázquez y Florencio Vá-
rela, con sus estudios políticos.
Si el libro era, en los tiempos de la emancipación, tan solo
el reflejo de excepcionales personalidades, sin ninguna relación
de nivel, ni vínculo próximo con la sociedad en que aparecía, no
fué, tampoco, más que un glorioso esfuerzo en los tiempos que
sucedieron hasta 1870 en que parecen terminadas las luchas de
medio siglo entre las ciudades y los campos, entre el estado ci-
vil y el estado del caudillaje.
De 1850 á esta última fecha, de la caida de Rosas hasta la
extinción de los caudillo i que se llamaron Urquiza, Peñaloza,
Sandes y Flores, el último y el más noble de todos los que re-
corrieron en nuestros días leis pampas argentinas y las quebradas
uruguayas, no ha transcurrido en vano el tiempo, sin embargo,
para el progreso de las ideas y el mejoramiento social en la es-
fera de las ciencias, las letras y las artes.
Veinticinco años de prensa, el transcurso de una generación,
han preparado el terreno y los espíritus de otra generación. En
medio del combate, la prensa arrojaba, á falta de otro libro, la
simiente del porvenir. Veinticinco años más 'tarde, recoje el
fruto la generación que sucede á los grandes periodistas del
Río de la Plata.
Había llegado ya la hora que señala una nueva etapa en la
marcha de los pueblos.
Por el desenvolvimiento natural de las agrupaciones socia-
les, por las leyes económicas que presiden á su desarrollo, se-
gún el suelo, el medio y las instituciones orgánicas, los dos pue-
blos, oriental y argentino, habrán podido ya, al terminar las
INTRODUCCIÓN XI
insurrecciones de nuestro estado feudal, del caudillo y del mon-
tonero, incorporar á su organismo los progresos y las conquistas
de la civilización moderna.
La imprentase multiplicaba; la máquina hacía su entrada en
c| taller, irg^iendo la frente del obrero ; la materia, en una pa-
labra, se espiritualizaba en esas nubes que el vapor iba fijando
en su trayecto sobre la estela de nuestros rios y la superficie de
nuestros campos.
La filosofía, las ciencias, las artes mecánicas y las artes deco-
rativas encontraban ya, de este lado del atlántico, fuerzas prepa-
radas para comprenderlas y asimilarlas.
Las universidades habían elaborado también, en su lento y
silencioso camino, la materia prima del conocimiento humano,
entregándola á la sociedad en las falanjes de jóvenes que á sus
aulas habían entrado en los últimos veinte años .
En la esfera económica, dos colosos habían surjido bajo el
estrépito de las armas y por la pacífica acción del trabajo, la
industria, la inmigración y el comercio — dos colosos — la pro-
ducción y el crédito.
Diarios, revistas, descubrimientos, estudios sobre todas las
cuestiones y todos los problemas, habían venido de todos los
puntos del horizonte á saturar nuestra atmósfera intelectual . -^
Hay ya , pues , medio ambiente para la vida científica, literaria
y artística; hay ya colectividades que leen, asimilan y pro-
ducen.
]Ah ! pero el libro no es todavía una manifestación definitiva.
Pasa ya por la última evolución de su génesis y es este el
gran acontecimiento que no es dado contemplar á los contem-
poráneos.
Fué en un principio reflejo y proyección de singulares per-
sonalidades, filé mas tarde esfuerzo y tensión de unos cuantos
espíritus selectos y llega á ser, por último, necesidad de produc-
ción y de consumo, que, tanto en el mundo económico, como
XII INTRODUCCIÓN
en el mundo moral, es la ley que determina la existencia de un
nuevo elemento de vida y de sociabilidad.
Arrojad, sino, una miraJa al cuadro que ofrece desde 1875 el
movimiento intelectual de los dos pueblos, y veréis cómo el libro
es ya más que promesa: — es el anuncio de una realidad próxima.
Asistimos, pues, á la época de la aparición del libro en el
Río de la Plata, como producto de su zona, de su cielo y de
sus hijos ! Arrojad, si lo dudáis, repito, una mirada al escenario
de los dos pueblos.
Todavía figuran en él los batalladores de la prensa y los
precursores de nuestra era literaria, al lado de los hombres de
la nueva generación.
Mitre, López, Sarmiento, Lamas, Magariños Cervantes, dan
nuevos volúmenes á la prensa, y Gómez, el periodista, el poeta,
asciende una vez más á la cátedra para confiar á la juventud,
como Sócrates á sus discípulos en la hora postrera, los últimos
dictados de una moral sobrehumana !
Organismos superiores resisten á la lucha y á la febril movi-
lidad de los nuevos cerebros, y bien puede Vicente López, por
ejemplo , escribir su « Revolución Argentina » seguro de marcar
en alto su dominio de la lengua y su intuición histórica, á pe-
sar de los primores de Avellaneda, de las bellezas de Goyena,
de los esmaltes y arabescos dados en sucesión á la brillante
pluma de otro de su nombre.
Con Lucio López, en efecto, con los Várela y el jurisconsulto
Moreno, vienen en Buenos Aires á anunciar la definitiva apa-
rición del libro, de la obra de ciencia y de arte, Estanislao Ze-
ballos que analiza, describe y enseña en interesantísimas narra-
ciones ; Francisco Moreno, el explorador, que hace repercutir
su nombre y sus descubrimientos en las academias délos sabios;
Miguel Cañé, también literato de extirpe, que escribe viajes
como Edmundo de Amicis y confidencias que recuerdan ¿ las
confesiones de Alfredo de Musset.
INTRODUCCIÓN XIII
No hago nomenclatura. Cito nombres que acuden á los pun-
tos de mi pluma, omito otros, tanto ó mas conocidos en las le-
tras y las ciencias, pero fijaos en el movimiento de la imprenta
argentina y él os dirá que el libro pasa, en verdad, por la última
evolución que precede á su completo desarrollo..
Análogo cuadro se presenta paralelamente en esta margen
del magestuoso Río, en esta República Oriental, tan combatida
desde su existencia por propios y extraños.— La imprenta recla-
ma ya, no solo al periodista, sino a' escritor, no solo el diario,
sino el capítulo meditado de ciencia ó de arte.
De 1875 acá, la fuerza de producción se ha ido acelerando
con múltiple coeficiente.— Son también los dias del libro para
nuestra evolución científico-literaria.
José Pedro Várela es uno de los primeros que aumenta la
inicial de esa fuerza aceleradora con sus magnos trabajos sobre
la educación popular, que renuevan las ideas de una generación
y abren á otras los senderos de la escuela moderna.
Bauza, Fregeiro, De-María, investigan el pasado y describen
en páginas de vivo interés la vida de nuestras razas y tribus pri-
mitivas, de nuestra sociedad colonial, y la vida de espectables
personalidades desde la independencia hasta los últimos veinte
años.
Francisco A. Berra, por imponderable esfuerzo, hace un vas-
to sistema pedagógico y unñ Jiloso/ia de la enseñanzaf según la
frase del educacionista Siciliani; Gonzalo Ramírez innova en la
legislación penal con un código que se separa de la tradición y
la costumbre para dar fundamentales bases al enjuiciamiento y
á la represión; Sienra Carranza, W. Bermúdez, Carlos M. de
Pena, producen selectos trabajos de literatura y ciencia; el pro-
fesor Aréchaga dicta un tratado de derecho constitucional cu-
yas lecciones se anotan con aplauso en el extrangero, como se
anotan, también, las monografías de otro profesor, José Arecha-
valeta, sobre las plantas uruguayas ; Luís Melián Lafínur hace
XIV INTRODUCCIÓN
un estudio del genio de Shakspeare, que muestra su acabada
preparación histórica y literaria y sus dotes de estilista ; Ángel
Floro Costa, — insigne escritor, como le acaba de llamar un
insigne poeta, — se manifiesta exhuberante en la fecundidad de
sus facultades y hoy dá un libro de sociología tan notable como
c Nirvana » y al día siguiente otro sobre problemas políticos ó
económicos ; y , para cerrar esta estensa pero incompleta enu-
meración, es otro libro de un periodista— que no es el segundo
del Rio de la Plata ~ el que está mereciendo actualmente juicios
favorables de la crítica,— la novela « Los Amores de Marta»,
■ de Carlos M. Ramírez.
La poesía tiene también, en estos tiempos, admirables intér-
pretes, cuya inspiración revela que si el canto épico y lejenda-
rio terminó con las guerras de la independencia como manifes-
ción de un estado único y absorbente en los espíritus, no se ha
extinguido aún la poderosa vibración de la Kra americana. Ahí
están, como espléndida señal de vida y para no citar más que
dos nombres, los poemas de Andrade, el mayor en mi concepto,
de los poetas del continente, y los cantos de Zorrilla de San
Martín, cuyo lirismo alcanza la más alta nota, así como alcanza
su piedad el más avanzado puesto entre los restauradores de la
paleontología mística.
¡ Ah ! la prensa, según lo veis, ya no forja en la República
Oriental tan solo el diario — el arma de combate— sino que com-
pone la obra de ciencia y de arte elaborada en nuestra zona y
bajo nuestro cielo .
Si la literatura no es todavía un elemento de poder social,
es ya en los dos pueblos del Plata una aptitud y un campo
abierto á la actividad del pensamiento.
Ciegos y bien empecinados serán los que lo duden y los que
no vean esa creciente labor productora del libro que avanza por
todas partes.
La observación del naturalista, la investigación filosófica,
INTRODUCCIÓN XV
histórica, crítica, converjen hoy de escojidos cerebros á la pro-
ducción de la obra de ciencia ó de arte, y tócame á mí, Analmen-
te, para dar una prueba más de mi tesis, el placer de escribir
estas líneas en la portada de un libro de Daniel Muñoz, de cuyo
autor y de cuya obra quiero y debo yo trazar algunos rasgos
para imprimir tinte ameno y simpático á esta incorrecta intro-
ducción.
Presentemos, por tanto, á ese autor, aunque bien puede pa-
sarse entre nosotros sin presentaciones. Escribe desde hace diez
años y con la frecuencia y la rapidez que exije la prensa diaria.
Ha mediado, pues, tiempo bastante para que se le vea de cuerpo
entero.
Dicen de Daniel Muñoz y como obser\'ación profunda, que
él, á su vez, ve como pocos; que tiene ojps certeros y que esa
cualidad de ver bien constituye su principal mérito literario.—
Confieso que no me ha deslumhrado la observación. —Diré por
qué y lo diré sencillamente, dejando correr mi pluma con la es-
pontaneidad de concepto que el asunto ahore^ me demanda.
Yo conozco á Muñoz, á ese ameno y endiablado escritor que
dio en llamarse Sansón Carrasco, y que otros no conocen sino
por este último nombre. Le conozco á él y á sus ojos, desde los
tiempos en que estos no hacían otra cosa que contemplar de
arriba á abajo los claustros de la Universidad.
^Cuándo veían mejor, entonces ó después? Entonces, proba-
blemente, pero en aquellos tiempos no teníamos al escritor, al
novelista, ni al crítico.
Los ojos veían bien, tal vez mejor que ahora, pero había en
ellos demasiada luz difusa, y faltaba en su dueño destreza para
reproducir la imagen.
Ver bien, es á penas una condición. Lo que determina aptitud
es el poder de reflejar al exterior con la palabra ó el pincel el
cuadro que ha pasado por los ojos ó que ha concebido la mente.
—Digamos que Daniel Muñoz posee hoy esa aptitud.
XVI INTRODUCCIÓN
No filé, sin embargo, una página descriptiva, la primera que
produjo su injenio.
Había hecho una gimnasia de la lengua con las lecturas de
Cervantes, y entró á la liza buscando entuertos que enderezar.—
Los encontró, y ahí están sus críticas y artículos satíricos que lo
demuestran, pero su trabajo revelaba una fluctuación.
El espíritu del Quijote no es el de Sancho, y Daniel Muñoz
no se ajustaba al idealismo del uno ni al burdo escepticismo del
otro, por más que pudiera manejar el lenguaje de ambos. Por
eso fué en sus comienzos superior el crítico — sobre todo en la
crítica política— al escritor de costumbres y al literato. La sátira
se abría paso á través del lenguaje del célebre Bachiller, y en-
contraba en el estado de los ánimos, ansiosos de represalias
contra los escándalos y degradaciones de la época, la base más
segura de su éxito. No era este debido, pues, á una analogía ín-
tima entre el espíritu del crítico y los dos tipos prodigiosos con
cuyo lenguaje se identificaba; — era simplemente el resultado de
la audacia de Sansón Carrasco para decir á los prepotentes con
la altisonante habla de Don Quijote ó con la imponderable impa-
sibilidad de Sancho, cosas que debían remover sus concien-
cias por atrofiadas y endurecidas que estuvieran.
Así, cuando el ingenio de Daniel Muñoz pudo mostrarse, fué
cuando abandonó las formas que había adquirido en las lecturas
de Cervantes; cuando descubrió su propia risa y su propio chis-
te, antes ocultos tras la filosofía de Don Quijote y la carcajada es-
truendosa de Sancho. — Entonces apareció el escritor con sus
perfiles y contornos.
No es posible encuadrar las ideas de un tiempo, ni el pensa-
miento de una personalidad, en el estilo de otra época ni en las
envolturas de otra personalidad, por grande y sublime que ésta
sea, no es posible, digo, sin perder el rasgo propio y sin dejarse
arrastrar por las exigencias del molde inconsciente ó calculada-
mente adoptado. —En tales casos, la forma se impone al fondo.
INTRODUCCIÓN XVII
Como crítico, el rasgo prominente de Daniel Muñoz consis-
te en encontrar de un golpe la disonancia, la contradicción de
las cosas, la contorsión del visaje, la faz desgraciada de una ac-
titud ó de una obra, y en decirlo todo con un acento de candor,
de ingenuidad, de íntima franqueza, de asombro infantil, que
hace resaltar más la fealdad del visaje y de la disonancia, ob-
jetos de su burla ó de su critica.
Siendo ese el rasgo prominente de su ingenio, mal podía
revelarlo bajo un estilo que tendiese á lo ideal y á lo heroico,
ni que descendiese á la concepción grosera de las cosas. — Su
estilo propio era la exactitud de la línea, la rapidez y nerviosi-
dad del concepto, mezcladas á la risa entre picaresca é impetuo-
sa de un muchacho callejero . Cuando lo empleó, tuvimos al
critico con personalidad propia ; cuando á esas cualidades
agregó Sansón Carrasco la observación, la descripción y el
elemento dramático, tuvimos al escritor y al novelista .
La índole de este libro escluye la fisonomía del crítico y del
novelista, y ló siento en verdad , por que mucho podría decir,
con las pruebas á la mano, del autor de «Cristina» y de ese
chispeante espíritu que ora desbordaba de gracia en la sátira
suave y juguetona de Sansón Carrasco y ora levantaba carde-
nales en el rostro de los prepotentes, con el látigo de c Harmo-
nium».
Son tan sólo artículos de costumbres y bocetos literarios los
contenidos en esta obra. — No pueden mostrarnos, pues , de
Daniel Muñoz mas que la faz del paisagista y del escritor.
^A qué escuela literaria pertenece?
Hé ahí la pregunta obligada, la pregunta de moda. Así co-
mo en los tiempos de las guerras religiosas, en Inglaterra, sé
investigaba ante todo si un individuo era episcopal ó presbite-
riano, hoy, en literatura, lo primero que se trata de saber es á
qué escuela literaria pertenece el escritor, — á la realista ó la
romántica.
XVIII INTRODUCCIÓN
No quiero afiliar á Daniel Muñoz en una ú otra de esas ban-
derías, pero SI he de decir, refiriéndome á los propios capítulos
de este volumen, que en el boceto sabe distribuir las sombras y
la luz y marcar con un toque rápido el sello peculiar de una
fisonomía, y que, así en el paisaje, como en k narración, es
abundante, fácil y atrayente en sumo grado.
En esta última especialidad, los elementos principales de que
se sirve nuestro autor son la observación y el análisis.— Quizás por
estas cualidades se le pudiera colocar entre los escritores de la
escuela realista, si es que el realismo por si solo constituye es-
cuela ó género literario.
Zola es el primero que recomienda el análisis y la observación
en su filosofía del naturalismo, pero Zola sería un novelista que
nadie leería si no tuviera, ante todo y sobre todo, ese dominio so-
berano de la lengua francesa que constituye su fuerza. Dad á
Goncourt, á Huiysmann, al propio Daudet y ¿ esa falanjc de es-
critores realistas el mismo argumento, y no harán una obra del
aliento de las de Zola.— Les falta el molde del autor de « Nana »
y de « Pot-Bouille » .
En la creación literaria, la forma comparte la originalidad de
la idea. Su unión es tan estrecha, que el asunto ó la descripción
desfallecen y se debilitan, si el estilo no alcanza á espresar la ver-
dad, laenerjíay la precisión de las concepciones personales en
toda su intensidad.
Si el arte por el arte es infecundo para producir algo que ten-
ga vida y conmueva, más infecundo es el realismo por el rea-
lismo.
Con este principio por guía, se llega á lo deforme en el bo-
ceto y ¿ lo extravagante y pueril en la descripción.
En el afán de observar y analizar, se estienden fuera de todo
limite las dimensiones del cuadro y se asigna una importancia
trascendental á hechos y cuestiones secundarios, que solo sirven
para debilitar la idea principal, objeto de la obra.
INTRODUCCIÓN XIX
Consignemos que Daniel Muñoz, no obstante sus preferencias
por el género descriptivo y sus inclinaciones hacia la escuela
naturalista, ha sabido salvar esos obstáculos del realismo por el
realismo puro, mostrándose casi siempre sobrio en los detalles
y tratando á la vez de realizar la precisión en el arte.
Hasta qué grado lo ha conseguido, lo dice más alto que mis
apreciaciones la «Colección de Artículos» que forma este volu-
men, en cuyas páginas, á la originalidad de los temas, se agfega
la manera especial de ver de su autor— no lo que ven y observan
sus ojos— sino el colorido propio con que sabe reproducir, en la
descripción ó el boceto, el cuadro ó la personalidad objetos de
su estudio.
Hay todavía un mérito más que aducir en pro de tan relevan-
te escritor, y es que los artículos contenidos en esta obra fue-
ron improvisados, dicho sea sin exageración y sin hipérbole, rin-
diendo únicamente homenaje á la verdad.
Daniel Muñoz los ha escrito bajo el apremio de la máquina
de imprimir, que hacía resonar sus vueltas y estremecimientos
en la misma mesa de la redacción de un diario.
Ahí, en la Imprenta de la « Razón » , le he visto yo, como
tantos otros, elaborar esas páginas que hoy pueden formar
un libro , sin resentirse de la precipitación eon que fueron
escritas.
Y ya que con esta referencia he iniciado al lector en algo
que se relaciona con el modo de producir de nuestro autor, per-
mítaseme que avance un tanto más en la confidencia, para ter-
minar en la intimidad estos ligeros rasgos de personalidad tan
simpática y tan peculiar.
No recuerdo si en la sala de redacción donde trabajaba Mu-
ñoz había algún gato al cual pasar la mano para distraerse, ó
bien algún objeto raro de estudio ó de arte cuya contempla-
ción aguijoneara la fantasía, pero si recuerdo que había dos
lámparasj'ó mejor dicho, dos reverberos que parecían de platino
XX INTRODUCCIÓN
incandescente, capaces de dejar vizcos , no yá á los humanos,
sino á los mismos ojos de la diosa Minerva.
Pues Daniel Muñoz se sentaba frente á esas dos lámparas
con un alto de cuartillas de papel bajo su mano, y, cuando la
pluma se detenía un momento, levantaba él los ojos y los cla-
vaba en aquellas luces y en aquellos cristales que echaban chis-
pas ! Después , los volvía á bajar y seguía imperturbable escri-
biendo página tras página.
Silencioso en los primeros momentos, de repente prorumpía
en una risa entrecortada ó en una exclamación Era que acá*
baba de clavar un par de banderillas con los puntos de su
pluma, ó que había encontrado la forma definitiva de su plan ó
de su expresión .
Así sucedía, en efecto, y Carlos María Ramírez que ocupaba
frecuentemente, como redactor del mismo diario, el lado opuesto
de la mesa, podía comprobarlo conmigo en las ocasiones en que
yo me encontraba de visita en la Imprenta.
En una de ellas y habiendo terminado Ramírez su tarea de
la noche, se dirijió hacia mí para que saliéramos y fuésemos
juntos al café inmediato del « Telégrafo » .
— Y Daniel, le dije yo, ^ no viene ?
— No, me respondió Ramírez, y, volviéndose hacia Muñoz,
agregó : éste se queda para ....
— Tallar en la ancha veta de la metáfora^ le interrrumpí yo,
repitiendo esas palabras de un célebre diputado.
— No , volvió á decir aquél. Se queda para trabajar por su
fama literaria I
Yo quiero creer que si este libro c Colección de Artículos » ,
no basta para justificar ante sus lectores una fama literaria, de
esas que solo se cimentan con el trascurso del tiempo, basta
seguramente para acreditar las bellas dotes de su autor y para
augurarle nuevos y más definitivos éxitos en la literatura.
Estamos en la época de la aparición del libro entre nosotros,
INTRODUCCIÓN XXI
y asi como hoy es este el que dá á luz , mañana publicará Mu-
ñoz otro y otros de distinta índole, que hagan conocer al nove-
lista y al critico, cuya talla es sin duda superior á la del pai-
sagista, y, para que nada falte al advenimiento de esa época que
he tratado de caracterizar en la primera parte de esta introduc-
ción, tenemos también,— réstame decirlo,~nuestro futuro Michel
Lcvy, en el editor Antonio Barrciro, quién parece destinado á
fundar la gran librería en la República y á editar las obras de
nuestra naciente era Iíteraría.~¡ Salud y honor á los nuevos au-
tores !
jJUAÍ^ pÁRLOS ^LANCO .
zAgosto de 1884.
Colscción ds Artículos
EL COMETA
BpOiBi E las cuatro de la mañana en adelante es
B JK j cuando se ve el cometa, y aunque á la ver
HlBJdad bien podía el coludo astro presentar-
mSsásc á una hora más oportuna, creí de mí
deber sacrificar algunas horas de mi sueño para
corresponder á la visita del huésped celestial.
Di orden de que me despertasen á las tres y me-
dia, y me acosté sin poder conciliar al pronto el
sueño, como sucede siempre que está uno con el
ánimo preocupado por alguna novedad. Dábame
vueltas entre las sábanas, traté de permanecer
con los ojos cerrados, pero aún así veía por entre
los párpados la imagen del cometa, con su bri-
llante estrella y su flamígera cola, tal cual figurá-
bíime había de verlo en la madrugada.
No sé cuanto tiempo duró mi insomnio, pero sí
SANSÓN CARRASCO
sé que al fin debí dormirme, porque recuerdo
que me sacaron de mi profundo sueño unos fuer-
tes golpes dados á la puerta de mi cuarto y que
me hicieron dar un respingo en la cama.
Sabe Dios en lo que mi imaginación se entrete-
nía mientras el cuerpo dormía, pero seguramente
que no soñaba con el cometa, porque los golpes
me alarmaron, é incorporándome en la cama,
grité:
— ¿Qué? ¿Qué hay? ¿Han empastelado la irfi-
prenta? ¿Ha caido el Gobierno? ¿Se ha sublevado
algún batallón ?
— No, señor, me contestó el sirviente, le des-
pierto por el cometa.
— ¡Ah! ¡es verdad! el cometa, dije para mí, é
insensiblemente me dejé deslizar de nuevo en-
tre las cobijas, tibias y amorosas, que parecían
convidarme á continuar mi sueño.
— ¿Qué voy á sacar yo con ver el cometa? me-
decía como queriendo convencerme á mí mismo
de la inutilidad del madrugón. ¿Soy yo, acaso,
astrónomo? ¿Voy á aprender algo?
Bostecé hasta desarticularme las mandíbulas,
cerré los ojos, y efltre ese ser y no ser precursor
del sueño, acabé por decirme: — ^¿Para qué diablos
voy á incomodarme? Al fin y al cabo, un cometa
no es más que una estrella con cola, y estrellas
veo todas las noches, y colas todos los días, y no
vale la pena.... aaaaah!
Tanl tan! tan! volvió á sonar á mi puerta, y el
sirviente, que por más señas es gallego, me gritó
á través del ojo de la cerradura:
— ¡ Señuritu ! ¡ El cumeta !
EL COMETA
— ¡Maldita sea tu casta! hube de contestarle in-
comodado ya, pero comprendiendo que lo único
que iba á sacar en limpio era alterarme la sangre
sin conseguir continuar mi sueño, decidí hacer el
sacrificio, sacrificio que seguramente nunca me
agradecerá bastante el maldecido cometa.
Me desperecé, me restregué los ojos, eché hacia
atrás las cobijas, por no volver á caer en la tenta-
ción de arrebujarme entre ellas, y me tiré de la
cama maldiciendo del gallego, del cometa, y de
mi impertinente curiosidad, que tan mal momen-
to me proporcionaba.
Me calcé unas zapatillas, me puse sobre el ca-
misón de dormir un abrigo , me encasqueté un
sombrero, y tropezando en los peldaños de la es-
calera llegué á la azotea, punto estratéjico desde
dónde debía hacer mi observación astronómica.
Eran próximamente las cuatro. La luna, bri-
llante todavía, estaba en su ocaso, preparándose
á zambullirse en el mar asi que el sol asomase su
cara chata por el Oriente. Las estrellas titilaban
en la ancha bóveda del cielo, semejando las re-
verberaciones del sol sobre el cristal azulado de
las aguas en los días de calma.*
La madrugada era templada y serena. — Al Es-
te, una faja blancuzca anunciaba la proximidad
de la aurora. — El cometa brillaba por su au-
sencia.
En torno mío, toda la ciudad dormía. Los po-
cos ruidos que se oían brotaban de en medio del
silencio general con la misma nitidez con que
brota una luz en medio de las tinieblas. No se
escuchaba ese rumor confuso que parece el alien-
SANSÓN CARRASCO
to de las grandes poblaciones, formado por mil
ruidos distintos, concierto indefinible de herra-
duras, de ruedas, de voces de vendedores ambu-
lantes, y de todo lo que forzosamente hace bulla
en el continuo trajín de una ciudad en medio de
la actividad del diario trabajo.
A la madrugada, todo está mudo. De entre el
silencio, surge de repente el canto de un gallo,
sonoro , alegre, y á ese canto contesta otro, y
otro, y otro, como dando á la naturaleza el alerta
por la próxima llegada del rey que la preside.
Los gallos son los farautes pregoneros del sol.
Apagado el eco de los cantos, se oye el rumor
lejano de un carro que se va acercando poco á
poco, dando tumbos en las desigualdades del
empedrado. Pronto desemboca por la esquina y
pasa arrastrado al andar lento de una muía, que
lleva el compás de los pasos abanicando sus lar-
gas orejas. — El conductor, sentado en el arranque
de las varas, activa el andar de la bestia casta-
ñeteando la lengua, y de vez en cuando le gol-
pea el lomo con las riendas flojas, gritándole al
mismo tiempo con voz cavernosa: «¡Vamos, ma-
cho ! » Y el macho hinca la pezuña en los intersti-
cios de las piedras, y tambalea el carro, por cuya
trasera asoman las hojas crespas de color verde-
ceniza de las coliflores, y penden las hojas carno-
sas y lacias de las cebollas que conduce al Mer-
cado.
Y á todo esto, ¡ nada de cometa ! Anchas fajas
de nubes se ciernen sobre el horizonte, precisa-
mente á la altura en que ha de verse el fenómeno.
Por distraerme, miro otra vez á la calle. — Solo un
EL COMETA 5
hombre la puebla, que camina apresurado, ha-
ciendo zig-zags de una acera á otra, con un largo
bastón al hombro.— Cada vez que se detiene, se
extingue la luz de un farol, cuyo amarillento re-
flejo languidecía tembloroso, falto de la presión
que leda ese blanco azulado con que brilla en las
primeras horas de la noche.
A lo lejos, se ve cruzar al trote un tropel de ca-
ballos conducidos del cabestro, que van al agua,
y por otro lado se ve llegar otra tropilla que vuel-
ve ya del baño, con el pelo lustroso, marchitas
las crines, la cola puntiaguda como un pincel que
va goteando, y el lomo y las narices humeantes.
Ya son las cuatro y media y sin embargo el co-
meta no aparece. La luna se retira con su cara
pálida surcada de ojeras cenicientas, como pos-
trada de haber pasado la noche en vela; las estre-
llas se borran gradualmente en el cielo, como se
borran en un espejo las manchas empañadas del
aliento; las nubes de Oriente se festonean con
puntillas de un dorado pajizo, que poco á poco va
acentuándose, hasta que pasando por todas- las
gradaciones del amarillo degeneran en flecos son-
rosados, que á su vez se tiñen con mas pronun-
ciado tinte hasta llegar al rojo púrpura; y todo lo
que dormía bajo el manto uniforme de la noche,
empieza á despertar vistiendo los alegres colores
que matiza la paleta abigarrada de la naturaleza.
De entre las brumas del río surgen los afilados
mástiles de las embarcaciones; el campo empieza
á verdear, se pintan de azul las aguas, y aguje-
rean el diáfano ambiente de la mañana las altas
torres de las iglesias , cuyas campanas llaman á
SANSÓN CARRASCO
primera misa con toque desganado , que acusa la
pereza del sacristán , medio dormido todavía , y
renegando allá en sus adentros contra las exigen-
cias de su oficio que le obligan á levantarse con
el alba.
Ya está claro el día , aunque todavía el sol no
ha desbordado el horizonte . Todo empieza á re-
vivir después de esa muerte ficticia en que la na-
turaleza repara las fuerzas gastadas en la jornada
anterior. Los obreros, con la chaqueta al hombro
y las herramientas de su oficio en la mano , van
á su trabajo haciendo resonar en las aceras los
herrados tacones de su calzado burdo.
Las beatas, rebozadas en sus mantos, se dirigen
á la iglesia, encorvadas y presurosas, mirando
de reojo por ver si descubren algo de qué mur-
murar en sus conciliábulos . Los sirvientes salen
con la canasta al brazo á la compra diaria; y
los perros parias , sin dueño ni hogar conocido ,
vagan por las calles husmeando en las basuras
alguna piltrafa para aplacar el hambre que los
tiene consumidos y enclenques .
Conjuntamente con la naturaleza despiertan
todos los ruidos que dormían. — En el puerto se
oyen los silbatos de los vapores que llegan , y co-
mo una bandada de aves de rapiña que acuden
allí donde se divisa una presa, se vé desprenderse
de los muelles toda una flotilla de balleneras que
rodean el vapor disputándose el transporte de
los que llegan. En tierra , el penacho blanco de la
locomotora va de un lado á otro , acarreando los
wagones que poco después ha de arrastrar car-
gados de pasageros y mercaderías '. Empiezan á
EL COMETA
rodar los carros , las puertas van poco á poco
abriéndose , las chimeneas dejan escapar las pri-
meras bocanadas de humo espeso, que remoli-
neando se eleva verticalmente, y los gritos de los
vendedores ambulantes comienzan á turbar el
silencio del último sueño en que todavía está su-
mida la ciudad .
De pronto, se dibuja una ceja dorada en la apa-
rente confluencia del mar con el cielo, y por mi-
nutos vá levantándose el sol, que al destacarse
completamente sobre el horizonte, parece una
inmensa naranja que boya sobre las aguas .
Un himno de triunfo acoje su salida . Las ale-
gres dianas de los cuarteles taladran el silencio
con sus penetrantes notas , y el ronco redoble de
los tambores se prolonga hasta perderse como
un murmullo en las lejanas hondonadas que re-
percuten el eco .
Los vidrios de los altos miradores y los azule-'
jos de las torres se colorean con todos los matices
del iris ; se oye el martilleo de los yunques ; las
embarcaciones del puerto izan las velas para que
el sol las seque de la humedad de la noche ; las
golondrinas empiezan á rasgar el aire con sus
puntiagudas alas, precipitándose como flechas
hasta rozar el empedrado, y remontándose en
seguida para posarse en ñla sobre los sutiles
alambres del telégrafo; y grandes bandadas de
gaviotas llegan con su volar tardo y acompasado
cerniéndose sobre la bahía en busca de una presa
que arrancan de entre las aguas , en medio del
clamoreo de las que no han conseguido saciar ol
hambre que las trae desde leguas y leguas .
8 SANSÓN CARRASCO
— ¿ Y el cometa ? dirá el lector .
— ¿ El cometa ? . . . Ahí vá , disparado por el riel
interminable de su parábola, arrastrando su fla-
mijera cola con una velocidad mayor que la de
una bala impulsada por la pólvora , sembrando á
su paso el temor entre los ignorantes y la admi-
ración entre los que contemplan extasiados las
bellezas de la naturaleza, y aguzando la. avidez de
saber entre los que cultivan esa ciencia grandio-
sa que estudia los cuerpos que gravitan en los
dilatados espacios interplanetarios .
Octubre de 1882.
todavía esta ALLÍ!
is media noche. Los relojes marcan la
hora con lentas campanadas, cuyos ecos
metálicos vibran por largo rato, enseño-
I reándose del espacio hasta perderse en
murmullos débiles que se apagan en las tinieblas.
La ciudad duerme con toda la pesadez del pri-
mer sueño, desiertas las calles, sin mas poblado-
res que las dos hileras de faroles que las iluminan,
y de trecho en trecho algifn guardián que bosteza
recostado en una esquina.
La bahía retrata en su plana superficie la luz
de los faroles de los muelles, que se proyectan
hasta larga distancia en surcos amarillentos, y en
medio de la oscuridad se destacan los resplando-
res rojos y verdes de las linternas de á bordo.
Todo está en calma y tranquilidad. La brisa ha
10 SANSÓN CARRASCO
barrido los vapores que la ciudad exhala en sus
horas de actividad, y el fresco de la noche ha- pu-
rificado el aire viciado durante el día por la hu-
mareda de las chimeneas y el respirar délos hom-
bres y bestias que transitan afanados y sudorosos.
Los contornos de las azoteas se pierden en la
penumbra, y por allá arriba se oye de vez ep
cuando el destemplado maullido de un gato,
amoroso reclamo con que llaman á su favorita,
que acude á la cita saltando pretiles y deslizán-
dose por entre las rejas con desgoznadas contor-
siones.
De repente, en medio del sepulcral silencio que
reina, resucitan los ruidos que dormían. — Rue-
dan los carruajes, óyense pasos apresurados de
personas que marchan en tropel, y los conducto-
res de los tramways soplan en sus cornetas toques
repetidos en demanda de pasageros.
Ha terminado el teatro, y de aquel único centro
en actividad átales horas, se derrama la multitud
en todas direcciones, abrigados los hombresden-
tro de sus sobretodos y rebujadas las mujeres
en sus tapados forrados de raso con que cubren
la ligereza de sus trajes de gala.
Aquellos contornos vuelven á vivir por un rato.
Los dületanti se retiran^epitiendo los últimos tro-
zos de música que han oído, y los profesores de
la orquesta salen apresurados,. llevando los unos
los féretros negros de los violines, y los otros las
trompas y fagotes cuidadosamente abrigados .
dentro de fundas de género.
Al poco rato rueda el último carruage que lleva
á las artistas; apáganse las luces del vestíbulo, y
TODAVÍA ESTÁ ALLÍ II
el teatro queda sumido en la oscuridad, frío y
mudo, guardando entre las bambalinas los últi-
mos acentos de Raúl y Valentina al caer arcabu-
ceados por los fanáticos que capitanea Saint-Bris.
La ciudad ha vuelto á su silencio; apenas si á
la distancia se oyen los cantos de los que acortan
el camino repitiendo á voz en cuello lo que han
oído, haciendo la parte de bajo, de barítono, de
tenor, de contralto y de soprano, como esos mú-
sicos ambulantes que llevan consigo toda una or-
questa que hacen funcionar con la boca, con las
manos^ con los codos, con la cabeza y con los pies.
El cielo está expléndido. Aprovechando la au-
sencia de la luna, se han venido á curiosearlo que
pasa en la tierra todas las estrellas que pueblan el
infinito. La bóveda oscura está claveteada con
tachuelas brillantes, en toda su extensión, desta-
cándose entre la muchedumbre. Marte con su
resplandor rojizo; Saturno con sus argentados
reflejos; el Alpha de Orion como un brillante de
Golconda; la Cruz del Sur, aislada allá sobre el
horizonte; las tres Marías en el zenit; y titilando
con variados matices, las siete Cabrillas, dos ro-
jas, dos verdes, dos azules, y la sétima mezclilla,
según cuenta Sancho que las vio cuando ginete
en las ancas de Clavileño,*se remontó hasta aque-
llas alturas para caer sobre el reino de Candaya,
dando fin y remate á la aventura de la Dueña Do-
lorida.
Pero donde las estrellas se agrupan y se api-
ñan, es en la vía láctea, la gran carretera de los
cielos por donde discurren esas miriadas de po-
bladores del espacio que recorren mil leguas por
12 SANSÓN CARRASCO
minuto sin fatigas ni vértigos . Parece una gran
calle enarenada con polvo de luz y regada con
una dilución de fósforo que relampaguea en el
fondo negro de la bóveda . De pronto, de aquella
masa se desprende una partícula que atraviesa la
atmósfera como una flecha de luz y va á morir
entre las tinieblas, como muere una brasa su-
merjida en el agua.
Y siguiendo la estela brillante que en el espacio
traza aquel bólido desprendido de esos mundos
desconocidos que gravitan en distancias incon-
cebibles, se percibe hacia el Oriente, sobre el
horizonte, una faja luminosa que mancha el cielo
en una gran estén sión. Es el cometa , con su fla-
mijero penacho de millones de leguas, que sigue
su ignorada ruta volteando con una rapidez que
lamente na acierta á comprender, porque hasta
la velocidad de la bala disparada de un fusil es
insuficiente para establecer un término de com-
paración .
¡Todavía está allí I apesar de las profecías de la
ciencia, y cada día apresura su salida como si
quisiera hacerse admirar de todos , anticipándo-
se á la hora en que los habitantes de este raquí-
tico mundo se recojená descansar de sus fatigas.
¿Qué es ese penacho luminoso que sigue al
astro en su vertiginosa peregrinación por los
espacios siderales? ¿Qué materia forma esa ca-
bellera fosfórica que flota en la inmensidad con
sútíles hebras de luz ?
La ciencia no ha dicho todavía su última pala-
bra al respecto , y mientras la controversia esté
en pie, tiene todavía la imaginación el campo
TODAVÍA ESTÁ ALLÍ 1 3
abierto para lanzarse á las mas atrevidas conje-
turas. El fenómeno está visible , pero nadie se
lo esplica .
Parece que la mano de un artista gigantesco
hubiese sumerjido una enorme brocha en esa
sustancia luminosa que tapiza la vía láctea, y
que después de sacudirla en el manto negro de
la noche salpicándolo con gotas de luz , hubiera
trazado una pincelada inmensa en el segmento
mas oscuro del círculo celeste como rúbrica del
autor de esa tela inimitable que envuelve á nues-
tro planeta.
Y á medida que va subiendo sobre el horizonte,
va creciendo su intensidad luminosa , que se de-
rrama en vaga claridad sobre la ciudad que re-
posa y el río que dormita hamacándose en sua-
ves ondulaciones , que acompañan las embarca-
ciones meciéndose mansamente y cuyos mástiles
dibujan su aguda silueta en la penumbra argen-
tada por el resplandor del cometa.
¡ Qué apacible tranquilidad preside en ese mo-
mento á todo lo que duerme ! Hasta parece que
la tierra se hubiese detenido en su precipitada
carrera por el espacio para reposar flotando en
el éter.
Ni un bulto, ni una sombra interrumpía la lí-
nea recta de las calles que se pierden en las hon-
donadas del terreno, y cuando el guardián noc-
turno se separa de su puesto para recorrer la
manzana, sus pasos resuenan en el enlosado de la
vereda, y se repercuten en las paredes de la acera
opuesta, como si alg'ün ser invisible fuese siguién-
dole á poca distancia.
14 SANSÓN CARRASCO
Una campanada suena en el reloj de la plaza
principal, y su eco vibra por largo rato aumen-
tando y disminuyendo con metálico zumbido,
como si se hubiese pulsado una gruesa bordona,
y al mismo tiempo una lechuza, de guardia en la
abertura del mechinal, repite por dos veces su
sshh! sshh! conio haciendo callar al bronce que
ha venido á interrumpir el silencio en que la ciu-
dad reposa de las fatigas del día.
Y entretanto, el cometa voltea por el espacio
alejándose de nosotros con una velocidad de
veinte mil leguas por hora, como espantado de
las miserias de este raquítico mundo, mientras
que á nuestra vez navegamos por el espacio con
no menos celeridad, recorriendo la ruta, que lo
mismo que á nosotros, traza el astro-rey á todos
esos planetas que tachonan el cielo, y que jiran
en luminosa pléyade por los espacios: Ashaverus
del infinito, condenados á caminar siempre, sin
que les sea concedido un instante de reposo.
Pero, en su precipitada fuga, no logra aún
ocultarse á nuestra vista. El núcleo se ha borra-
do ya, pero el chorro de la luz que derrama en el
espacio, como estela de su tránsito, ese, todavía
está allí.
Noviembre 9 de 1882.
JUAN MANUEL BONIFAZ
EL DECANO DE LOS MAESTROS
_^ llA por los años 27 ó 28, desempeñaba
wMB el joven español Juan Manuel Bonifaz, el
^^^ puesto de Secretario particular del Du-
que de San Carlos, á la sazón repre-
sentante oficial de España cerca de la corte de
Carlos X en París.
El viejo don Juan Manuel que hoy conocemos,
blanco en canas y cargado de achaques, era por
entonces un mozo gallardo y bien parecido, si es
que no miente un retrato que de aquella época
conserva, y que él muestra con no disimulada
complacencia, contoneándose todavía al verse tan
petimetre y espigado, correctamente vestido con
un fi'ac azul de anchas solapas y abultado cuello,
como era la moda en aquel tiempo.
1 6 SANSÓN CARRASCO
No hay para qué decir que el joven Bonifaz no
se preocupaba por entonces de otra cosa que de
gallear en los salones de la aristocracia parisien-
se, sin soñar siquiera que la suerte había de lle-
varle algún día á andar con el silabario y la arit-
mética á las vueltas y poniendo á prueba su pa-
ciencia contra las travesuras y bribonadas de los
chicuelos.
Había cursado las letras en Madrid, completan-
do sus estudios en París, y con esa esmerada
educación, la brillante posición que ocupaba y su
gallarda figura, fácil es comprender que tenía co-
mo pasarlo bien en aquella ciudad, que de antaño
viene siendo foco de placeres y aventuras.
Pero quiso el destino que aquello no durase.
Murió el Duque de San Carlos, y aunque la Du-
quesa quería conservar á su lado al joven Secre-
tario, creyó éste que le sería mas provechoso
buscarse otros horizontes, y por consejo de un su
tío, canónigo por mas señas, y afrancesado de
llapa, como que fué de los que siguió en la emi-
gración al postizo rey de España José Bonaparte,
por mal nombre llamado Pepe Botellas, decidió
Bonifaz echarse á correr tierras, como por enton-
ces se decía, y después de titubear sobre la elec-
ción de su destino, rechazó las proposiciones que
se le hacían de ir á la Habana, por temor, del vó-
mito negro, y resolvió embarcarse para Buenos
Aires.
Salió de París en diligencia, único medio de
trasporte terrestre que entonces se conocía, y se
encontró con cuatro compañeros de viaje, jóvenes
como él, y que como él hablaban en castellano, y
JUAN MANUEL BOMF\Z 1 7
como en viaje pronto se entabla relación, y mucho
más cuando los compañeros hablan el mismo
idioma en país extranjero, pronto supieron los
cuatro que el quinto ocupante de la diligencia era
don Juan Manuel Bonifaz, joven español, que iba
á América en busca de fortuna, y él á su vez supo
que iba en compañía de cuatro jóvenes argenti-
nos, entre los cuales figuraban don Esteban Eche-
varría y don Ireneo Pórtela, que volvían á la pa-
tria después de haber completado sus estudios
en la capital de Francia.
Tomaron los cinco pasaje en el Courrier des In-
deSj y después de una navegación de un par de
meses, pisaron tierra en Buenos Aires á media-
dos del año 30.
Llevaba Boni£az una pacotilla de mercaderías
como base de su negocio , pero sus compañeros
de viaje , más dados á las Musas que á Mercurio ,
le quitaron de la cabeza su propósito de comer-
ciar, y como el antiguo secretario del Duque de
Sail Carlos , más tenia de literato que de merca-
der, poco le costó malbaratar su pacotilla para
entregarse á taieas que le fuesen mas agradables,
sobre todo contando con la protección de perso-
nas de valía como aquellas cuya amistad se había
grangeado entre los barquinazos de la diligencia
y los balances del Courrier des Indes en que cru-
zó el Océano.
— Y ahora ¿qué hago? dijo Bonifaz á sus
amigos una vez que hubo liquidado su mer-
cancía.
— Dé usted lecciones , le contestaron sus pro-
tectores .
l8 SANSÓN CARRASCO
Siguió Bonifaz el consejo , puso un aviso en el
único diario que entonces veía la luz en Buenos
Aires, y todo fué ponerlo y empezar á Uoverle
más discípulos que los que habla menester para
vivir y poner todavía de lado algún ahorrillo .
bonifaz había entrado con buen pie en la anti-
gua capital de los Vireyes . Su primer discípulo
fué un hijo del General Viamont, y esta relación,
unida á las que le trajeron sus compañeros de
viaje, bastaron para ponerle en auge y hacerle ser
admitido en los salones de la gente de campani-
llas , á lo que no poco contribuían sus prendas
personales, pues, además de ser bien parecido,
conservaba los hábitos adquiridos en su posición
diplomática, hablaba correctamente el francés,
se expresaba sm embarazo en inglés, y bailaba el
minuet con ajuste á las últimas reglas del enton-
ces intrincado arte de bailar .
Insensiblemente fué Bonifaz cobrando cariño á
su nueva profesión, y tan á pecho tomó la cosa,
que á poco estableció un colegio al cual concurría
lo más granado de la juventud porteña. Desechó
la rutina de los viejos métodos, inauguró nuevos
sistemas de enseñanza, y tanto y tan bien trabajó,
que á los cinco años se había ganado un capitali-
no decente, y una fluxión de pecho que por poco
lo obliga á hacer el viaje de regreso en la barca
de Caronte .
Cuadró la casualidad de que por esa época va-
case la Superintendencia de la escuela de Co-
rrientes, y solicitado Bonifaz para ocuparla, no
titubeó en aceptarla, sacrificando la buena posi-
ción que en Buenos Aires gozaba, como que en
JUAN MANUEL BONIFAZ I9
ello le iba el recuperar la salud que se le escapa-
ba más de prisa de lo que él quisiera.
Fuese, pues, á Corrientes, donde fué recibido
poco menos que bajo palio, y del 35 al 37, desem-
peñó la Superintendencia de las escuelas del Es-
tado y rejenteó una de las cátedras de la Escuela
Normal, hasta que la política empezó á enturbiar-
se de tal manera que tuvo Bonifaz por más pru-
dente cambiar fle aires, nó fuera que la tormenta
le cojiese en aquel despoblado.
Echando sus cuentas sobre lo que más le con-
vendría, recordó que tenía en Méjico una prima
casada con un encopetado personaje, cuyo vali-
miento é influencia le servirían para aumentar
sus eihorros, y decidió hacer rumbo hacia aque-
llas regiones.
Pero no quiso hacerlo sin detenerse, siquiera
fuesen quince días, en Montevideo ; deseo que
realizó y al cual debemos el tener desde entonces
entre nosotros al hoy decano de los maestros.
De cierto que lo que menos soñaba el ex-Su-
perintendente de escuelas de Corrientes era que
había de embarrancar en la opuesta orilla del
río, en cuya derecha margen por primera vez
desembarcara cuando de Francia vino; pero el
hombre propone y las circunstancias disponen ;
y si bien don Juan Manuel Bonifaz se había pro-
puesto navegar hacia el imperio de Montezuma,
dispusieron las circunstancias que había de que-
darse en estas playas; y tan imperativo fué el
mandato, que hace de ello la friolera de cuarenta
y cinco años y esta es la hora en que está todavía
el sobrino del canónigo afrancesado por realizar
20 SANSÓN CARRASCO
el viaje que proyectó en Corrientes á fines del 37.
Ello es que á los pocos días de llegar le picó la
manía de enseñar muchachos, que ya le domina-
ba, y sin pensarlo mucho, abrió una escuela en
una casa de familia, donde solo le alquilaban el
salón, pelado y mondado, sin permitirle el uso de
ninguna oficina interior, de manera que tenían
los muchachos que andar regando las calles ve
ciñas cuando la necesidad les apuraba.
Un mes duró aquello; pero como era imposible
continuar en tales condiciones, ni podía exijirse á
los chicuelos que tuvieran cuerpo de santo, resol-
vióse don Juan Manuel á alquilar un edificio pro-
visto de todos los requisitos é instaló su escuela
en la antigua casa de Viana, sita en la calle de
Cámaras, entre Cerrito y Piedras, precisamente
en el mismo solar que hoy ocupa la espléndida
casa de don Pedro Piñeyrüa.
Si mis noticias no están erradas, bautizó Bonl-
faz su escuela con el nombre de Colegio Oriental
y empezó á enseñar muchachos con arreglo á sus
métodos, que á fé son curiosos y originales, se-
gún tendrá ocasión dé apreciarlo el paciente lec-
tor en el curso de este rápido bosquejo.
Empezó don Juan Manuel por reformar el alfa-
beto, no dando á las consonantes mas que su so-
nido líquido, cosa punto menos que imposible de
reproducir en el idioma escrito y que era el que-
bradero de cabeza de los chicuelos, pues no
acertaban á suspirar la h, ni á soplar la /, ni á
silbar la s, ni á gargarear la j, con aquella limpie-
za que el maestro exijía.
Considerando, después, que la forma poética
JUAN MANUEL BONIFAZ 21
es la que más fácilmente se imprime en la memo-
ria de los niños, empezó á dictar sus textos en
verso, de manera que, á poco tiempo, fué la es-
cuela un Parnaso en el que se conjugaba, se decli-
naba y se sumaba en cuartetas y redondillas, que
todavía recuerdan muchos que ya peinan canas,
y que llevan á cuestas más de medio siglo.
Asi, por ejemplo, empezaba la lección de Gra-
mática, y al compás de un aire del Barbero de Se-
villa, ó de la Ceneienlola cantaban los niños :
Letras son los elementos
que componen una lengua
ya sea hablada ó escrita.
La tabla ó lista que encierra
el conjunto de las letras
se denomina alfabeto.
El alfabeto español
se compane de estas letras :
abequéf chedé, efe,
gue-hache-¡, jckaléllc,
mene, neo, pecuré,
rrese, téu, véxe, yéze.
Á esto seguía una esplicación, igualmente poé-
tica, del valor y sonido de cada letra , esplicación
que recitaba el niño á medida que iba trazando
la letra, de manera qye el último rasgo coincidie-
se con el último verso de la quintilla, por que era
en quintilla la definición, como se verá por el
ejemplo siguiente :
A esta letra ó signo escrito, (O
y á esta otra letra también, (F,
se les da el nombre de fe :
cada una de ellas tiene
el sonido simple fff,
22 SANSÓN CARRASCO
como hacen los gatos cuando están enojados,
agregaré yo para mejor inteligencia del lector.
Como para muestra basta un botón , creo que
con lo citado hay más que suficiente para for-
marse una idea del método de Bonifaz .
Dedicóse con especialidad á la enseñanza de la
ortografía, é hizo prolijos estudios sobre las pa-
bras que se escriben con b y v; con c, s,y z; con
^^ ^y y y todas aquellas que se prestan á confu-
siones.
Las reglas que formuló con ese objeto revelan
una contracción admirable , á la par que una ori-
ginalidad inimitable . Y como esto no es para es-
plicado, sino para visto, ahí vá un ejemplo :
AI débil bote babor
Bajó Proba Bollo Urtado,
Poza Bolsom, arrumbado»
Bála-Boba y Estribor.
¿Qué es esto? preguntará el lector. ¿Qué idio-
ma es ese ? ¿ Qué pueden enseñar semejantes dis-
parates?
Despacio, lector, despacio, y ya verás que, al
darte la clave del enigma, te explicarás perfecta-
mente lo que á primera vi^a encuentras oscuro
y disparatado.
La cuarteta citada, aglomeración de palabras
sin sentido las unas y estrafalarias las otras, en-
cierra veinte y cuatro ejemplos ó reglas de las
palabras que deben escribirse con b, como fácil-
mente se ve, descomponiendo las sílabas iniciales
de esas palabras que forman la cuarteta : es decir,
que se escribirán con b las siguientes iniciales de
JUAN DANUEL BONIFAZ 23
palabra ó la letra que inmediatamente siga á estas
iniciales :
Al, débil, bote, bab, or,
Baj, ho, proba, bollo, ur, la, do,
Po, za, bols, om, arrumb, ado.
Bala, bob, ha, i, estrí, bor.
como se verá tomando las últimas cinco iniciales
correspondientes á bobo, hablar, iba, estribo, bo-
real.
Y el verso sigue asi, hasta completar un cente-
nar de reglas sobre las voces que han de escri-
birse con b.
Otro tanto es para la v, y no menos original es
la forma en que Bonifaz trata de hacerla retener á
sus discípulos, como lo muestra lo qué sigue :
Sal Verdáven Revolfávo
Con, Vepróve, Vice-Pavo,
Pol-Vértuni, Dcsvi, Preva,
Vari, Réves, Vare Leva.
Esta jerigonza se divide, como la anterior , en
sílabas, que dan la raíz de otras tantas palabras
que deben escribirse con v ,
Por £ihi se verá la originalidad del método de
don Juan Manuel , y se comprenderá cómo llega-
ban los discípulos á grabarse en la memoria cen-
tenares de reglas gramaticales , qu^ de otra ma-
nera sería imposible retener .
Como ejemplo viviente del resultado de su
sistema , tiene actualmecte Bonifaz á su lado un
rapazuelo , que pasa de los nueve y no llega á los
doce , á quien ha embutido todos sus textos con
24 SANSÓN CARRASCO
la santa paciencia practicada en cincuenta y dos
años de lidiar con chicuelos de toda laya .
Es el tal un vasquito , que tiene unos ojos que
le bailan y que traicionan la socarronería con que
pretende aparentar que no es capaz de romper
un plato .
Conociie ayer con motivo de haber ido á visitar
al viejo educacionista , y en el poco rato que allí
estuve , pude comprender que el vasco es capaz
de concluir con los pocos pelos negros que á don
Juan Manuel le quedan , si es que alguno ha es-
capado todavía á la tintura de los años .
Vive Bonifaz poco menos que en una bohardi-
lla , más por excentricidad que por necesidad . El
aspecto exterior de la casa es de suma pobreza , y
el interior en nada desmerece de la fachada .
Se entra por un zaguán oscuro y estrecho como
alma de condenado , y allá en el fondo se tropieza
con una escalera un tanto desvencijada , que da
acceso á la habitación del antiguo secretario del
duque de San Carlos .
Dentro de la pieza reina un respetable desor-
den que preside Napoleón el Grande , ginete en
un caballo negro y seguido de su Estado Mayor ,
cuyo retrato asegura Bonifaz ser el más auténtico
de los conocidos , según opinión de aquel su tío ,
el canónigo afrancesado, que tenía entusiasmo
inmenso por el Emperador .
Hasta cinco armarios conté , todos atestados de
libros y papeles , y otros tantos presvuno que ha-
bía en la pieza siguiente , según lo que pude di-
visar desde mi asiento .
Poco menos de las tres serían cuando llamé á
JUAN MANUEL BONIFAZ 25
SU puerta, y encontré á mi don Juan Manuel sen-
tado frente á una mesa pequeña , atestada de pla-
tos que conservaban restos de comida .
— ¿ Almuerza usted , le pregunté , ó come ?
— Almuerzo y como , y meriendo y ceno , me
contestó el buen viejo con su tono jovial ; pues ha
de saber usted , agregó , que solo me siento á la
mesa una vez al dia , y á ello debo el encontrarme
sano y fuerte como me ve .
Y sobre esto me espuso sus teorías , que, como
todo lo suyo , no dejan de ser originalísimas .
—Ahora va usted á acompañarme á tomar una
copita de licor , me dijo .
Quise escusarle la molestia , pero él se empeñó
y empezó á gritar :
—¡José! i José!
Fuera lo mismo llamar á un muerto . Seguía
don Juan Manuel habiéndome de sus mocedades,
y , de cuando en cuando , se interrumpía para re-
petir :
—¡José! ¡José!
Pero así se cuidaba José de acudir como si con
él no rezase el llamado ; hasta que, cansado Boni-
fez , sacó del bolsillo un pito y silbó por dos veces.
Parece que aquel instrumento tenía alguna vir-
tud , pues al momento se presentó José , saltando
y triscando como un acróbata , y se plantó muy
derecho esperando las órdenes de su maestro y
amo .
Estaba en ese momento esplicándome don Juan
Manuel su sistema de ortografía , y para mostrar-
me prácticamente sus resultados , dijo , volvién-
dose á José :
26 SANSÓN CARRASCO
—Vamos á ver, niño, ^-cómo se escribe albo-
rada ?
—Con b .
— ¿ Y por qué se escribe con b ?
—Porque sigue inmediatamente á la inicial al.
—¿La regla?
—Al débil bote babor .
—¿Qué quiere decir: al débil bote babor?
—Que todas las palabras que empiezan con l^is
iniciales al , débil , bote , bab , or ó la letra que
inmediatamente les siga , deben escribirse con b .
—Perfectamente . ¿ Y qué palabra es alborada
según su acento ?
—Grave .
— ¿ Y por qué es grave ?
—Porque tiene la inflexión de la voz en la pe-
núltima sílaba .
—Hágala usted aguda .
—Alborada.
— ¿Y por qué es aguda ?
—Porque tiene la inflexión de la voz en la últi-
ma sílaba.
— ¿Y si la tuviese en la antepenúltima?
— Sería Alborada,
—¿Y qué palabra sería en^nces?
— Palabra esdrújula.
--¡Eccolo qua! ¿Por qué serla esdrújula?
Fuera el cuento de nunca acabar reproducir
aquí el interrogatorio á que don Juan Manuel so-
metió á su discípulo y criado.
El rapazuelo, parado ápié junto, con los brazos
cruzados y entornados los ojos, respondía sin ti-
JUAN MANUEL BONIFAZ 27
tubear á cuanto se le preguntaba. Parecía que el
viejo maestro tocaba un organillo que repetía
fielmente la sonata que se quería, con solo impul-
sarlo á preguntas.
No sabía yo qué admirar más, si la paciencia
del maestro ó el memorión del discípulo, hasta
que, compadecido del esfuerzo que hacía el pobre
muchacho, quise cortar el interrogatorio grama-
tical y le pregunté :
—¿Cómo te llamas?
Cuadróseme el chicuolo por delante, volvió á
cruzar los brazos, bajó los ojos, y me contestó,
por donde menos me lo esperaba, diciéndome:
José Cárcamo me llamo:
Soy de la Vizcaya oriundo,
Y he venido al Nuevo Mundo,
Al que quiero, estimo y amo.
La República Oriental
Hoy es mi patria adoptiva,
A la que mi alma afectiva.
Quiere servir muy leal.
Por ella quiero yo dar.
Mi corazón, no os asombre,
Porque soy vasco, y mi nombre
Cárcamo, p^ tierra y mar.
Si festejé la ocurrencia no hay para qué decirlo,
y todavía no me canso de admirar la resignación
del bueno de don Juan Manuel, que á sus setenta
y siete agostos, y después de cincuenta y dos de
estar sujeto al potro del profesorado, tiene todavía
ánimo para gastar el poco de paciencia que le
quedará, enseñando á aquel arrapiezo hasta á
28 SANSÓN CARRASCO
decir su nombre en verso, gracia que el muy tuno
repite con marcada entonación, y echándose para
atrás, sobre todo cuando dice aquello de :
Porque soy vasco, y mi nombre
Cárcamo, por tierra y mar.
¿Sabrá agradecer aquel travieso el trabajo que
con él se toma el maestro que hace las veces de
padre?.... ¡Tal vez! Y más bien es posible que sí,
porque don Juan Manuel es uno de esos hombres
que tiene la rara virtud de hacerse querer de to-
dos. Algunos miles de chicuelos han pasado por
sus manos, y si bien la mayor parte, hombres ya,
han olvidado los coscorrones y tirones de orejas
conque algunas veces los llamaba al orden, todos
recuerdan con simpatía y cariño á su antiguo
"maestro, el más impertérrito y constante de los
que se han dedicado á la espinosa y ruda tarea
de la enseñanza.
¡Y con cuánto fervor y abnegación ha llenado
el viejo Bonifaz su noble sacerdocio! Él ha pasado
por todas las estrecheces, ha enseñado gratuita-
mente cuando el Estado no tenía cómo pagarle
sus honorarios, ha soportado con resignación los
ataques de sus adversarios, sin que jamás haya
brotado de sus labios una palabra, ni para pedir
ni para censurar.
Para lo único que ha hecho valer las afecciones
que le rodean, ha sido para interceder en favor
de los perseguidos, cuando en la acritud de nues-
tras luchas civiles veía que la pasión arrastraba á
los hombres á extremos inútiles.
JUAN MANUEL BONIFAZ 2<)
¡Pobre buen viejo! Pocos como él logran hacer
la jornada de la vida sin ver á su alrededor más
que caras que le sonríen y brazos que se le abren.
Hoy ya es una reliquia por todos respetada, y
en el último tercio de su vida le es dado asistir al
acto de la erección de un monumento sencillo que
llevará esculpido su nombre.
Mañana se inaugurará la escuela Juan íManiiel
^onifaTif merecida aunque escasa recompensa
para quien sacrificó todas las ambiciones y con-
centró todos sus esfuerzos en beneficio de la ense-
ñanza del pueblo.
Sea este desaliñado artículo la ofrenda con que
contribuyo á la consagración del monumento eri-
gido en honor del viejo educacionista.
Noviembre 1 1 de 1882.
LA ESCUELA
JUAN MANUEL BONIFAZ
I la una de la tarde estaba ya lleno el an-
KMh den de la Estación Central del Ferro-Ca-
'^^^rril del Este. — Sobre los rieles descan-
saba la larga fila de wagones y zorras
que habian de conducir á aquella multitud hasta
las cuchillas del otro lado de Toledo, en que está
trazado el plantel del pueblo Joaquin Suarez, fun-
dado por el infatigable Piria.
Dada la voz de tomar posesión de los asientos,
se precipitó la multitud como una avalancha,
asaltando los wagones por todos lados, á pesar de
los esfuerzos de Piria para reglamentar la subida
y fiscalizar á los paseantes á fin de expulsar á los
que solo van con el objeto de pasar un día de
campo, sin la más remota intención de comprar
ni una vara de tierra .
32 SANSÓN CARRASCO
En pocas minutos quedó la mercancía humana
estivada dentro de aquellos vehículos , y sonada
la hora de partida, y dada la señal, empezó la lo-
comotora á desentumir con pausados movimien-
tos sus músculos de acero. Fsssch — fsssch hace
el vapor escapando por entre las junturas del ace-
ro ; la chimenea lanza, como disparada de un ca-
ñón, una pelota de humo, luego otra; y poco á
poco, empieza á rodar el convoy, lentamente, al
compás del jgfp, pa,pa,pa.... ¿rp.... pa, pa, pa,
con que palpitan los pistones bajo la presión del
vapor.
El tren atraviesa primero una parte de la ciu-
dad, y á su tránsito, se pueblan las dos aceras de
la calle de todas las comadres y pilludos del ba-
rrio, atraídos por los acordes de la música y el
estampido de los cohetes con que Piria festeja la
partida .
Después, van raleando las casas, y el tren re-
corre un largo trayecto frangeado á ambos lados
por las sementeras de las huertas que median de
Montevideo á la Unión . El panorama es magnífi-
co. — Allá atrás, el hacinamiento de casas de la
ciudad, que alo lejos parecen superpuestas unas
sobre otras por las desigualdades del terreno; á
la izquierda, la bahía, azul y mansa, poblada por
barcos y barquichuelos de todo porte ; y como
guardián que á todo vigila, el Cerro , dibujando
el perfil de sus empinadas laderas en el ifondo
azulado del horizonte.
A uno y otro lado de la vía, verdea el terreno
dividido en tableros, cada uno de matiz distinto,
desde el verde vivo y chillón de las lechugas,
LA ESCUELA JUAN M\NUEL BOMFAZ 33
hasta el oscuro y aplomado de las coliflores. Y en
medio de todo aquel verdor con que la primave-
ra pinta los árboles y tiñe la pradera, sombrean,
de trecho en trecho, como manchas negras, los
retazos de tierra preparada por la prolija mano
del agricultor para recibir la semilla que ha de
germinar en su seno hasta convertirse en sazona-
do fruto .
A pMDCo rato, vuelven á apiñarse las casas y des-
aparecen los sembrados . Estamos en la Unión.
De un lado se vé el pueblo , dominado por la alta
cúpula del mirador del Colegio ; del otro se vé la
Plaza de toros, como si se hubiese querido hacer
resaltar el contraste entre la caridad que am-
para al desvalido, y la crueldad que alimenta los
instintos salvajes del hombre .
Tras la Plaza de toros se empinan las ver-
des lomas del Cerrito, coronada la cima con las
ruinas de lo que, en otro tiempo, fué Cuartel Ge-
neral de los sitiadores de esta plaza .
El tren sigue su marcha dejando atrás á la
Unión y sus contornos, rasando, unas veces, la
llanura, dominando, otras, las hondonadas, mon-
tando sobre los altos terraplenes, ó embutiéndo-
se dentro de los paredones de la cuchilla tajada
á pico para nivelar la vía .
Los horizontes se abren por los cuatro lados ;
dilátanse los campos, y la vista abarca una in-
mensa sábana tornasolada con todos los matices
del verde, y solo interrumpida por algunas casi-
tas dispersas, que se dibujan como puntos blan-
cos á la distancia. Hacia el Oeste, la arboleda de
Villa Colón forma una franja oscura, sobre la
34 SANSÓN CARRASCO
cual se destaca, afilada como un obelisco, la chi-
menea de la fábrica de ladrillos. Al Norte , como
brotando de la cresta de una loma , surgen las
torres de la Iglesia de las Piedras, mientras que
al Sud sigue dominando el paisage la silueta del
Cerro, azulada por las brumas del horizonte .
Y la locomotora sigue culebreando por las que-
bradas, dejando trazada su estela en el ambiente
con ios blancos copos de su respiración anhelosa,
que se disuelven en menuda lluvia, atravesando
estensos trigales que, mecidos por la brisa, on-
dean como si fuesen un mar de agua verde .
Después vienen los campos incultos, la prade-
ra natural vestida de yerbas que perfuman el aire
con ese olor que no tiene símil: olor á campo, co-
mo decimos los habitantes de la ciudad, acostum-
brados á respirar una atmósfera viciada por las
emanaciones de los grandes centros.
Ahora es cuando está lindo el campo, cuando
todavía el sol no ha dorado el pasto ni achicha-
rrado las florecillas que lo matizan .
Por entre la apretada yerba que tapiza el terre-
no, se distinguen, en la altura, como una botona-
dura de oro, las flores amarillas de la manzanilla,
y en el bajo, al borde de la cañada que serpentea
por entre juncos y espadañas , se ven engarzadas
en el musgo, como rubíes y amatistas, las marga-
ritas rojas y moradas que perfuman aquellos
contornos con su suave olor de verbena.
Al cabo de una hora de camino , la locomotora
empieza á contener la respiración , rechinan los
hierros de los frenos con que se ajustan las í\ie-
das para disminuir la velocidad , y á poco andar
LA ESCUELA JUAN MANUEL BONIFAZ 35
se detiene el convoy frente á un elegante edificio
de piedra : es la Estación Joaquín Suare? .
Los wagones vomitan en el andén todo lo qne
traían en sus amplios vientres, y la multitud se
derrama por los alrededores, en dirección á una
casita pintada de azul que corona la loma.
Las calles del pueblo, en embrión, están pavi-
mentadas con césped, lo que hace suponer que
el tránsito no es por allí muy frecuente. Largas
filas de banderolas delinean las manzanas, vírge-
nes todavía de toda vivienda, si es que no se
cuentan tres ó cuatro edificios modestos que ro-
dean la Estación.
Piria preside el cortejo, que marcha al son de
la música en dirección á la escuela que va á inau-
grurarse, y los vecinos de aquellos alrededores,
ginetes en sus caballos, se adelantan á la comiti-
va para presenciar la ceremonia.
La escuela regalada por Piria es bastante am-
plia y decente. Una pieza de doce varas de largo
por seis de ancho, bien ventilada, el piso asfalta-
do, y por techo un cielo-raso que oculta el tingla-
do. Una puerta y dos ventanas se abren al frente
que da á la Estación, y sobre la primera, esculpi-
do en una chapa de mármol, se lee:
ESCUELA
JUAN (MANUEL "BONIFAZ
Presente allí la autoridad escolar, representada
por el Inspector Nacional, el Departamental, y los
miembros de la Comisión de Instrucción Pública,
'^6 SANSÓN C.VRRASCO
dio principio la ceremonia, entregando Piria la.
escritura de la propiedad-y las llaves del edificio
al Inspector Nacional, como donación que hacia
al Estado, donación que el señor Ballesteros agra-
deció en breves palabras, prometiendo que una
vez reabiertas las tareas escolares, después de los
exámetíés de fin de año, dotaría á la nueva es-
cuela del personal y útiles necesarios para que
empezase á funcionar.
En seguida el padrino designado al efecto, y de
cuyo nombre no quiero acordarme, dijo cuatro
palabras alusivas al acto, y concluyó bautizando
á la ahijada con el nombie de Juan Manuel Boni-
fazy decano de los educacionistas.
El buen viejo, que allí estaba, seguido de su
José Cárcamo, especie de Lazarillo de Tormes
que hace cuanta travesura puede á su amo; el
buen viejo, repito, conmovido por el acto, no
encontró más palabras para agradecer el home-
naje que se le hacía que recitar una invocación
piadosa al Señor de todo lo creado, oyéndosele
con respetuoso silencio por todos los presentes.
. Tras de él, trepó el arrapiezo de Cárcamo sobre
una mesa, y desde allí, con el mayor desenfado,
recitó el siguiente acróstico, obra de don Juan
Manuel, y que dice así:
LA ESCUELA JLAN MANUEL BOMFAZ 37
'4 ecundo es en recursos bu talento
*^ edobla su entusiasmo cada día;
> nda, recorre, escribe con porfía,
SS o pierde en sus tareas un momento.
O onocedor profundo de su gente,
•^ nfatifi:able en todas sus empresas,
09 abe llevar á cabo lo que empieza;
O reara en este sitió un pueblo hermoso,
O cambiará en miseria su riqueza.
X rotcjed, orientales, con empeño,
•^ ayudad en su empresa al An segundo
50 ematador mejor del Nuevo Mundc»;
^ veréis un milagro en sus afanes
i > h, de las piedras toscas hará panes!
Tocóle el turno á Piria, y dijo muchas co-
sas. Habió de Demóstenes, de los dioses de la Mi-
tología, de la civilización y de la barbarie, y, Dios
me perdone y le perdone, hasta de los cuarteles
habló el muy atrevido, haciendo votos por verlos
convertidos en escuelas ¡Tiene unas cosas es-
te Piria !
Aquello fué el punto final de la inauguración,
que se selló y remojó con abundantes tragos de
cerveza.
— Ahora, vamos al grano, dijo Piria, y aprove-
chando la reunión, empezó á preconizar las ven-
tajas de aquella localidad como punto comercial,
higiénico y de g'ran porvenir.
Distribuyó profusamente entre los concurren-
tes planos del pueblo cuyos solares iba á vender,
y explicó en términos claros y convincentes las
ventajas que reportarían, los que comprasen te-
rrenos en las condiciones á que él los ofrecía.
38 SANSÓN CARRASCO
— ^Voy á vender los solares 7 y 8 de la manzana
4<5, gritaba Piria. Es la esquina frente á la escue-
la, j Vamos á ver! ¡ Un precio, una oferta !
— Fíjense bien, continuaba; es la manzana nú-
mero 45. Plano en mano, caballeros.
Y los caballeros desdoblaban el plano, y pare-
cía que se lo querían devorar con los ojos, sin po-
der explicarse cómo aquel tablero de damas que
veígn pintado en el papel, podía representar el
campo que tenían por delante.
— Es una esquina magnifica, seguía vociferando
Piria desde su elevado puesto; el que la compre,
puede contar con que tiene asegurada la fortuna.
Vamos, á ver, tengo veinte pesos de oferta ! . . . .
veinticinco ! . . . treinta pesos! . . . treinta pesos!... .
treinta pesos ! . . . ¿no hay quien dé más ? . . . Es
una vergüenza tirar por este precio un solar tan
bueno ! . . . Vamos á ver, ¿ no hay quien dé más de
treinta pesos?... Treinta pesos!... treinta y
uno ! . . . y uno ! . . . y unoí • • • y dos ! . . . Treinta y
dos pesos! Adelante, caballeros! No desperdicien
la pichincha de la ocasión! Treinta y dos pesos!...
y tres ! . . 1 y cuatro ! . . . treinta y cuatro ! . . . trein-
ta y cuatro ! . . . Vamos," no podemos perder tiem-
po !.. . tengo treinta y cinco pesos de oferta ! . . .
¿no hay quien dé más? Treinta y cinco ! ... lo di-
go por última vez, ¿no hay quien dé más de trein-
ta y cinco ? . . . ¡Es suyo !
Y al decir esto, apuntaba con el martillo al úl-
mo postulante que se separaba del grupo para ir
á firmar el boleto de compra con toda la proso-
popeya de quien ingresa en el respetable gremio
de los propietarios.
LA ESCUELA JUAN MANUEL BONIFAZ 39
La verdad es que, si bien Piria exageraba algo
en cuanto á la importancia real de la localidad,
no mentía en cuanto á ponderar las condiciones
de la posición.
El pueblo Joaquín Suarez está situado á poco
más de una legua del arroyo Toledo, en una altu-
ra que domina un vasto paisage.
Al Este, en un bajo, blanquea el pueblo de Pan-
do, á una distancia de un par de leguas escasas, y
allá á lo lejos, muy lejos, en el horizonte, festb-
nean el azul del cielo los perfiles de las sierras de
Maldonado y Minas, entre las cuales se destaca,
como un cono aplastado en el vértice, el Pan de
Azúcar, revestido de ese velo celeste desvaido
en que á la distancia parecen envueltas las mon-
tañas.
Al Sur, sombrean el horizonte los extensos du-
raznales de la granja de don Doroteo García y
los tupidos bosques de eucaliptus que la cir-
cundan.
Al Norte, se estiende la campiña que muere en
las lomas cuyas vertientes alimentan el arroyo del
Sauce; y al Oeste, ondula el terreno en verdes
cuchillas, sobre las cuales, á pesar déla distancia,
se destaca el Cerro de Montevideo envuelto en
las azuladas brumas de la tarde.
El sol desciende entre nubes de gasa blanca
que á su paso se tornasolan con los cambiantes
del ópalo, y á medida que baja, va prolongando
en la pradera las sombras de las matas de cardo
diseminadas aquí y allá, que resaltan con su co-
lor ceniciento sobre la alfombra verde que las
rodea.
40 SANSÓN CARRASCO
Piria sigue entretanto impertérrito en sus ven-
tas, llevando de un lado para otro la mesa que le
sirve de tribuna para arengar á la multitud, pe-
ro los compradores empiezan á ralear en su tor-
no, y, refugiados dentro de los wagones, protes-
tan con toda la vehemencia de quien siente el
estómago hueco y tiene todavía por delante una
hora de camino para llegar á la mesa.
^ Por fin, Piria se decide á suspender la venta, y
en medio del clamoreo de los vi^ijeros, emprende
el convoy el regreso.
La naturaleza se prepara á dormir en medio de
una completa calma y silencio, solo interrumpido
por el silbato de la locomotora que chilla repeti-
damente para espantar á los animales echados
sobre la vía. . •
El tren cruzaba por una hondonada flanqueada
por dos laderas sombreadasya por el crepiisculo,
y en una de las cuales se veían algunas vacas que
rumiaban tranquilamente echadas, mientras que
en su torno triscaban los terneros, retozando co-
mo chiquillos. Al pasar la locomotora, las vacas
se levantan pesadamente, retirándose al paso, y
los terneros salen á la carrera, haciendo los asus-
tadizos, y se detienen en la mitad de la cuesta,
destacándose entre todos, sobre el fondo oscuro
del terreno, un torito bragado, §emejando la piel
un retazo de raso negro con acuchillados blancos.
Allí estaba parado con la cabeza erguida como
desafiando el peligro, pero asi que se aproximó el
tren, dio un bufido, levantó el rabo, y arrancó á
la disparada hasta ^egar al lomo de la cuchilla,
donde se plantó nuevamente, revolviéndose con
LA ESCUELA JUAN MANUEL BONIFAZ 4I
1 :
presteza para seguir mirando al tren, que conti-
nuaba su carrera, apurándose para ganar el tiem-
po perdido por el' tropiezo de las vacas.
La vuelta fué más rápida que la ida. Antes de
llegar á la Unión, el sol nos dio las buenas noches
escondiéndose detrás de Montevideo, que dejó
de blanquear para quedar convertido en una ma-
sa negruzca, salpicada de un estremo á otro por
las luces de los faroles. • •
Todo fué marcharse el sol, y empezar á brotar
de entre el pasto esos chirridos indescifrables
producidos por esos miles de insectos que hacen
la vida de tahúres, pasándose las noches en vela y
los dias escondidos en sus tugurios. Parece que
la noche, envidiosa de los himnos con que los
pájaros acojen el nuevo día, ha querido también
formarse una orquesta, pero si así ha sido, es
menester confesar que sus artistas desafinan de la
manera más lamentable .
En el cielo, aparecen las estrellas como las lu-
ciérnagas en el suelo: brillan un momento y vuel-
ven á apagarse como si temiesen haberse pre-
sentado antes de la hora conveniente. Solo
Venus, aprovechando los fueros que le dá su pró-
xima conjunción con el sol, se atreve á brillar
como reina absoluta del firmamento.
El tren s^ arrastra con cautela por entre las
tortuosas calles de las quintas, y con andar pau;
sado llega, por fin, á su punto de partida. La no-
che se ha echado encima de la ciudad y »is con-
tomos; el paisaje se h^ borrado todo, y hasta el
Cerro, que aún allá en Suarez dominaba todas
las alturas, ha quedado arrasado por las tinieblas.
42 SANSÓN CARRASCO
Pero de pronto, como queriendo mostrar que
lo mi^mo de noche que de día vela por la ciudad
que duerme á sus pies, hace relampaguear la
tradicional farola, cuyos rayos se proyectan en la
bahía con surcos luminosos.
Y ahora, como decía Piria, vamos al grano,
porque ya es tarde, y el estómago pide algo más
que paisajes y rutilar de estrellas.— ¡ Pide comer!
Noviembre i^ de 1882 .
RELINCHOS
DE ULTRA TUMBA
DE ROCINANTE A GLADIADOR .
I LEGAN hasta mi tumba los ecos de los
himnos que en tu honor se levantan des-
de las costas porteñas, y el armazón de mi
I ya carcomida osamenta se estremece agi-
tada por un legítimo orgullo de raza. Caballo fui
como tú, y tu nombre como el mío pasará á la
historia, mezclado con el de los héroes de que se
honra la humanidad.
Pero ¡cuánta diferencia va de ti, Gladiador, á
mí. Rocinante, en esto de compartir los triunfos
de la gloria ! Tú los disfrutas en vida, en toda la
lozanía de tu juventud , mientras que yo los al-
cancé tan solo después de muerto, cüando^e na-
da podían servirme para mi regalo, realizándose
en mí aquello de : «al asno muerto, la cebada al
rabo».
44 SANSÓíí CARRASCO
¿ De qué me sirve que el más grande de los in-
genios haya inmortalizado mis hazañas en la más
universal de las historias conocidas? ¿De qué,
que me cantase en sonetos el discretísimo acadé-
mico de Argamasilla ?
¡ Ay de mí ! Trocara yo toda esa humareda de
gloria postuma por cuatro manojos de cebada , y
vendiera mi renombre por menos precio que el
que Esau recibió en pago de su primogenitura,
cuando andaba ¡ desgraciado de mí ! soportan-
do al sol y la lluvia el anguloso cuerpo de mi des-
venturado caballero.
Tú te cuidas de las inclemencias bajo protecto-
res techos : tú comes tus suculentas raciones en
aseados pesebres ; tú pastas en praderas alfom-
bradas de tiernas y apetitosas yerbas ; tú, en fin,
tienes tu serrallo en que te brindan sus caricias
las mas gallardas y mórbidas yeguas elegidas pa-
ra tu solaz por tus solícitos amos, y dianas de
triunfo festejan tus victorias, y recamadas man
tas cubren tu cuerpo defendiéndolo de las moles
tas picaduras de las moscas !
Todo eso y mucho más gozas tú ahora, mien-
tras que yo, con ser el caballo más mentado de
los siglos, tuve que soportar la intemperie, ora el
helado cierzo de las nevadas entumiese mis debi-
litados miembros, ora el sol abrasador de la caní-
cula derritiese el sebo de mis ríñones . Yo solo
me alimenté de raíces insulsas ó de esponjosas
cortezts ; nunca tuve mas manto que el arzón ni
mas adorno que la molesta cincha, y el día en que
por mal de mis pecados quise refocilarme con
unas jacas galicianas que junto á mí pastaban.
RELINCHOS DE ULTRA TUMBA 4$
recibí de manos de sus dueños , los desalmados
Yangüeses, la más soberana paliza que jamás re-
cibiera ninguno de los de nuestra especie .
1 Qué contraste haríamos , tú Gladiador y yo , si
juntos nos pusieran uno ai lado del otro! Tú airo-
so, bien plantado, crespas las crines y erguida la
cola, el ojo vivo, inquieta la oreja, golpeando el
suelo con tu luciente casco y haciendo cabriolas
con tus delgados y nerviosos remos ; y yo triste ,
derrengado, lacia la crin y marchito el rabo, la
mirada vaga, caída la oreja, adelantando ya una
mano ya la otra para aliviar mis destrozados en-
cuentros, y sin fuerzas para espantar las moscas
que se aglomeraban sobre las rozaduras de mi
afilado lomo !
¡ Cuan distintos corren los tiempos I Yo nací y
morí en la edad de hierro para la caballería, mien-
tras que- tú gozas en la de oro, sin más trabajo
que el de recorrer algunas cuadras en agitado
galope para volver á los regalos del pesebre y á
los halagos del serrallo en que tus odaliscas ye-
guarizas se disputan entre relinchos y amorosos
tarascones los favores del vencedor.
Yo vine al mundo demasiado tarde y demasia-
do temprano. Cuando nací, todavía se hacía nie-
moria de los regalos y mimos de que eran objeto
los bridones de los caballeros andantes, y hasta
en romances se leía escrito que por entonces
cuidaban de ellos las doncellas,
y dueñas de su rocino.
Pero de mí solo cuidaron desgracias y desven-
46 SANSÓN CARRASCO
turas, y víctima de las locuras de mi amo, fueron
mi cama, las duras peñas,
y cl dormir, siempre velar,
engañando al hambre haciendo cosco jear el fre-
no, y tragando saliva para disimular la sed; siem-
pre con la cincha apretada, siempre con el lomo
oprimido por el arzón, y siempre temeroso de
que mi caballero me llevase á embestir molinos
de viento, ó á desbandar majadas de ovejas, ó á
libertar Ginesillos, ó á desafiar las iras terribles
de los leones que tuvieron la magnanimidad de
perdonarnos en la más descabellada de las aven-
turas con que tropezó mi amo en su asandereada
peregrinación por las dilatadas llanuras de la
Mancha.
Yo soy el Cristo de la caballería; yo ennoblecí
la raza, pero por ella sufi^í los más atroces tor-
mentos.
A mí me apalearon yangüeses, y me apedrea-
ron pastores, bandidos me maltrataron, las ham-
bres me consumieron, me martirizaron tábanos,
me vejiguearon farsantes, y para colmo de des-
dichas y de vergüenzas, me vi pisoteado por las
inmundas pezuñas de una piara de puercos.
Ni me felicitaron Presidentes, ni me aclamaron
Gobernadores, ni me alabaron literatos, ni me
engalanaron doncellas, ni mi retrato sirvió de
adorno en pañuelos y abanicos.
Pobre nací, flaco viví, y descoyuntado morí,
sin que mis muchos servicios me valiesen el ser
respetado en mi vejez. Todo fué rodar al empuje
RELINCHOS DE ULTRA TUMBA 47
de los f>oderosos encuentros del bridón que jine-
teaba el caballero de la Blanca Luna, y acabar mi
nombradía; y gracias que no fui abandonado co-
mo lo pretendía mi amo, cuando, á semejanza de
Orlando, quería dejar colgadas de un árbol sus
armas defendidas con un cartel que dijese:
Nadie las mueva,
Que estar no pueda con Quijote á prueba.
Ten en cuenta todos esos martirios, y no olvi-
des en tus triunfos á este tu antepasado que tanto
lustre dio á tu raza.
Desde mi ignorada tumba te dirijo estas que-
jas para que aprendas á cuan subido precio se
alcanzaba en mis tiempos la gloria, mientras que
en los tuyos ella te brinda todos su.s goces, sin
exijirte sacrificio alguno. A tí podría yo cantarte
lo que la desenvuelta Altisidora cantaba á mi amo
para acabar de trastornarle el seso:
Oh tú, que estás en tu lecho
De tierna y mullida paja
Durmiendo á pierna tendida
De la noche á la mañana;
Caballo el más afamado
Que ha producido la Pampa,
Más preciado y más bendito
Que el oro fino de Arabia:
Oye al triste Rocinante
Desde su tumba ignorada,
Que está hambreando todavía
Por un puñado de alfalfa,
Mientras que tú satisfecho
Alegre y soberbio piafas
Y enamoras á las yeguas
Con relinchos y patadas.
48 SANSÓN CARRASCO
Así pudiera seguir ensartando endechas, y llo-
rando desgracias, y haciéndote ver las ingratitu-
des del mundo, si no temiera que á lo mejor me
salieras con alguna impertinencia como Babieca,
cuando discurriendo conmigo sóbrelas neceda-
des de la vida, me dijo:
— Metafísico estáis — Es que no como,
le contesté, y otro tanto te contestara á tí, por
donde verás tú que el filosofar es de los ham-
brientos desde tiempo atrás, que los que tienen
el estómago lleno, para nada se ocupan de esas
monadas y embelequerías.
Y mientras tanto, así es la vida. Tü vives en la
abundancia y el regalo, sin más hazaña que la
de haber corrido más lijero que tus adversarios,
y yo, que aguanté sobre el lomo al más andarie-
go é intrépido caballero, yo, que asistí y tomé par-
te en la descomunal refriega de Puerto Lapice, y
que fui actor en la jornada con el Caballero de
los Espejos, y desbaraté los poblados ejércitos del
jigante Alifanfaron, y consumé muchos otros he-
chos de alta nombradía que la historia guarda
en su más preciado joyero; yo, digo, no tuve más
descanso que los tres días que pasé en el mezqui-
no pajar del habilidoso cuanto mísero Basilio, ni
más regalo que el tiempo que permanecí ocioso
en los espaciosos establos del Duque, á quién de
buena gana perdono la mofa que hizo de mi ca-.
ballero, en pago del agasajo que me dispensó.
Pero, ¿qué son esas realidades de la vida al lado
de la gloria imperecedera que rodea mi memoria?
RELINCHOS DE ULTRA TUMBA 4Q
Tu nombre no vivirá más que lo que vivan tus
hazañas, y no será difícil que en día no lejano os-
curezca tu fama alguno de los potrancos que en
tomo tuyo retozan con el rabo enhiesto, acaban-
do por quedar tú olvidado, peludo y vichoco, de-
gradado á la humillante condición de mancarrón
aguatero.
Entonces, ¡adiós felicitaciones Presidenciales!
¡ adiós arrumacos de Gobernadores ! adiós diti-
rambos de poetas! ¡adiós mimos y zalamerías de
doncellas! ¡adiós entusiasme de las muchedum-
bres y ostentación de tus retratos en pañuelos
y abanicos !
¡ Tú, el hoy mimado Gladiador, quedarás amun-
bado en el sepulcro del olvido, y la cal de tu osa-
menta se diseminará en impalpables moléculas
arrebatadas por el soplo devastador del pampero,
mientras que yo, el antes asendereado Rocinan-
te, viviré por los siglos de los siglos en las pági-
nas de oro de la más brillante historia que haya
producido el ingenio humano, y mi esqueleto,
bruñido y articulado por los escultores del idio-
ma, quedará engastado en las entrañas de la
literatura, señalando el período de su mayor es-
plendor, como señalan esos fósiles de animales
enormes enterrados en el seno de la madre tierra
la época en que la naturaleza alumbró sus más
colosales engendros.
I. c.
50 SANSÓN CARRASCO
Asi relinchó Rocinante; Rocinante el manso,
Rocinante el bueno, Rocinante el sufrido, y yo,
fiel cronista de todos sus hechos, é intérprete de
todos sus pensamientos, así lo consigno, abonan-
do su autenticidad con mi nunca desmentida fa-
ma de verídico, y empeñando, como prenda de
ella, mi diploma bachilleresco, que es á lo que
más apego tengo en esta vida.
Octubre a I de 1883 .
DALMIRO COSTA
me dijeran que nació tocando el piano,
I no me atrevería á negarlo, porque me
{ consta que á la edad en que apenas em-
[piezan los niños á pronunciar la r,ya Dal-
miro ejecutaba de corrido variados trozos de mú-
sica. No era uno de esos niños en cuyos ojos y
movimientos se adivina el genio: por el contrario,
era un muchacho apático, de mirada vaga, poco
sensible á las caricias y completamente indife-
rente á los juguetes. No aspiraba á otro premio
sino el de que le permitiesen poner las manos
sobre el teclado.
Asi creció, llevado de casa en casa para que
admirasen aquella monada, y él se dejaba llevar
soportando con resignación los mimos y caricias
con que le mortificaban, á trueque de satisfacer
su afición.
SANSÓN CARRASCO
Del pentagrama no sabía más sino que eran
unas rayas salpicadas de puntos negros. ¡ Qué le
importaba á él del pentagrama ! Tenia la músi-
ca en la cabeza y en el corazón, y no necesitaba
más. Aquel era su idioma nativo, y de él se valió
para espresar sus sentimientos antes de aprender
á combinar frases habladas. Poco ó nada pudie-
ron con él los maestros que trataron de enseñarle
la gramática y la aritmética. Ni atendía á lo que
se le decía, ni hacía el menor empeño por meterse
en la cabeza aquellas cosas tan poco armónicas.
Tal vez, si le hubiesen enseñado en verso, hubiera
aprendido con más presteza, porque la cadencia
rítmica habría servido de vehículo para hacer lle-
gar aquellos conocimientos á su inteligencia.
Poco á poco fueron desarrollándose sus instin-
tos musicales, y rompiendo el cerco estrecho de
las prescripciones clásicas, creó un método suyo,
exclusivamente suyo, algo de eso que no se pue-
de imitar, como no se imita la pincelada de Ra-
fael, ni se reproduce el acento de Adelina Pattí.
Ni Pleyel, ni Chickering, ni Steinway, ni Schied-
mayer, ni ninguno de los más afamados fabrican-
tes de pianos han soñado jamás que los instru-
mentos que ellos construyen suenen de la mane-
ra que los hace sonar Dalmiro Costa. Él ha encon-
trado el medio de trasmitir á la tecla el fluido de
su organismo, y la nota que arrancada por otras
manos solo produce un ruido más ó menos sono-
ro, tocada por él, ríe, llora, pide, da, palpita amo-
rosa, vibra de rabia y reproduce todas las encon-
tradas sensaciones del cuerpo y del espíritu.
Dalmiro no toca la música: la dice, la recita, la
DALMIRO COSTA ^J
declama. Si fuera mudo de palabra, le bastaría
sentarse al piano para hacerse entender aún de
aquellos que, como los aludidos por Jesús, tienen
oídos y no oyen. Conocedor profundo del lengua-
ge de la armonía, lo traduce lo mismo en Meyer-
beer, en Verdi, en Bellini, en Oflfembach, en Gou-
nod, en Arrieta y en Gaztambide. Y no se limita á
repetir la firase musical dándole su sentido y ento-
nación, sino que la parafrasea, la analiza, la cam-
bia por otra equivalente, la vuelve por activa y
pasiva, la condensa en ima sola palabra, la deslíe
en muchas otras, y sobre aquel tema constituye
todo un discurso que deja al oyente empapado
en la materia que ha desarrollado.
Dalmiro Costa no es un ejecutante de la música
de otros maestros : es su comentador , su intér-
prete , su anotador. Él es, para Gounod ó Bellini,
lo que Gustavo Doré ha sido para Dante ó Milton ,
ilustrando La Divina Comedia y El Paraíso Perdi-
do. Él sabe hermanar, fundir, por decirlo así,
en \m mismo molde , la música que traduce igua-
les sensaciones , y así, mientras que con la mano
izquierda dice con Fausto : Laisse moi contempkr
tonvisage, con la derecha repite con Radamés:
Moriré si pura e bella , sin que de esta amalgama
de dos escuelas opuestas y de dos maestros anta-
gónicos , brote una sola nota discordante : es el
amor espresado en dos idiomas que , al ponerse
• en contacto , se refunden en uno solo , que habla
lo mismo al corazón de Margarita y al de Aida .
Dalmiro no puede tocar lo que se llama una
pieza de música. Pedírselo sería lo mismo que
pedirle á una golondrina que volase siguiendo
$4 SANSÓN CARRASCO
una línea fija trazada en el espacio. Él baja, se
remonta ó se posa según su capricho , obedecien-
do á las sensaciones que el eco de sus notas le
despiertan. Cuando el andante le enternece á
punto de que las últimas frases parecen humede-
cidas con lágrimas , salta repentinamente al walz
como queriendo desterrar la melancolía que le
invade , pero aquel arranque pierde su brío á los
pocos momentos, adormece el compás, pasa de
las notas naturales á los semi-tonos, é insensible-
mente se torna el entusiasmo en languidecimien-
to , hasta que muere en acordes místicos que pa-
recen desprenderse de la tierra y evaporarse en
murmullos vagos como esas tenues nubes de la
tarde que se deshilachan en finísimas hebras im-
palpables á la vista .
Dalmiro Costa no es solo intérprete , sino au-
tor también , pero sus obras nadie puede desci-
frarlas por que nadie sabe comprenderle. En
vano ha agotado su ingenio para dar á cada una
de sus notas una esplicación escrita; el lenguage
humano no tiene palabras para traducir las ins-
piraciones del genio .
A propósito de esto, recuerdo una anécdota
histórica . Acababa Dalmiro de componer sus
Sueños, y preguntándole á un su amigo, sordo
como una tapia en materia de música , qué le pa-
recía su obra , contestóle éste :
— Muy bien; me ha gustado mucho tu música;
pero, dime ¿ de quién es la letra ?
Aquello tuvo contrariado á Dalmiro durante una
semana . No podía darse cuenta de que hubiese
quien hiciera mofa de la música . En ese punto
DALMIRO COSTA $$
es muy susceptible , y debido á esa susceptibili-
dad se le tiene generalmente por retraído y hasta
por díscolo, j Profundo error ! No hay nadie mas
espansivo que él cuando da con una naturaleza
afinada por el mismo diapasón que la suya . Lo
que le contraria y enoja es tener que tratar con
personas que no le comprenden . Espíritu fino ,
inteligencia delicada , sabe apreciar la belleza de
un pensamiento ó la intención oculta de una fra-
se , de esas que. según él , le hacen feliz , tanto co-
mo le fastidian las groserías y chavacanerías de
los que á toda costa quieren lucir un ingenio que
no tienen .
A veces , lamentando su situación , suele decir:
tjAh! ¡lo que yo podría hacer y componer si fuera
rico ! » Ahí se engaña Dalmiro profundamente. El
día que la suerte le sonriese no volvería á produ-
cir nada . No sé si habrá en ello algo de preocu-
pación , pero yo creo que la inspiración necesita
del aguijón de la pobreza para manifestarse en
todo su vigor .
Parece que la abundancia convida á la molicie
y al abandono, y, ¡Dios me perdone ! hasta se me
antoja que la riqueza achata el espíritu , le apol-
trona y le quita aquella vivacidad con que des-
punta desde la estrechez . No diré que sea regla
general , pero sí es lo más común que de la po-
breza salgan los ingenios que descuellan en las
ciencias y en las artes; y no es que yo crea que los
cerebros de los ricos estén de diversa manera or-
ganizados , sino que las facultades se desarrollan
y se aguzan en el diario batallar por la existen-
56 SANSÓN CARRASCO
cia , como se vigorizan y crecen las fuerzas físi*
cas en la ruda gimnasia del trabajo .
¡Sublime resignación esta del genio condenada
á la miseria í Ignorado heroismo sintetizado por
Narciso Serra en su apólogo sobre Cervantes,
cuando pone en boca del famoso manco aquella
última quintilla que dice :
¡ S¡ Lope me adivinó ,
Al darme glorioso mole ,
La patria ingrata no vio
Que Cervantes no cenó
Cuando concluyó el Quijote !
¡ Pobre Dalmiro ! ¡ Cuántas noches tampoco ha-
brá cenado mientras vagaban por su imaginación
los acordes y las armonías de Los Sueños, La Pe-
cadora^ y otras composiciones que traducen las
tabulaciones de su espíritu al par que la inspira-
ción de su genio poético !
Pobre nació ; pobre ha vivido ; y pobre vivirá,
porque no hay en él una sola fibra que le impulse
por la senda que lleva á la riqueza. Y, sin em-
bargo, ¡ese es su sueño! El día en que puede es-
trenar un par de guantes, se mira las manos con
una complacencia infantil, y la vanidad le rebosa
en todos los gestos. ¡Debilidades humanas! ¡Funda
más su orgullo en aquellos dos retazos de piel
curtida que en las producciones de su talento !
Así es Dalmiro Costa : una mezcla de vanidad y
de modestia completamente híbrida.— Vanidoso
con la riqueza y el figiusto que jamás alcanzará ; y
modesto hasta la exageración con lo que constitu-
ye su tesoro.
DALMIRO COSTA 57
Tiene delirio por los versos, sobre todo por
aquellos que armonizan y conciertan con su espí-
ritu melancólico y soñador.— Heine y Becquer le
encantan, le deleitan; los recita con unción,
con una especie de fervor místico; y cuando
cree que su acento no alcanza á espresar el sen-
timiento de sus estrofas favoritas, entonces
pone las manos en el teclado, y dejando errar su
mirada por las vaguedades del espacio, empieza
á arrancar melodías de una suavidad esquisita ;
las notas modulan ecos de arpas celestiales : bro-
tan límpidas y diáfeinas como el cristal , y se pro-
longan en murmullos eólicos, como si el fluido
que ajita su cuerpo imprimiese sus vibraciones á
las teclas.
¿ Qué toca en esos momentos ? Él mismo no lo
sabe ; parece que una fuerza oculta impulsa aque-
llas manos largas y descoyuntadas , cuyos dedos
semejan tentáculos que se estienden y encojen
con ondulaciones de reptil recorriendo todo el
teclado , cantando en los tiples armonías delica-
das, mientras que los bajos rezongan con melan-
cólicos ecos , como haciendo sombra á la luz que
brota del otro estremo del piano.
No recuerdo si la música de Un Pleito es de
Arríeta ó de Gaztambide, pero ya sea de uno ó de
otro, estoy seguro de que el autor quedaría esta-
siado ante la interpretación que da Dalmiro á la
serenata que empieza :
Yo tengo noche y día
Los ojos fíjos en tu balcón ,
Y hasta que tú te asomas
En este barrio no sale el sol .
58 SANSÓN CARRASCO
Esta música tierna, sencilla, impregnada de
esa tristeza peculiar de las cantilenas españolas,
la envuelve Dalmiro en una red de arpegios vapo-
rosos; la mece, la arrulla, y debilitada al fin por
aquella presión de armonía , muere entre suspi-
ros que imploran , que lloran , con los desfalleci-
mientos del placer. Y conjuntamente con la mú-
sica, parece que muere Dálmiro, los ojos en blan-
co, el rostro pálido, agitado todo el cuerpo con
un temblor nervioso , y entreabiertos los labios
como próximos á exhalar el último aliento.
Hace muy pocas noches le oi tocar en El Gim-
nasio, lujoso café de verano instalado en la calle
de Florida en Buenos Aires , y salí de allí impreg-
nado de una dulce melancolía, como si el músico-
poeta me hubiese trasmitido, envueltas entre sus
notas, las sensaciones que agitan su espíritu so-
ñador y vago.
¡ Triste condición la del genio sometido á las
exigencias déla vida! ¡ Dura esclavitud del talento
poderoso y libre uncido al yugo de la carne flaca
y servil !
Dalmiro toca para comer, y para dar de comer ;
y el público que paga , exije que haga sonar el pia-
no, sin tener para nada en cuenta las tribulacio-
nes que acongojen su ánimo.
Cuántas veces ¡ cuántas ! al ver á Dalmiro re-
corriendo el teclado con sus manos descarnadas,
me acuerdo de Campoamor y repito con él :
¡Cómo traerá el corazón
El gaitero
El gaitero de Gijón !
Diciembre 10 de 1883.
LA LEYENDA PATRIA
lÁs de cinco mil personas rodeaban el
monumento que se inauguró en la villa
de La Florida el día i8 de Mayo de 1879.
I El jurado nombrado para discernir el
premio á quien con más inspiración cantase la
epopeya de nuestra independencia , colocó sobre
el pecho de Aurelio Berro la honorífica medalla ,
consagrando el acto el doctor don Ángel Floro
Costa con aquel célebre discurso , que hizo servir
como escaparate para exhibir todo lo que sabía y
no sabía , remontándose hasta la edad de piedra
y cargando la mano sobre cuanto esdrújulo le
cayó al alcance,
todo para anunciar que ha puesto un huevo,
como decía la rana de los cacareos de la gallina.
6o SANSÓN CARRASCO
El numeroso público que había quedado mar-
chito y cariacontecido con la lárotécnica paeudo-
dentifica de don Angd Floro , empezaba ¿ di-
seminarse temeroso de una nueva granizada
esdrüjula , cuando se sintió atraido por el vigoro-
so acento de un nuevo orador qu^ habla ocupado
la tribuna.
Era, el tal , pequeño de estatura , enjuto de car-
nes , y parecía imposible que tan endeble instru-
mento pudiese producir notas tan robustas . A
medida que brotaban de sus labios los rítmicos
acentos inspirados por el patriotismo , se ilumi-
naba su mirada con resplandores guerreros,
accionaban los brazos con atlético vigor , y el
cuerpo mezquino se ajigantaba hasta adquirir
proporciones colosales . Parecía que una aureola
de luz le rodeaba y que de aquel foco irradiaban
corrientes de entusiasmo que electrizaban hasta
á las más apartadas filas del auditorio .
Llora el poeta en la noche oscura de la opre-
sión de la patria , y su alma desfallece al ver ren-
dido al pueblo que otrora luchara incansable por
la libertad. ¡Todo está frío y mudo en tomo suyo!
De los llorosos sauces
Que el Uruguay retrata en su corriente,
Cuelgan las arpas mudas,
¡Ay! las arpas de ayer, que en himno ardiente,
Himno de libertad, salmo infinito,
Vibraron al rodar sobre sus cuerdas
Las auras de las Piedras y el Cerrito,
Las glorias del pasado se apagan en las tinie-
blas del presente . No hay un solo guerrero en
LA LEYENDA PATRIA 6l
armas que haga alentar la esperanza de que ce-
sará el cautiverio en día más ó menos lejano , y
al oir esta elegía por la patria , todos los oyentes
se sienten conmovidos , desesperando con el poe-
ta de ver llegar los albores de la soñada libertad .
Los recuerdos de la tradición gloriosa han muer-
to en la memoria del pueblo sojuzgado á la estra-
ña dominación , y si algunos se conservan , viven
apenas
Como esos linos pálidos y yertos,
Desmayados suspiros de los muertos.
Que entre las grietas de las tumbas crecen.
Lúgubre silencio reinaba en todo el auditorio .
Parecía que aquellas cinco mil almas vivían 6o
años atrás, sintiendo el yugo de los invasores
cuya prepotencia lloraba el poeta con el desen-
canto de quien nada espera . El rostro y el ade-
mán traducían aquel desaliento que postraba al
patriotismo inerme é impotente. Apagado el
brillo de la mirada , la frente velada con las som-
bras de la tristeza , desmayada la voz , la acción
desfallecida , parecía el poeta la encamación del
pueblo abatido por el infortunio .
Pero , de repente , un eco lejano despierta el
oido adormecido en la desgracia , y una vaga cla-
ridad sorprende á la mirada enceguecida por las
tinieblas.
Aquel eco lejano es el de la barcarola que ento-
nan los barqueros ,
De ritmo audaz y cadencioso brío
I La eterna barcarola redentor» I
62 SANSÓN CARRASCO
Aquella claridad vaga que rasga el negro velo
del cautiverio , flota sobre las dormidas aguas
del Uruguay , de entre las cuales
Brota un rayo de luz desconocido,
Que desgarrando el seno de las brumas
Atraviesa la noche del olvido.
¡ Qué repentino cambio en la espresión , el
acento y el ademán del poeta ! Relampaguea la
mirada como deslumbrada por aquel inesperado
resplandor que
Es primero un albor luego una aurora
Luego un nimbo de luz de la colina
Luego aviva y se eleva y se dilata,
Y encendiendo el secreto de la niebla,
En fragoroso incendio se desata.
Y esto no solo se oye , sino que se vé . El bardo
lo dice y lo pinta con vividos colores . El punto
luminoso brota en sus ojos , ilumina después su
inspirada frente , anima la sonrisa de esperanza
que dibujan sus labios , fulgura en todo su ros-
tro , y creciendo á medida que el patriotismo lo
aviva , lo envuelve con brillantes resplandores ,
que se esparcen en tomo suyo derramando ondas
de luz cuya claridad se difunde hasta los más re-
motos horizontes .
En esa luz quedó bañado el auditorio que es-
cuchaba al poeta , y cuando sintió los ateridos
miembros entibiados por el calor que irradiaba
aquel cerebro encandecido por el fuego del senti-
miento patrio, prorrumpió en una manifestación
solemne , grandiosa , estentórea , aclamando en-
LA LEYENDA PATRIA 63
tre vivas y aplausos á Juan Zorrilla de San Mar-
tin como al cantor de las glorias nacionales.
Desde ese momento , el último acento de cada
estrofa moría entre el clamoreo entusiasta de la
multitud electrizada , y como si de antemano hu-
biese preparado la escena ,
entre la luz, los cantos, los latidos,
hizo surjir ante los ojos de aquellos cinco mil es-
pectadores atónitos
Del húmedo arenal Treinta y Tres Hombres;
Treinta y Tres Hombres que mi mente adora,
Encamación, viviente melodía,
Diana triunfal, leyenda redentora
Del alma heroica de la patria mía I
•
Es indescriptible la escena que se siguió á esta
evocación. Todos los labios se movian profirien-
do gritos patrióticos, todos los brazos se agita-
ban saludando al poeta, y todos los rostros re-
trataban las sensaciones despertadas en el espí-
ritu por los mágicos acentos de aquel canto
desconocido. Los ánimos se enardecían siguien-
do las peripecias de aquella epopeya grandiosa,
en que los héroes, sedientos de libertad, encon-
traban
tardo el corcel y perezoso el plomo
para llegar al pecho del opresor de la patria.
¡Sarandí ' ¡ Ituzaingó I ¡ Prólogo y desenlace de
aquel drama sublime de abnegación y heroísmo !
Zorrilla traza ambos cuadros con rasgos de un
64 SANSÓN CARRASCO
colorido palpitante, j Parece que se oye el rechi-
nar de los hierros y el caer de los cuerpos tron-
chados por el rudo golpe del sable, en aquella
faunosa carga que arrasó las huestes enemigas,
como si sobre ellas se hubiese lanzado el escua-
drón de la muerte !
Ya está cimentada la libertad de la patria. El
poeta despierta de aquel sueño en que solo oía el
firagor de la batalla, y vela los campos teñidos
con la sangre de los que cayeron en la inmortal
cruzada. El cielo brilla sereno y límpido, presa-
giando una nueva era de paz ; y lleno de fé en el
porvenir, pone de lado la trompa épica con que
cantó las glorias guerreras, y entona el idilio del
trabajo en estas estancias, arrancadas al parecer
de la cítara de Arriaza ó de Melendez : «
Rompa el arado de la madre tierra
El seno en que rebosa
La mies temprana en la dorada espiga,
Y la siega abundosa
Corone del labriego la fatiga.
Cante el yunque los salmos del trabajo ;
Muerda el cincel el alma de la roca,
Del arte inoculándole el aliento,
Y en el riel de la idea electrizado,
Muera el espacio y vibre el pensamiento.
i Por qué no alcanzó Zorrilla el primer pre-
mio ? No fué por cierto porque no lo hubiese me-
recido, pero el jurado había de antemano limita-
do el numero de versos , y la composición de
Zorrilla escedía de aquellos límites. Tal vez no re-
LA LEYENDA PATRIA 65
cordó aquella condición, y si la recordó, prefirió
renunciar al premio antes que cortar el vuelo de
su inspiración.
Pero si no alcanzó el premio material, alcanzó
en cambio ese lauro imperecedero que sobrevive
al metal y al mármol : el lauro de la gloria.
Aurelio Berro, el poeta premiado, justiciera-
mente premiado por llenar su composición las
condiciones impuestas y ser á la par una obra
notable como inspiración y como clasicismo, des-
prendió de su pecho la medalla que el jurado le
había discernido, y quiso á toda costa colgarla en
el de aquel joven que acababa de electrizar al au-
ditorio.
Zorrilla se resistió á aceptar aquella ofrenda
que se le hacia con generoso desprendimiento,
agradeciéndola con toda efusión.
Desde entonces quedó cimentada su gloria
sobre base imperecedera, y desde entonces, tam-
bién, quedó consagrada La Leyenda Patria como
el himno de las glorias nacionales.
Yo era adversario de Zorrilla, adversario ar-
diente é implacable, pero confieso que, cuando le
oí, quedé desarmado y acabé por tenerle cariño.
Vinieron, después, las agitaciones políticas, re-
crudeció la polémica, y uh buen día, recibí en lo
más hondo del alma una herida pérfida y san-
grienta, que me asestaron desde las columnas de
El Bien Público, Aquello me enconó y llegué á
no cambiar ni siquiera el saludo de forma con el
cantor de La Leyenda Patria. En ese estado de
ánimo se la oí recitar por segunda vez en San Jo-
sé, y olvidando la injuria, fui el primero en rom-
•8 c.
66 SANSÓN CARRASCO
per los aplausos arrastrado por el entusiasmo
que despertaban en mí aquellas inspiradas es-
trofas.
Después, todo se olvidó. No era él quien me
había ofendido. — Asi me lo dijo en un momento
de espansión, y así quise creerlo, porque es im-
posible admitir que en el alma en que desbordan
sentimientos tan elevados como los que palpitan
en las notas de ese himno patriótico, puedan te-
ner cabida mezquinas pasiones.
Otra vez y otra he oido á Zorrilla recitar su
canto, y cada vez ha hecho latir en mí mayores
sensaciones. Es que hay en esos versos algo más
que el ritmo y la armonía: hay la inspiración ar-
diente que brota vigorizada por el sentimiento de
la patria, de esta pobre patria que hoy, como en
aquel
¡Lustro de maldición, lustro sombrío !
yace postrada entre los brazos de hierro que la
oprimen y aniquilan. De aquellos tiempos de he-
roísmo y gloria
Apenas si un recuerdo luminoso
Tímido nace entre la sombra errante
Para entre ella morir; como esas llamas,
Que alumbrando la faz de los sepulcros
Lívidas un instante fosforecen.
Estos recuerdos y estas impresiones las des-
pierta un libro que acabo de recibir , impreso en
la casa editorial de Barreiro y Ramos. Contiene
ese libro La Leyenda Patria de Zorrilla , precedida
LA LEYENDA PATRIA 67
^
de un precioso artículo de Andradc , en cuya re-
ciente tumba acaba de deponer una perfumada
ofrenda el cantor de Celiar, simbolizando la tem-
prana muerte del poeta en este profundo pensa-
miento •
¡ Anochecióle en la mitad del día !
El libro es digno de la obra que encierra y ha-
ce honor al arte tipográfico nacional . La pulcri-
tud y elegancia de la impresión , la vistosa y rica
encuademación que la envuelve , y más que to-
do , el ser producto de la industria del país , son
circunstancias que hacen á su editor Barreiro
acreedor á la protección y al aplauso del público .
Si la obra de Zorrilla es por si sola un atracti-
vo para los amantes de las letras , aumenta ese
atractivo el venir impresa en condiciones excep-
cionales , encuadernada con elegantes tapas ador-
nadas con relieves estampados en oro y negro
sobre fondo rojo , y enriquecida con el retrato de
su inspirado autor .
Diciembre 23 de 1882.
GERMÁN MAC'KAY
PRIMER ACTOR DRAMÁTICO AMERICANO
ON Santiago Mac'Kay, oriundo de Esco-
cia, de donde había emigrado á América,
ejercía allá por los años treinta y tantos,
la profesión de comerciante en la ciu-
dad de Panamá, perteneciente á la federación
Colombiana.
Cimentada su posición con una regular fortu-
na adquirida en el comercio, pensó el señor
Mac'Kay en lo que generalmente piensan todos
los hombres á cierta edad, que fué en casarse, de-
seo que si de suyo no le nacía, había quien lo en-
gendrase sobradamente en Panamá, donde las
mujeres tienen esos ojos peculiares á todas las de
América, y que parecen aljabas guardadoras de
flechas, según son de afiladas y penetrantes las
miradas que despiden.
70 SANSÓN CARRASCO
Suponiendo, pues, que el buen escocés tu-
viera sus ideas oelibatarias, quiso su destino que
se encontrase con una panameña cuya sola vista
fué causa bastante para dar al traste con todos .
los propósitos anti-matrimoniales, y de ahí la
unión de don Santiago Mac'Kay con doña María
Gutiérrez, hija del General Gutiérrez de Riñeres,
soldado distinguido que fué de la Independencia.
Realizóse el enlace el año 1840, y andando el
tiempo, sucedió lo que no era un fenómeno que
sucediese : esto es, que vino al mundo un nuevo
Mac'Kay, que recibió en la pila el nombre de Ger-
mán. Creció el descendiente de don Santiago lleno
de mimos y rodeado de maestros, y con tal ahin-
co se consagró el niño á los estudios, que á los
quince años era ya bachiller, halagándose sus pa-
dres con la idea de que pronto tendrían un doc-
tor en la familia.
Pero, el hombre propone, y Dios dispone. Pro-
poníase don Santiago Mac'Kay hacer de su hijo
un hombre de foro, pero las circunstancias, ya
que Dios no se entromete en estas cosas, dispu-
sieron que Germán había de ilustrar su apellido
en el arte, y así fiíé.
Sucedió que en el año de 1856, á tiempo precisa-
mente en que Germán se calaba el bonete corona-
do con el árbol de la ciencia, llegó á Panamá una
compañía dramática, de la que era primer actor
un tal O'Loghlin, que alcanzó gran reputación en
el Pacífico. El joven Mac'Kay iba con frecuencia al
teatro, y deslumhrado por los triunfos que coro-
naban noche á noche al artista, entróle el deseo
de comprar la gloria á igual precio. Niño aún,
GERMÁN MAC'kAY 7 1
aunque disimulada su edad por la elevada esta-
tura que le realzaba, empezó á frecuentar los ar-
tistas, y lo que en un principio fué solo mera afi-
ción, acabó por hacerse en él un propósito arrai-
gado.
La primera vez que Germán habló á su padre
de sus tendencias artísticas, el buen escocés puso
el grito en el cielo, y trató por todos los medios
de combatir aquella para él maldita influencia,
que trastornaba los proyectos que respecto del
joven abrigaba.
Pero ya era tarde; Germán estaba dominado
por la vocación que le arrastraba á la escena, de
la cual no conocía más que las glorias, ignorando
las rivalidades y miserias que tras los bastidores
se agitan. Partió la compañía O'Loghlin para el
Perú, y quedó el joven Mac'Kay como si le hubie-
sen llevado la mitad de su ser. Aquella partida, le-
jos de apaciguar sus tendencias, las irritó más
aún: luchó entre su vocación y el amor á sus pa-
dres, pero al fin venció aquella, y un buen día, el
hogar de la familia de Mac'Kay perdió todas sus
alegrías, mientras el causante de aquel dolor na-
vegaba con rumbo al Perú, donde, una vez llega-
do, .se agregó á la compañía O'Loghlin, llenando
así los anhelos que le habían hecho desertar del
techo paterno.
Todo ayudaba al joven Mac'Kay para hacerse
de un nombre en la escena : su apuesta figura,
su educación, el timbre sonoro de su voz, y so-
bre todo, el genio que sentía agitarse dentro de
su hermosa cabeza. Se estrenó como segundo
galán joven, con aplauso, cuando apenas tenía
72 SANSÓN CARRASCO
diez y seis años. Á los diez y ocho era ya primer
galán, y á los veinte eclipsaba á su maestro O'Lo-
ghlin, haciendo los primeros papeles. Durante
cinco años recorrió los principales teatros de Chi-
le, Perú y Bolivia, adquiriendo envidiable renom-
bre, matando con su talento todas las rivalidades
que en torno suyo hervían, hijas de la envidia de
quienes,*diciéndose maestros en el arte, queda-
ban relegados ante aquel joven que á largos pasos
recorría el camino de la gloria.
Apesar de sus triunfos, Mac'Kay no creyó ha-
ber alcanzado las cumbres que él soñaba en el ar-
te á que se había consagrado, y resolvió hacer un
viaje á España con el objeto de perfeccionarse en
la escuela de Romea y de Valero, que eran por
aquel entonces los principes de la escena dramá-
tica española.
A esa circunstancia debimos el tener en Mon-
tevideo á Mac'Kay el año 1868, contando apenas
entonces 27 años. Recuerdo como si fuera ahora
la noche de su estreno en Solís con el drama Los
hijos de Eduardo. Para mi fué una revelación
aquella naturalidad en el decir y aquella sencillez
en la acción, acostumbrado como estaba al énfa-
• sis y á los manoteos de los actores españoles que
hasta entonces había visto.
El teatro estaba vacío ; Mac'Kay había caído en-
tre nosotros sin nombre que le precediese, ni
anuncios que le presentaran como un artista de
primera fila. Pero el centenar de espectadores
que en aquella primera noche pudo apreciar su
talento, fueron al segundo día cien pregoneros
de los méritos del artista americano, y desde la
GERMÁN AUC'kAY 73
segunda representación, nuestro pran teatro era
pequeño para contener el numeroso público que
acudía á admirar á Alac'Kay. Los viejos nos ha-
blaban de Casacubierta como único término de
comparación posible con el joven panameño.
El repertorio de Mac'Kay se componía de las
principales obras del teatro español y francés, la
mayor parte de ellas nuevas para nuestro públi-
co. Pero cuando el entusiasmo llegó á su colmo,
fué cuando hizo por primera vez el Sullivan, Aque-
llo fué un éxito extraordinario, y la interpreta-
ción de aquella obra le bastó para conquistar un
renombre que nadie hasta entonces había alcan-
zado en el Rio de la Plata.
Mac'Kay era un actor de corte moderno, desli-
gado de todos los resabios de la vieja escuela es-
pañola que hacían decaer entre nosotros el gusto
por el drama. Su aparición en nuestra escena fué
una verdadera resurrección para el arte dramáti-
co, que se nos presentaba bajo formas nuevas,
revestido de esa sencillez y naturalidad que son
inlierentes a todo lo que es real.
Mac'Kay, sin saberlo quizás, era un actor de la
escuela realista, escuela en que se había formado
él solo, sin más maestro que su inspiración, adi
vinando que el secreto del arte estriba solo en la
más difícil de las facilidades, si es que así puede
llamarse á la estricta reproducción de la verdad.
Fuera de la verdad no hay belleza, y donde la
belleza falta, falta el arte. Rien ?i'cs¿ beau que le
vrai, había dicho ya alguien, y ese dicho, acepta-
do como máxima, quedó complementado con
otra que sintetiza más la idea : rarle é il vero.
74 SANSÓN CARRASCO
Esa fué la divisa de Mac'Kay, y ella la que le
llevó al triunfo . Comprendió que los efectos es-
cénicos no están en la exajeración de las pasio-
nes, ni en la altisonancia de las frases , ni en el
amaneramiento de los modales, sino en retratar
fielmente los efectos de esas pasiones, tales como
se manifiestan en la vida real . Era el primer ac-
tor que entre nosotros hablaba en la escena co-
mo hablan los hombres en sociedad : suave, sin
afectación, cuandu la situación lo requería, y vio-
lento, sin estrépito, en los trances fuertes.
En Sullivan, Mac'Kay era no solo el artista, si-
no el hombre que hacía suya la causa del prota-
• gonista que representaba . Se defendía él mismo
contra las rancias preocupaciones sociales que
pretendían hacer del actor un paria, para quien
estaban cerradas todas las puertas que no fueran
las del teatro ; para quien no había afecciones, ni
amistad-, ni amor, mas que el que se recita en las
comedias.
Mac'Kay encarnaba á Sulltvan, con el mismo
entusiasmo con que Federico Lemaitre represen-
taba el Kean, haciendo de la escena una tribuna
publica en la que el artista podía defender su
causa para allanar las resistencias que la preocu-
pación le oponía, para poder llegar á la esfera so-
cial en que se agitan los demás hombres .
El joven actor americano hizo de Sulltvan su
caballo de batalla, y con él triunfó, haciéndose
admitir como lo merecía quien no tenía más de-
lito que el de ganarse honradamente la vida con
-su talento, á diferencia de otros que alternan en
las más elevadas esferas y que sin embargo co-
GERMÁN MAC'kaY 75
mercian con infamias y rastrerlas ocultas bajo
una capa de oro.
Estando Mac'Kay en Montevideo, como dejo
dicho, el año 68, se desarrolló la epidemia del có-
lera. Las familias emigraron al campo, los tea-
tros se cerraron forzosamente por falta de públi-
co, el hijo del escocés don Santiago tuvo por
muy prudente, como todo hijo de vecino, sacar
el cuerpo á la descarnada que no se daba reposo
en cortar con su afilada guadaña, y se retiró á la
Union, cuartel general de los que escapaban del
flajelo.
Pero ni aún allí las tenía todas consigo el artis-
ta, y tan no las tenía, que sus amigos hacían bur-
la del continuo sobresalto en que vivía, hasta que
uno de ellos, para quitarle desazones, le invitó á
pasar una temporada en una estancia, invitación
que él aceptó de mil amores.
Y ahí tienen ustedes á don Germán Mac ' Kay,
campeando por el Rincón del Rey y en el Departa-
mento de la Colonia, por temor al cólera, y á fe
que había razón en temerle, pues se despachaba
á los moradores de esta reconquistada ciudad de
á cien por día.
Lo mejor del caso es que Mac'Kay tenía ya
tomado pasage en un vapor trasatlántico para
realizar el viaje á Europa que desde Chile traía
proyectado, pero, temeroso de la peste, prefirió
perderlo antes que asomar las narices por Monte-
video, y así , en vez de acercarse al puerto, se
internó tierra adentro.
Cualquiera, en el caso del aplaudido actor, ha-
bría aprovechado aquellas vacaciones forzadas
76 SANSÓN CARRASCO
para descansar de sus fatigas artísticas, pero, do-
minado como estaba él por la pasión del teatro,
no pudo permanecer mano sobre mano contem-
plando las cuchillas, y ya que le era ^imposible
representar dramas, se puso á hacerlos, y á esa
circunstancia casual debe el pequeño- repertorio,
americano una nueva obra, favorablemente juz-
gada por la critica, que lleva por titulo : Elena. El
actor se hizo autor, y su drama, interpretado por
él mismo, le agregó una hoja más á las muchas
que formaban la corona de gloria que ceñía.
Entre Montevideo 3^ Buenos Aires pasó Mac'Kay
los fines del 68 y los comienzos del siguiente
año, época en que volvió á Chile llevando muy
buenos recuerdos del Plata, donde se le había
aplaudido ruidosamente, y donde el había con-
traído numerosas relaciones entre la juventud
distinguida de ambos países. El artista era dueño
del público, y tan seguro estaba de su éxito, que
hasta llegó á cantar en el teatro algunas cancio-
nes, como El crudo iucumano y otras, que luego
se hicieron popularisimas, no por su mérito, sino
porque Mac'Kay las cantaba. Aquello no era arte,
á buen seguro, pero él lo echaba á broma y se
divertía con ello.
Vuelto á Chile, le pasó en Santiago lo que trein-
ta años atrás le pasara á su padre don Santiago
en Panamá, y fué que se enamoró, y esta vez no
en verso y de mentirijillas como lo hacía en las
comedias, sino en prosa y muy de veras. Perte-
necía la aludida á una familia de campanillas en
Chile, de noble abolengo, y no hay para qué de-
cir que la inclinación con que la joven correspon-
GERMÁN MAC'kaY 77
dio á las ardientes declaraciones del mancebo
fué causa de que en la casa se armase un zipi-za-
pe de aquellos de no te muevas.
Borgoño y Maroto eran los apellidos de la chi-
lena rendida á la pasión del panameño, dos ape-
llidos ilustres, como que el primero era el de su
abuelo paterno, general victorioso en la memora-
ble jomada de Maipo, y el segundo el del abuelo
materno, general también, que amén de la noto-
riedad que le dieron sus campañas, tuvo la de ser
actor en el famoso abrazo de Vergara.
Con semejante alcurnia, y con saber que la
respetable mamá de la niña tenia á mucho orgu-
llo llamarse todavía Duquesa de Ferrandelli y
Condesa de no sé cuántos, sobrado hay para
comprender qué oposición se haría al enlace de
la niña con el artista.
¡ Un cómico ! Para la sociedad ilustrada y libe-
ral de la época, un cómico es un caballero como
cualquier otro, con tal de que sus procederes sean
los de un caballero. Pero hay todavía en ciertas
esferas, y sobre todo en las de la aristocracia ran-
cia, muchas resistencias á admitir que el talento
dramático sea suficiente título para alternar con
ellas, mientras que alternan asnos cargados de
reliquias. Entre nosotros no se comprende eso,
porque nuestra sociabilidad no conserva ninguno
de esos resabios ridículos de gerarquías y alcur-
nias, pero en Chile hay aristocracia aún, aristo-
cracia tanto ó más encopetada que la de las
monarquías europeas, y en la que, para ser ad-
mitido, no basta solo descollar en la política, en
las letras, en las artes, sino que es preciso exhi-
bir los pergaminos que acrediten la cuna.
Con tales ínfulas y reatos, ya se esplicará el
78 SANSÓN CARRASCO
lector que no había entrada en casa de los Borgo-
ño y Maroto para el infeliz artista, que no tenía
más ejecutoria que su fé de bautismo, ni más tí-
tulos que los conquistados en el teatro, honrosí-
simos para los que no admiten más aristocracia
que la que él propio valer da, pero que para per-
sonas de tanto cuño eran como papeles mojados.
Mas no en valde pintan al amor como un mu-
chacho, travieso y ceguezuelo, á quien las resis-
tencias encaprichan más que las facilidades, pues
sucedió en este caso lo que frecuentemente acon-
tece en todos los análogos, y fué que, irritada la
pasión de ambos jóvenes por los obstáculos que
se le oponían , concertaron unirse contra vien-
to y marea, y así fué que á mediados del 69,
embarcado ya Mac'Kay en un paquete que zarpa-
ba para el Rio de la Plata, recibió en sus brazos á
su compañera, ligada ya á él por los sagrados la-
zos del matrimonio que habían contraído contra
el disenso paterno.
Volvió Mac'Kay á Montevideo acompañado de
su distinguida esposa, y encontrando aquí una
compañía dramática, dio tres representaciones
con extraordinario éxito, pasando en seguida á
Buenos Aires, donde también fué acogido con
simpatía. Después de algunos meses, regresó al
Pacífico, siguiendo su peregrinación artística,
hasta que el 71, trabajando en Guayaquil con la
Matilde Duelos, aquella célebre actriz que años
atrás habíamos admirado en Soiís, se despidió
Mac'Kay de la escena dramática con la represen-
tación de la Elena que había compuesto durante
su estadía en el Rincón cklRey.
GERMÁN MAC'kaY
79
Aquella retirada fué una pérdida para el arte
dramático americano, encarnado en Mac'Kay que
era su más ilustre representante. No fué la de-
cepción ni el hastio lo que le arrastró á aquella
determinación, sino el amor á su esposa, cuyos
padres, reconciliados ya con el actor, la llamaban
á su lado.
Y ahí tienen ustedes al más aplaudido artista
americano convertido de la noche á la mañana
en agricultor, cultivando un fundo en las cerca-
nías de Santiago, sin más preocupación que la de
sembrar y cosechar, olvidando sus ruidosos triun-
fos en el tranquilo retiro de su campestre hogar.
Nueve años pasó así, y otros nueve hubiera pasa-
do, si para desgracia suya y beneficio del arte no
hubiera la philoxera talado los viñedos, cuyo cul-
tivo constituía la principal industria del artista
agricultor.
El microscópico insecto no dejó ni un pámpa-
no en las cepas, é inutilizado el esfuerzo de nueve
años de constante labor, vióse Mac'Kay forzado á
abandonar su fundo, retirándose en los princi-
pios del 8i á Santiago, donde pronto halló la
protección que buscaba, nombrándosele catedrá-
tico de composición y declamación.
Aquello de que la cabra tira siempre al monte
se dijo, indudablemente, con alusión á los que se
dedican á dos profesiones que son como un yugo
que jamás se puede sacudir : la prensa y la es-
cena.
¡Desgraciado del que entra en una imprental Ya
no volverá á salir de ella, y si sale, no ha de dar
muchas vueltas antes de caer de nuevo en sus
8o SANSÓN CARRASCO
redes. Cuando el escritor se gasta, se hace correc-
tor ; cuando la vista no le da para esa tarea, se
hace administrador, gerente, ó cualquiera otra
cosa, con tal de no salir de ese banquillo, contra
el cual todos reniegan y <Jel cual, sin embargo,
nadie acierta á libertarse.
Lo propio le acontece al hombre de teatro , ya
sea cantante ó cómico. Una vez que entra tras los
bastidores, ya no sale de allí más que para esa úl-
tima salida en que no va uno por sus pies, sino
llevado á pulso. Yo he conocido á Lelmi en el
auge de su gloria, haciéndose pagar lo que.quería
por cantar como tenor. Después le vi descender á
segundo termino; le oí en seguida de pariiquin, de -
estos que salen á anunciar con cuatro notas des-
templadas que viene el rey, más tarde fué maestro
de coros, y por último.... le encontré de boletero
en un teatro h'rico. Es lo mismo que si un redac-
tor de diario acabase por ser repartidor.
Esto digo apropósito de lo que sucedió con
Mac'Kay, que acabó por tirar al monte; quiero
decir: que lo de la cátedra de declamación le des-
pertó sus vocaciones de artista^ adormecidas du-
rante nueve años, é ideó un proyecto de creación
de una Academia para formar en ella artistas
americanos.
Como base de su proyecto inició el pensamien-
to de empezar á educar el gusto por el teatro, lle-
vando á Chile una compañía dramática compues-
ta de actores sobresalientes en España. Al instan-
te encontró aceptación su idea, y se constituyó
una sociedad por acciones á fin de levantar el ca-
pital necesario para realizarla.
GERMÁN MAC'kAY 8 1
Nombrado Mac'Kay director de la empresa, á él
se le confió la misión de ir á Europa en busca de
una compañía de drama, y ya se ha visto como
llenó su cometido, trayendo uno de los mejores
cuadros dramáticos que hayan venido al Plata.
Pero, si llenó su propósito, en cambio nada hizo
por su provecho, y forzado por las circunstan-
cias se vio obligado á echar mano de su presti-
gio para cumplir los compromisos de la empresa
que representaba para con los artistas que habla
contratado.
Al solo anuncio de que Mac'Kay reaparecería
en la escena para la representación de Sullivan^
no quedó en el Teatro de la Ópera en Buenos
Aires una sola aposentaduria que no fuese vendi-
da y revendida á precios disparatados.
El simpático artista no las tenía todas consigo,
Doce años hacía que no pisaba el escenario de
un teatro, y temía haber perdido aquella inspi-
ración que tantos triunfos le había valido. Pero
llegó la noche déla representación, y la estruen-
dosa salva de aplausos que saludó la aparición
del SuUivan americano devolvió á este toda su
entereza, poniéndose á mayor altura que la que
había alcanzado cuando cultivaba asiduamente
su arte.
Fué un delirio, un frenesí. El teatro, henchido
de gente hasta en los más apartados rincones,
bullía de entusiasmo. El actor terminaba sus fra-
ses entre Víctores y batir de palmas que se pro-
longaban por largo rato. Mac'Kay fué objeto de
nna de esas ovaciones que hacen imperecedero el
recuerdo de un artista.
82 SANSÓN CARRASCO
En vano quiso resistirse á una segunda exhibi-
ción . Todo Buenos Aires quería verlo, y como
todo Buenos Aires no cabía en el teatro, fué ne-
cesario que el artista cediese, para hacerse aplau-
dir por otros dos mil espectadores .
El eco de ese expléndido triunfo escénico re-
percutió en Montevideo ; y sus amigos de aquí,
haciendo valer los títulos que tienen conquista-
dos para con Mac'Kay, le exijieron que viniese á
recojer el tributo de aplauso que le tenían reser-
vado. El artista no pudo resistirse á la exigencia,
y acudió al llamamiento.
Esta noche representará Mac'Kay el Sullivan en
la escena de San Felipe^ y yo me anticipo á su
triunfo, saludando con un entusiasta aplauso al
laureado actor americano, al genio más brillante
del arte dramático en nuestro continente.
Julio 15 de 1883.
W
LA FERIA
I ESDE la media noche del Sábado, la an-
cha calle del i8 de Julio empieza á vivir á
la luz de su doble hilera de faroles forma-
I dos en ala á la orilla de la acera, astros
fijos en torno de los cuales giran otros con inde-
cisa marcha, linternas que van y vienen, faroli-
llos de luz mortecina, fósforos que destellan viva
claridad por un momento y que se estinguen en
seguida como esas exhalaciones que en las no-
ches serenas cruzan el fondo negro del cielo con
rayas de luz fosforescente.
Y en medio de aquella claridad amarilla se
agitan los vendedores que descargan de los ca-
rros su mercancía y la acomodan en la forma más
tentadora para el público. Á cada hora que pasa,
el movimiento es mas activo y crece continua-
mente, reforzado con nuevos carros cargados
hasta los topes.
84 SANSÓN CARRASCO
Desde el arranque de la gran avenida hasta la
boca-calle de Rio Negro, se instalan los puestos
á uno y otro lado, en mesas, en estantes, en el
suelo, sin desperdiciar una pulgada de terreno,
afanosos todos de colocarse lo más cerca posible
de la Plaza Independencia.
Los que más madrugan consiguen los sitios de
preferencia, mientras que los tardíos van que-
dando rezagados á los estremos, disputándose
los unos á los otros el derecho de ocupación, de
la que en gran parte depende el éxito de la venta.
Cuando el sol despunta por el extremo de la
calle, se encuentra ya con la feria instalada, llena
de movimiento y de ruido, tratando cada vende-
dor de atraer la atención de los compradores con
cornetas, músicas y pregones, realzando cada
cual su mercancía.
Á la derecha, como quien sale por la Plaza In-
dependencia, están instalados en primer término
los puestos de flores y plantas de jardín : las vio-
letas, reunidas en pequeños mazos, bañando sus
tallos en el agua para conservar su frescura ; ra-
mos abigarrados en que campean todos los colo-
rinches, desde el rojo escarlata de los claveles
hasta el blanco deslumbrador de las azucenas ;
plantas de camelia, con sus hojas barnizadas y
sus flores correctas, simétricas, formadas de pé-
talos persistentes que parecen tallados en már-
mol ; matas de pensamientos con sus florecillas
que remedan caritas de mico con ojos amarillos ;
plantas de jacintos, de entre cuyas hojas brota una
vara vestida de campanillas moradas , blancas,
rosadas, semejando caireles de torrecillas chines-
LA FERIA 85
cas ; jazmines del cabo, con sus hojas lucientes y
sus flores de azúcar ; naranjos enanos, vestidos
con su follaje de raso esmeralda, entre el cual
asoman los frutos redondos y dorados, al par que
las ramas superiores parecen cabezas de novias,
coronadas de azahares.
En frente, desde lo de Roselló hasta la zapate-
ría Franco- Española, la escena es menos poética,
pero en cambio más suculenta : jamones, chori-
zos, morcillas, madejas enteras de salchicha, y
toda suerte de embutidos de cerdo, despidiendo
cierto tufillo que despierta en el estómago ape-
titos porfiados, de esos que no se acallan hasta
que se ha satisfecho su deseo. Y al lado de los
salchichones, quesos de chancho, compuestos
con los menudos de la cabeza, variado mosaico de
trozos suculentos, envueltos en una capa de toci-
no blanco como merengue ; grandes ruedas de
mortadella incrustadas con pedazos de carne ro-
ja entre la mullida blancura de la grasa ; y presi-
diendo toda aquella variada esposición de man-
jares condimentados con los restos de sus mayo-
res, se ve un lechón entero, afeitado desde el ho-
cico hasta el rabo, los ojos fruncidos y la piel
arrugada, reemplazadas las entrañas con yerbas
aromáticas y especias perfumadas que dan á la
carne un sabor delicado .
Al lado de los chancheros, instala su tienda im-
provisada un librero de viejo, cuyos estantes re-
unen la más disparatada colección de autores y
de épocas : obras de Voltaireal lado de los discur-
sos de Bossuet; el Baroncito de Faublas, junto á
Abelardo y Eloisa ; un tomo de Don Quijote co-
86 SANSÓN CARRASCO
deándose con un Almanaque de Prieto ; entregas
sueltas del Correo de Ultramar ; un diccionario
taladrado por la polilla desde la A hasta la Z ; tres
de las. siete Partidas; y al lado- de todo esto, ro-
mances de amor, consejas de aparecidos, y cuen-
tos iluminados de la vida de Don Perlimplin y
del Cid. •
Mas allá siguen otra vez las plantas; plantas de
adornos para patios y salones,, sobresaliendo en-
tre todas las variadas especies de heléchos culti-
vados por Margat, desde el culantrillo, cuyas ho-
jas temblorosas parecen sujetas en alambres casi
invisibles, hasta las scyaiea exelsa, de delicado fo-
llaje que se abre como paraguas al extremo del
tronco esponjoso, entre cuyos húmedos resqui-
cios crecen las parásitas que lo visten.
En seguida hay un vendedor de jaulas y pája-
ros: cardenales con su penacho rojo y pecho
blanco, saltando con gallardía de un palo á otro,
y lanzando sus penetrantes silbidos ; canarios de
plumaje de oro, encrespada la garganta mientras
gorjean con trinos prolongados ; jilgueros con su
bonetito de terciopelo negro ; gorriones blancos
con picos rosados ; cotorritas de Australia plu-
madas de verde cardenillo y golilla dorada ; fede-
rales de pecho rojo ; mirlos negros de largo pico
amarillo ; siete colores de pecho anaranjado y ca-
beza azul ; tordos de pluma brillante oscura, con
cambiantes tornasolados ; calandrias, venteveos,
mixtos, chingólos y. otros cien ejemplares de la
raza alada, todos azorados con el bullicio, destro-
zándose contra los alambres de las jaulas.
En la esquina de Convención, un apretado gru-
LA FERIA 87
po de gente rodea un puesto que parece ser el
que más marchan tazgo reúne. Véndense allí pro-
ductos de la Colonia Suiza: queso, manteca, hue-
vos, tocino, jamones, y los vendedores no se dan
tiempo para atender á los numerosos pedidos
que les hacen. Rimeros de quesos enormes se
despachan en pocas horas al menudeo: á este una
libra, al otro dos, cinco al de más allá, y el ven-
dedor corta á ojo, armado de una afilada cuchilla,
teniendo rara vez que rectificar el peso, tan acos-
tumbrado está ya á calcularlo.
A su lado hay otro que vende cera, miel, pana-
les enteros, henchidas sus celdillas de transpa-
rente almibar, obra del más industrioso y disci-
plinado insecto. Más allá, otro espende confituras,
productos de repostería y pastelería, golosinas de
todo género, en torno de las cuales zumba una
turba de chicuelos, golosos como moscas, y co-
mo las moscas fastidiosos.
Este vende herramientas de acero : cuchillas,
navajas, chairas, tijeras, leznas, hoces, guada-
ñas, azadas, rastrillos, y cien utensilios más, gro-
seros, pero fuertes, que compran los labradores.
El otro espende obras de cerámica: ollas, fuentes,
sartenes, macetas, cazuelas, cacharros y tiestos
de toda forma, hechos de barro cocido. El de más
allá, comercia con baratijas de santurronería: ro-
sarios, coronas, medallitas con la efigie de todas
las vírgenes habidas y por haber, estampas, re-
liquias y demás chirimbolos del culto católico.
En la esquina de Arapey, rodeado de banderas
y gallardetes, se ve á un hombre rubio, parado
sobre una mesa, que gesticula y acciona como un
SANSÓN CARRASCO
condenado. Es un rematador ambulante que ven-
de toda clase de artículos de mercería, todo simi-
lor y chafalonía, imitación de todo : cobre con
apariencia de oro ; estaño con pretensiones de
plata ; vidrio que remeda el brillante, el topacio,
la amatista, el záfiro, según el color con que se
ha teñido ; composiciones que imitan el coral, el
carey y la nácar ; mil zarandajas que son pan pa-
ra hoy y hambre para mañana. El hombre vende
de todo y todo lo pondera ante el auditorio que
le rodea. — «Vamos á ver, señores : un juego de
botones para camisa ¡ cosa rica! ¡á ver ! ¿cuánto
ofrecen ? » Generalmente nadie ofrece nada, pero
eso no le importa al rematador ; él mismo le pone
precio, y sigue : — « Cuatro centesimos tengo de
oferta por la rica botonadura para camisa, ¿no hay
quién dé más? — ¡Cinco! dice una voz, y alentado
con ella el vendedor, sigue con mayor entusias-
mo: Cinco centesimos, señores, cinco, por la rica
botonadura ¡adelante!— Seis, seis centesimos,
¿ no hay quién dé más ? lo quemo por seis cente-
simos ! » Y todo esto lo dice á gritos, gesticulando
para convencer á todos de la baratura, accionan-
do con ademanes trágicos como si realmente fue-
se á consumar un sacrificio. Nunca falta en torno
del rematador callejero un grupo de lecheros que,
de vuelta ya de su reparto, se estacionan allí y
entre bromas y burlas compran todo lo que les
ofrecen : botones, espejos, peines, y otras frusle-
rías que ellos creen adquirir por poco más de na-
da, mientras el vendedor gana en cada una un
ciento por ciento sobre el costo.
Y á todo esto, la concurrencia crece, crece
LA FERIA 89
siempre, en continuo va y ven por ambas aceras ;
hombres que van á curiosear, mujeres que se
prestan á ser curioseadas, cocineras que com-
pran legumbres, patrones que se entretienen en
hacer ellos mismos la compra, seguidos de un
muchacho portador de una bolsa en cuyo vientre
van aglomerados coles, patatas, una yunta de
pollos, un conejo y otras vituallas para la comida
del Domingo, el día clásico en que se reemplaza
el no trabajar con el comer, el dia en que los bra-
zos descansan y el estómago suda para dijerir
todo lo que le echan.
Más allá, en las últimas cuadras de la feria,
están los verdaderos productores, pobres labrie-
gos que instalan sus productos en el suelo: mon-
tones de papas, á tanto el montón ; repollos de
hojas crespas y apretadas; coliflores con sus
tallos verdes plomizos ; lechugas frescas y loza-
nas como pámpanos ; rabanitos rojos atados en
mazos, con sus raíces blancas, largas y finas co-
mo la cola de un ratón ; zapallos de toda forma ;
remolachas, nabos, batatas, alcahuciles y demás
miembros de la larga y respetable familia de las
legumináceas, todo hacinado allí sobre las bolsas
en que venía encerrado y convertido después en
tapiz para exhibirlo bajo la vigilancia del dueño,
que porfía con las compradoras que á toda costa
quieren rebaja, y que, después de conseguirla,
acaban por pedir la Uapa obligada, consistente
en un puñado de perejil.
Donde las legumbres concluyen, empiezan las
aves de corral : patos, gansos, gallinas, pollos,
pavos , palomas ; maneados unos , enjaulados
•QO SANSÓN CARRASCO
Otros, todos tristes por el largo ayuno que sufren
desde la víspera, picoteando por distraerse entre
los resquicios del empedrado, buscando un gra-
no con la misma avidez con que un minero busca
una pepita de oro. Y á los animales de pluma, si-
guen los de pelo y cerda: conejos de ojos des-
piertos y oreja inquieta, rumiando los desperdi-
cios de legumbres embarradas que han logrado
alcanzar por entre las rejas del jaulón ; lechones
cebados, bolas vivientes de grasa, que apenas
pueden caminar, gruñendo cuando el vendedor
los levanta para mostrar el peso que tienen.
De otro lado se ven aves de estimación, ejem-
plares sobresalientes para la reproducción : ga-
ilos y gallinas brahmas, cada una grande como
un pavo, vestidas de plumas hasta en las patas,
que parece que llevan pantalones de campana;
palomas-correos, de ala larga y cuello fino, ro-,
deados los ojos como cuentas de una carnosidad
blanquizca, la misma que á guisa de bigote lle-
van en el arranque del pico ; faisanes de gola es-
camada de oro y azabache, rojo el pecho y ator-
nasolado el hermoso plumero de la cola ; gansos
de cuello largo, vestidos de arfniño, anaranjados
el pico y las patas, graznando con voz destempla-
da cada vez que alguien se acerca á mirarlos.
A las nueve de la mañana, la feria está en su
auge : por todos lados movimiento, bullicio, gri-
tos, cantos de pájaros, cacareos de gallina, gru-
ñidos de cerdo, y dominando todos los ruidos, la
voz del rematador que grita : — «¿No hay quién
dé más ? Se vá, señores, se va la rica botonadura
de camisa, por cinco centesimos ! »
LA FERIA 91
Los que vienen de misa y van á misa pasan por
la feria ; á la feria van ios que tienen novia ó la
buscan ; allí hay de todo : flores frescas y caras
bonitas; pájaros de vistoso plumaje y mujeres de
elegante porte ; por allí desfila todo el Montevi-
deo madrugador y todo el Montevideo devoto, y
todo lo que sale á la calle con cualquier pretesto,
así es que las anchas aceras de la calle 18 de Ju-
lio son pequeñas para dar paso á la corriente hu-
mana que va y viene en continuo hormigueo.
Aquí un ciego que canta ; allí un individuo que
imita el canto de los pájaros ; allá uno que prego-
na cigarrillos y fósforos ; éste que ofrece las vio-
letas frescas ; aquel que encomia la baratura de
sus artículos ; el otro que anuncia que se le aca-
ban los ricos pasteles ; y todos porfiando por ven-
der con más ahinco á medida que el tiempo avan-
za y se acerca la hora de terminar la venta, las
once de la mañana.
Cuesta hacer levantar los puestos á los vende-
dores, tanto como cuesta hacer levantar de la ca-
ma á los muchachos remolones: dan vueltas,
guardan la mercancía todo lo más lentamente que
pueden, se dejan estar con los compradores de
última hora para dar tiempo á que lleguen otros,
pero al fin los policianos activan el desalojo, y de
todo aquel encumbramiento de plantas, de flo-
res, de legumbres, de condimentos, de pájaros,
de animales y de aves, no quedan más que los
desperdicios inútiles, pisoteados, enlodados, has-
ta que los barrenderos borran ese último vesti-
gio del activo comercio matutino y vuelve la calle
á quedar limpia y despejada.
92 SANSÓN CARRASCO
Ciérranse las puertas de las tiendas y almace-
nes por mayor, donde los dependientes y sus
amigos se instalan para presenciar el animado
desfile de la mañana, comentando entre mate y
mate la gracia de ésta ó la belleza de la otra ; los
balcones se despueblan de las familias que desde
allí presencian el bullicioso espectáculo, y todo
vuelve á su orden, mientras los pesados carros de
basura van recogiendo los restos que ensucian
el empedrado.
Una hora más tarde, la calle vuelve por un mo-
mento á reanimarse, no ya por la feria de aves y
verduras, sino por la exhibición de lo que Mon-
tevideo tiene de elegante y hermoso en sus hijas,
que, según el decir de los de afuera, son las más
hermosas y elegantes mujeres del mundo.
Estas ferias comenzaron el año 77 por iniciati-
va de la Comisión de Agricultura .... Pero, ya
son las once, y á esa hora es preciso levantar el
puesto. Levanto pues el mío, y si quieren saber
lo que me queda por despachar, aguarden mis
lectores siete dias más, pues, como se sabe, solo
los domingos hay ferias.
Julio 23 de 1883.
LA BASURA
O hay un grito más destemplado ni más
inoportuno que el del basurero. Deja és-
te el carro en el estremo de la cuadra, re-
corre en seguida ambas aceras, golpean-
do con fuerza en los llamadores, y colocándose
la mano en la boca, á guisa de bocina, grita en
cada puerta :
— ¡ Sura !
Estos son los más civilizados. Los otros dan
un grito cavernoso, ininteligible, algo como un
rugido que penetra por el zaguán, retumba en
los patios y va á morir allá en la cocina, en uno
de cuyos rincones yace por lo general el cajón de
la basura, parecido al féretro de los hospitales,
que sirve para trasportar los muertos de hoy y
vuelve en seguida para llevar los de mañana. Las
94 SANSÓN CARRASCO
casas acomodadas tienen generalmente un cajón
reforzado, presentable, hasta decente si se quie-
re, si es que cabe decencia en un receptáculo de
basuras; pero los cacharros más en voga para ese
uso son las latas de kerosene, los tachos desven-
cijados, que se ven todas las mañanas en el bor-
de de las aceras, listos para recibir la visita del
basurero, atestados de toda clase de desperdicios:
trapos, papeles, legumbres, huesos y todas las in-
mundicias que la prolija escoba se entretiene en
recojer durante el día, desde la sala hasta el últi-
mo rincón de la casa.
En el cajón de la basura puede estudiarse la vi-
da Intima de cada familia : lo que come, lo que
gasta, lo que despilfarra, lo que ahorra, lo que
trabaja y lo que viste. Es como el índice de la vi-
da interior, el sumario de lo que ayer se hizo, el
libro diario de la casa. Si los basureros fuesen
observadores, acabarían por conocer á fondo á
todos los habitantes de la ciudad, -interiorizándo-
se en sus usos, en sus vicios ó en sus virtudes,
con solo prestar un poco de atención á lo que sa-
le de cada cajón de basuras al vaciarlo en sus
carros.
Hasta las diez de la mañana se ven por las ca-
lles, alineados en el cordón de las aceras, los ca-
jones de la basura, humeando los vapores de la
fermentación, que se elabora dentro de sus vien-
tres inmundos.
Los primeros que registran las basuras son los
perros callejeros, esos pobres perros que no tie-
nen amo, perros anónimos, comprendidos bajo
la denominación genérica de pichichos^ chupados
LA BASURA 9^
de verijas, con el cuero sobre las costillas, las pa-
tas flojas, la cola embarrada, que van de un ca-
jón á otro á caza de gangas, mirando recelosos á
todos los que pasan, como temiendo que cada
uno sea el dueño de lo que ellos van á tomar, so-
portando con resignación los reconocimientos
insolentes de los mastines de casa rica, y hasta
huyendo ante los ladridos de los falderillos; ¡tan
cierto es que la miseria acobarda aún á los más
fuertes!
El perro callejero conoce al basurero y le teme.
Por eso va siempre delante de él, á una distancia
prudente, para huir á tiempo antes de que le
alcance el zurriagazo que á cada instante le ame-
naza, cuando no temeroso del perro del basurero,
que va debajo del carro, como custodiando la
mercancía de su patrón.
Sin saber á qué atribuirlo, he notado que la
mayor parte de los basureros son cojos, derren-
gados, chuecos, y si no lo son, lo parecen. Ellos
tienen su sastrería ea el carro; sus trajes son
siempre abigarrados, remendados con retazos
desiguales en calidad y en color; en la cabeza
sombreros contrahechos, sin alas unos, y con la
copa espanzurrada otros; en los pies, desparejo el
calzado, una bota en el izquierdo y un zapato en
el derecho, uno de charol y otro de becerro, pren-
das todas encontradas al vaciar el cajón. Cuando
logra dar con un par completo, lo cuelga en la
trasera del carro, y los sombreros que hcilla los
ensarta en las estacas.
El basurero va siempre provisto de una lata y
de una bolsa. En esta echa todas las hojas de co-
96 SANSÓN CARRASCO
les, de repollos, de lechugas y coliflores, los pe-
dazos de pan y los manojos de pajas que encuen-
tra entre las basuras, destinado todo al alimento
. de sus muías, esas muías éticas, descoloridas,
clásicas, de los carros basureros, que se paran
cada diez varas para dar tiempo á que el amo va-
cie los cajones, entreteniendo sus ocios en reco-
ger con la geta estirada las hebras de paja dis-
persas en el empedrado, hasta que el basurero,
habiendo cargado todo lo que quedaba atrás, las
hace andar de nuevo con un « ¡arre china! » acom-
pañado de un planchazo en la escuálida anca,
dado con la pala que le sirve para recojer los res-
tos que caen á la calle.
La lata le sirve al basurero para acarrear la ba-
sura de adentro de algunas casas que, por no te-
ner servicio ó por rubor de exhibir sus desperdi-
cios, pagan una propina para que los saquen. Y
asi, de cuadra en cuadra, se va llenando el carro,
hasta quedar atestado. El basurero trepa enton-
ces sobre aquel hacinamiento de inmundicias,
las aplasta con los pies, las comprime, hasta que
reduce su volumen para seguir echando un cajón
tras otro, sin apartar nada más que las escobas
y plumeros viejos, que entierra por el mango en-
tre los despojos de sus propias víctimas.
Cuando ya no cabe más, el basurero lleva el
carro hasta la estación del tranvía á los Pocitos,
y allí descarga todo el contenido en unas grandes
zorras, que más tarde trasportan aquella mer-
cancía putrefacta al gran depósito situado allá,
en las afueras, á orillas del mar, á espcildas del
Cementerio del Buceo.
I^\ BASURA 97
¿Qué se hace del contenido de los setenta ca-
rros de basura que día á día salen de Montevi-
deo? Confieso que nunca se me había ocurrido
averiguarlo, pero, curioso como soy por instinto,
se me ocurrió ayer saber qué se hacía de lo que
la ciudad desperdicia, y sin darme largas para
salir éc la curiosidad, ayer mismo tomé el tran-
vía y me fui al paraje en que se deposita la in-
mundicia.
El día era espléndido, había polvo de oro en la
atmósfera. El mar parecía un pedazo del manto
azul del cielo echado sobre la tierra; los médanos
blancos *de los Pocitos brillaban como si sus are-
nas estuviesen sembradas de pequeños prismas
de cristal. Una alfombra tupida de trébol vestía
todos los potreros, y las vacas, indolentemente
echadas, rumiaban aquella yerba, con los ojos en-
tornados, como si les lastimase el esceso de luz
que doraba todo el paisaje.
El tranvía me dejó en la puerta del Cementerio
del Buceo, cuya soberbia entrada contemplé por
algún rato, extasiado ante la lozanía de aquellos
pinos que frangean su gran calle central, y el
apacible silencio que reina en aquel recinto, pobla-
do por miles de habitantes que no hablan, ni
rien, ni lloran, ocupados todos en nutrir á la tie-
rra con su savia, devolviéndole así el capital con
que se alimentaron mientras vivían. Perdonará
el lector que pase de largo por el Cementerio del
Buceo, porque si entro no tendré tiempo de lle-
gar alas basuras.
Seguí, pues, todo á lo largo de la tapia, reco-
rriendo un trecho de unas tres cuadras, y al llegar
i. c. 7
98 SANSÓN CARRASCO
á la esquina . . . ¡ horror ! me encontré en el reino
de la inmundicia, vasto, hediondo, con montañas
de desperdicios y abismos de porquería, flotando
sobre toda la superficie una atmósfera de vapores
agrios que temblaban á la luz del sol con rever-
beraciones que mareaban la vista. Y en medio de
toda aquella inmundicia, como dueños absolutos
de aquellos pestilentos dominios, centenares de
cerdos, gordos, ufanos, orgullosos de verse ense-
ñoreados de tanta porquería, en la cual se revol-
caban y hozaban con sus prolongados hocicos,
como gozándose en revolver la podredumbre.
Y juntos con los cerdos, hombres, hoáfeindo co-
mo los cerdos entre la basura, disputándose con
ellos las piltrafas. Nada se desperdicia allí ; todo
se clasifica y colecciona separadamente : aquí los
huesos, allí los vidrios, allá los trapos, más lejos,
las latas, acullá los cueros, — todo prolijamente
entresacado de la basura que diariamente arroja
la ciudad como inútil desperdicio.
Las sobras de Montevideo dan todavía pie para
una industria, una industria productiva, que pro-
porciona trabajo á centenares de brazos y ali-
mento á numerosas familias, amén de la manu-
tención que aprovecha á un millar de respetables
y suculentos cerdos.
Yo creía haber visto chanchos, muchos chan-
chos, en mi reciente escursión á La Extremeña^
de que ya di cuenta á mis lectores, pero declaro
que aquello no da una idea de lo que son esos
interesantes animalitos. Aquellos cerdos duer-
men en chiqueros aseados, comen maíz en limpios
pesebres, y retozan en potreros pastosos. Son
LA BASURA 99
chanchos acicalados, lavados y peinados, despoe-
tizados por la higiene. Estos otros que ayer vi son
los chanchos verdaderos, al natural, sin hoja de
higuera, sucios desde el hocico hasta el rabo, co-
miendo entre la inmundicia, bebiendo entre el
fango, durmiendo entre la porquería, enamorán-
dose en medio del hedor punzante que brota de
aquella fermentación pútrida, alimentada día á
dia con nuevos elementos de corrupción.
Es de verlos, echados al sol, con sus enormes
panzas enterradas en un barro negro, espeso,
mefítico, dilatados los agujeros del hocico como
para aspirar todas las emanaciones que se des-
prenden del inmundo lecho en que tan á su pla-
cer yacen. Allí, entre la porquería, están en su
elemento, como el pez en el agua, gruñendo de
placer, retozando con voluptuosidad allí donde
es más espesa y hedionda la inmundicia .
Apesar de la repugnancia que aquello me in-
fundía, quise verlo todo, pues ya que en ello es-
taba no era cosa de dejarlo á medio camino, y
eché á andar, atravesando de un estremo á otro
el país de la basura. Á medida que me iba inter-
nando, el hedor se hacia mas agrio y la atmós-
fera mas pesada. Millones de moscas zumbaban
entre la podredumbre, revoleteando con sus alas
transparentes, persiguiéndose unas á otras, ale-
gres y retozonas, á la luz del sol, que las calenta-
ba y activaba al mismo tiempo la fermentación
en que ellas encuentran su alimento.
Al estremo del basurero, el terreno declina rá-
pidamente hacia la playa, y en ese declive está
instalada la graseria, en cuyas tinas se echan to-
lOO SANSÓN CARRASCO
dos los huesos para sacarles la grasa que conser-
•van adherida : restos de pucheros y asados, ca-
parazones de aves, huesos de jamón, todos los
desperdicios de las cocinas, sometidos á la acción
del digeridor que les estrae la última partícula
grasicnta que les queda. Y al lado de la graseria,
y en los declives, y en la playa, cerdos y más cer-
dos, y siempre cerdos por donde quiera que se
mire, comiendo unos, tendidos á la bartola otros,
gruñendo todos, al verme, como enojados de que
pisase sus dominios una persona cuyo aseo era
una profanación á la inmundicia en que vivían
tranquilos y felices.
Desde aquella pendiente en que está situada la
graseria, se divisa un paisaje amplio, monótono,
pero con esa monotonía grandiosa del mar que se
junta allá en el horizonte con el cielo, confundien-
do ambos sus colores. La brisa no tenía fuerzas
para rizar siquiera la límpida superficie del agua,
y solo junto á la playa el va y ven de las corrien-
tes enrulaba esas olas* largas y mansas que mue-
ren sobre la orilla convertidas en espumas. A lo
lejos, al Este, blanqueba el caserío de la isla de
Flores, flotando al parecer en el aire, entre las
J>rumas azuladas que nacían del mar.
En torno todo era arena, festoneada la costa
con graciosas curvas, terminadas en promonto-
rios que se internaban en el agua. Al pié de la
graseria revoleteaba una bandada de gaviotas,
pescando á picotazos los pejerreyes y roncaderas
que acuden á comer los desperdicios que vomita
en el mar el caño de la fábrica. Al otro lado, por
sobre l^s tapias del cementerio, asomaban los
LA BASURA 1 01
penachos verdes de los pinos y casuarinas ; y por
detrás de mí, la basura, con sus emanaciones féti-
das, con sus cerdos, con sus millares de ratas
hambrientas y chillonas, anidadas en las mismas
entrañas de aquella montaña de inmundicias.
Aquí, un montón de frascos, predominando los
de Tónico Oriental, el bombástico regenerador
del cabello de Lanman y Kemp; allá, una pirámi-
de de botellas ; y más lejos un hacinamiento de
vidrios rotos, destinados á pasar nuevamente
por el soplete para salir convertidos en objetos
útiles.
En una inmensa lata yacen en revuelta confu-
sión cachivaches de bronce, cobre, y plomo :
pestillos de puertas, llamadores, boquillas de
lámparas, aparatos de gas hechos pedazos, bito-
ques, trozos de cañería y otras mil baratijas. En
sitio aparta están los fierros : llaves, clavos, tuer-
cas, ollas rotas, sartenes desfondados, flejes, pa-
sadores de puertas , cerraduras desvencijadas,
cien zarandajas más que no admiten clasificación.
Más allá, el zinc y la hoja de lata : pedazos de
planchas para techo, cajas de conservas, latas de
aceite, tarros de pintura y barnices, y todas cuan-
tas clases de envases de lata se fabrican, todo
abollado, hundido y agujereado.
En un campo vecino se secan al sol grandes
montones de trapos : recortes de terciopelo y re-
tazos de zarazas, pingajos de raso, tiras de gró,
andrajos de lana, de algodón, de hilo, todo re-
vuelto y confundido, destinado á la exportación
para Europa, en cuyas fábricas se convierten to-
dos esos desperdicios inmundos en hojas de pa-
102 SANSÓN CARRASCO
peí satinadas, guardadoras de secretos amoro-
sos, mensajeras de tristes ó risueñas nuevas, con-
denadas, después de haber llenado su misión, á
volver al cajón de la basura para ser nuevamen-
te pisoteadas por cerdos, realizándose en ellas la
sentencia bíblica que condena al hombrea volver
al polvo de donde salió.
Si yo tradujera aquí lo que cada uno de aque-
llos pedazos de trapo hablaba á mi imaginación,
tendría para tejer más de una historia, pero, feliz
ó desgraciadamente, no me da á mi por tales fan-
tasías, asi que, sin preocuparme mucho ni po-
90 de lo que decían aquellos restos de atavíos fe-
meniles, emprendí la retirada, abriéndome cami-
no por entre la muchedumbre de cerdos que po-
blaba aquella inmunda comarca, laboratorio
inmenso en que fermentan las sobras de la ciu-
dad, con desprendimientos de gases hediondos,
en cuyo ambiente pululan todos los repugnantes
engendros de la podredumbre.
Cuando salvé los límites del reino de la inmun-
dicia, díriji una última mirada para abarcar en
conjunto los detalles que dejo narrados.
No vi mas que cerdos, muchos cerdos, revuel-
tos con una veintena- de hombres, disputándose
unos y otros las piltrafas que desenterraban,
unos con sus garfios de fierro, y los otros con
sus hocicos puntiagudos.
Por todas partes, basura y mas basura, y allá
en el fondo de un barranco profundo, un haz de
luz clara, viva, con una aureola dorada como un
inmenso brillante engastado entre la inmundicia.
Era una lata de conservas, en cuya pulida lámina
LA BASURA
103
se estrellaba un rayo de sol rompiéndose en me-
nudísimas hebras de oro, como se rompe en hi-
lachas de plata un chorro de agua al caer sobre
el enlosado.
Agosto I." de 188^.
TIEMPO HÚMEDO
ARECE que hasta el meollo se enmohece
con tanta humedad. Todo es agua, arri-
ba y abajo, al Suc y al Norte, en la tierra
y en la mar. Se sueña con el sol, como
los enfermos sueñan con la salud, apreciándolo
en todo lo que vale después de haberlo perdido.
¿ Se habrá acabado para siempre el foco del
calor y de la vida? ¿Ha prestado su luz y sus ra-
yos á otros mundos lejanos? Algo de eso debe de
haber, porque hace ya una quincena que no le
vemos la cara. El luciente Febo, el rubicundo
Apolo, ha abandonado á la Tierra, su fiel adorada,
y anda en picos pardos con las estrellas. ¡Ingrato!
Con razón lloran las nubes sin cesar, pardas y
oscuras, desnudas de los atavíos de púrpura y
oro con que se adornan en los dias serenos.
Ya no hay alboradas de nácar ni tardes de opa-
I06 SANSÓN CARRASCO
lo. Las flores viven con la corola inclinada, llo-
rando las perlas líquidas que antes bebían en sus
cálices los rayos juguetones del sol naciente. Los
pájaros han olvidado la diana triunfal con que
saludaban la cascada de oro que se desbordaba
por el Oriente. El mar está turbio, ocultas bajo
un manto plomizo las escamas de luz que doran
su dorso azul en esos dias límpidos en que todo
sonríe.
Hoy todo está triste : el campo, el cielo, la luz,
los colores, los pájaros y las flores. Todo viste de
gris, el más monótono de los tintes, indefinido
como la niebla y aburrido como la lluvia.
En la calle no se ve ni un talle elegante, ni un
traje vistoso. Mirando las aceras desde una azo-
tea no se ven más que los paraguas de los tran-
seúntes : parece que la ciudad estuviese habitada
por tortugas que van y vienen bajo su enorme
caparazón negra y lustrosa. Los cocheros están
metidos entre el cuello de sus capotes y las alas
gachas de los sombreros, por donde corre el
agua como por el alero de un tejado ; los changa-
dores, cubiertos con una bolsa á guisa de caperu-
za ; los policianos, embutidos en los umbrales de
las puertas, guareciéndose de la lluvia ; y todas
las bestias del tráfico escurriendo agua, como las
cornisas, como los árboles, como todo lo que es-
tá espuesto á la intemperie, semejando los alam-
bres del telégrafo sartas de brillantes colgadas en
el aire.
I Qué aburrida es esta lluvia constante, que no
mete ruido, ni forma arroyuelos, ni se derrama
en cascadas imponentes ! No hay alternativas ;
TIEMPO HÚMEDO IO7
ni relámpagos que cruzan el cielo con rayas de
fuego, ni descargas de truenos retumbantes, ni
zumbidos de rachas que desgarran las nubes en
girones y desmenuzan el humo en la boca de los
caños.
Ahora todo es monótono y sombrío, sin un
rasgón en el nublado por donde se vislumbre una
esperanza de cambio. El viento sopla manso del
Sud, trayéndonos las nubes cargadas de hume-
dad y de frío condensado en la región de los hie-
los eternos ; y un día tras otro día, amanecen to-
dos iguales, mudos y tristes, sin gorjeos de aves,
ni susurros de brisa, ni pinceladas de grana tra-
zadas en las fajas de los siraius matinales por el
gran pintor de la naturaleza.
¿ Hasta cuándo vamos á estar privados de la luz
y del calor que necesitamos todos los que vivi-
mos, tanto nosotros como las plantas, como los
pájaros y los insectos?
Yo sueño con el sol, como se sueña en la au-
sencia con un ser querido, recordando sus sonri-
sas, sus palabras y sus caricias. Me parece que
le veo rebosando por el horizonte como si una
avenida de luz inundase la tierra, lanzando sus
rayos horizontales como un abanico de finísimas
varillas de oro reunidas en su extremo por un
inmenso rubí. Primero, saltan los rayos por to-
das las alturas, se meten por los cristales de los
miradores, doran los azulejos de las cúpulas de
las iglesias, y juguetean entre la copa de los ár-
boles ; son como las guerrillas avanzadas de un
ejército de granos de oro, que salen á la descu-
bierta y ocupan todas las posiciones elevadas.
loS SANSÓN CARRASCO
Después bajan á las hondonadas, despiertan á
las gotas de roclo que se asoman temblorosas á
la corola de las flores en cu^^o cáliz dormían ; per-
foran el foUage de los árboles con flechas doradas;
sorprenden á los pájaros acurrucados entre las
ramas ; entreabren los tules de brumas que flo-
tan sobre los arroyos como el vaporoso cortinado
del lecho de una virgen : y triscando entre la yer-
ba se filtran por todos lados, inundando las lomas
y los llanos, mientras flota sobre el horizonte la
enorme burbuja de luz, y se desprende de la red
de vapores que la envuelve para emprender su
ascensión por el éter azulado.
Todo es alegría, todo luz, todo colores, todo
canto, todo armonía. El sol es como la batuta que
da la señal para que empiece el concierto de la
vida. Trinos de pájaros, aleteos de insectos, ro-
ces de ramas, susurros de brisas, todo contribu-
ye á la gran sinfonía de la naturaleza, descollan-
do las notas altas del canto de los gallos, los ecos
agudos de los clarines de los cuarteles, y los sil-
batos penetrantes de los talleres que llaman á los
obreros al trabajo.
Después llega el sol al cénit, donde parece que
se detiene para abarcar todo el paisage que él
mismo ha pintado con su brocha de luz. La tierra
está en plena vida haciendo germinar en su seno
todas sus riquezas ; la ciudad se agita en bullicio-
so movimiento, bañadas sus calles por el sol que
cae desde arriba desmenuzado en polvo de oro,
en el que bailan miriadas de corpúsculos como
puntos chispeantes.
La gente sale á tomar el sol, las puertas se
TIEMPO HÚMEDO IO9
abren para que el sol entre por todas partes, al
sol se sientan los enfermos para que los reanime
con su calor, y todo lo preside el sol desde su alto
trono, hasta donde llegan los ecos del himno que'
en su honor entona todo lo que vive.
Y más tarde, cuando, recorrida ya la curva que
traza en su camino, llega al Poniente, se detiene
otra vez como para despedirse de la naturaleza.
Ya no es una burbuja de oro, rodeada de una
aureola relumbrante, sino un inmenso disco rojo
que tiñe de carmín las franjas de los cumulus tras
de los cuales va á ocultarse.
Los cirrus blancos que como guedejas de al-
godón flotan allá arriba, se coloran de rosa, y á
medida que el sol desciende, van pasando por
todos los matices que median hasta el rojo pur-
pura.
Un momento después, la cima del Cerro re-
lampaguea entre una bocanada de humo blanco
y espeso, se oye una detonación sorda, y como si
aquello fuera una señal de duelo, se arrían apre-
• suradamente las banderas de los buques y de los
edificios públicos, las nubes se destiñen cubrién-
dose con un ropage gris, y toda la naturaleza que-
da en silencio. El sol se ha puesto. La noche es
un entreacto en el concierto de la vida.
Yo recuerdo todo eso como requerda el pros-
cripto los placeres de su hogar, retratándome to-
dos los detalles de un día de sol como temeroso
de no volver á ver otro. ¿Cuantos dias hace que
desapareció por última vez envuelto entre celajes
de grana por detrás de la falda del Cerro ? Ya no
me acuerdo ; lo único que sé es que me parece
lio SANSÓN CARRASCO
que hace un año que vivo sin luz, sin colores, sin
cielo azul, ni mar recamado de oro.
Sufro nostalgia de sol. Su ausencia me entris-
tece ; me fastidia vivir entre los crespones grises
de la niebla.
Y sigue lloviendo, lloviendo con una monotonía
insoportable, emperradas las nubes, como se em-
perra un muchacho llorón que gimotea horas y
horas en el mismo tono.
Ya no hay transiciones de sombra y de luz.
Ahora todo es media tinta : gris en el cielo ; gris
en el mar ; gris en la atmósfera húmeda que nos
rodea.
Ya no sale el sol después del nublado. Post
nubila. . . . nubila!
julio 1 1 de 1883.
MISERICORDIA CAMPANA
ODO Montevideo le conoce ; como que ha
sido el hombre que mas ruido ha metido
en cuarenta años, largos de talle, desde
el puesto que ocupaba, el más elevado,
sin duda, de los que puedan ocuparse en esta fa-
mosa ciudad de San Felipe y Santiago.
Nadie que no le conozca podría decir que aquel
moreno patizambo y contrahecho ha sido, y es,
la personalidad más sonada y repicada de las que
han pasado por el escenario de la vida pública, y
ninguna tan pública como la suya, pues la ha
exhibido á los cuatro vientos y en parage donde
no podía ocultarse álos ojos de cuantos quisieran
curiosear todos sus movimientos.
Más que arduo de resolver es el problema de
saber si Misericordia, como el resto de los morta-
les, pasó por las estaciones de la vida precursoras
112 SANSÓN CARRASCO
de la vejez, pues ni los más empolvados archivos,
ni los más antiguos cronistas hacen memoria de
que alguna vez fuese mozo el hoy decano de los
sacristanes.
Según él, nació en Pernambuco, de vientre li-
bre, y se crió en el convento de San Francisco,
donde dice que recibió su educación, que debió
ser escasa y mezquina, pues el hecho es que el
discípulo de los Reverendos Franciscanos jamás
conoció la O por redonda, ni para leída ni escri-
ta, por donde se verá que, ó era el alumno muy
torpa, ó se cuidaban más los maestros de sus re-
fectorios y aleluyas que de hacer silabear al ne-
grillo .
Pero, como no era cosa de mantenerle para que
creciese holgazaneando, determinaron los Reve-
rendos ponerle al servicio de la santa casa, y le
destinaron al campanario, donde bajo la direc-
ción de un consumado maestro empezó nuestro
Misericordia á menear badajos á más y mejor,
hasta que llegó á ser un verdadero artista en todo
lo que al arte campanólogo concierne.
Qué motivos tuvieron los Reverendos Pernam-
bucanos para deshacerse del negrito Ambrosio,
que asi se llamaba, es cosa que nadie sabe, pero
parece que fué por algo de que él no quiere acor-
darse, como no quería Cervantes recordar el nom-
bre del lugar de la Mancha en que nació el héroe
de su libro.
Ello es que un buen día le embarcaron en un
bergantín que levaba anclas para el Plata, y otro
mejor llegó á estas playas, sin más bagaje que su
habilidad, que no fue poco, pues ella le libró de
MISERICORDIA CAMPANA II3
montar guardias y entrometerse en otras pelleje-
rías que eran por entonces el pan de cada día, co-
mo que fué en los primeros tiempos del Sitio
Grande, en que la línea era todo el día un po-roró,
desde el mirador de Suarez hasta el de Pereyra.
Tampoco recuerda Misericordia cómo vino á
caer bajo la dependencia del presbítero don José
Benito Lamas, Cura de la Matriz á la sazón, pero
él asegura que durante su curato fué cuando hizo
oir por primera vez sus dobles y repiques apren-
didos en el Convento de San Francisco, en Per-
nambuco.
Dice Misericordia que cuando llegó tenía 22
años, y que hoy tiene 90, pero es fuera de duda
que esa cabeza no anda bien, pues la suma de los
veintidós con los cuarenta que van corridos des-
de el comienzo de la Guerra Grande, daría ape-
nas un total de 64 años, edad á todas luces apó-
crifa é inadmisible: de donde se desprende que
tenía más cuando vino, ó que llegó mucho antes
de que don Manuel Oribe despertase á los azora-
dos habitantes de esta ciudad con aquellos 21
cañonazos con que inauguró el sitio.
Sea de ello lo que fuere, el hecho incuestiona-
ble es que Misericordia, •si no ha llegado al siglo,
raspando le anda, como lo atestiguan sus acha-
ques y sus canas que, por un fenómeno inexpli-
cable, no son blancas como las de la generalidad
de los mortales, sino verdosas, tinte que él atri-
buye al uso y abuso que ha hecho de la yerba
mate, lo cual puede servir de base á la ciencia
para investigar si efectivamente puede influir el
cimarrón en el color del cabello .
114 SANSÓN CARRASCO
Ahí está el fenómeno y todos pueden compro-
barlo para que no se diga que miento. Juzgándo-
le por el píílo, puede decirse de Misericordia que
está ahora en sus verdes años. Contra él se estre-
llan y desbaratan todas las metáforas y circunlo-
quios con que la imaginación ha querido poetizar
los destrozos del tiempo. La nieve de los años, la
escarcha de la vejez, y todos los símiles de ese
género, rebotan en la cabeza de Misericordia co-
mo contra una valla insuperable. Habría que
apelar á la metáfora vegetal para hablar con pro-
piedad de las canas del buen moreno.
Su nombre primitivo de Ambrosio es desco-
nocido para la generalidad. El apodo de Miseri-
cordia le viene de su invariable costumbre de sa-
ludar á todo el mundo, diciendo en su media
lengua:
—¡Misericordia, señó !
Debe este negro tener larga historia, y su me-
moria debería ser un depósito inagotable de
anécdotas é incidentes curiosos, pero, desgracia-
damente para mi, ha caído en mis manos cuando
ya los años le han tapiado los oidos y perturbado
los recuerdos á tal punto que es necesario valer-
se más de la m'mica que de la palabra para des-
pertarle las ideas.
Pero todo lo que tiene de lerdo y apagado para
contestar á lo que se le pregunta, tiene de listo y
despierto para hablar de sus campanas. Se le avi-
van los ojos, se le dilatan las narices, se vuelve
ágil y se relame con placer cuando cuenta la ma-
nera como debe repicarse en tal ó cual solem-
nidad.
MISERICORDIA CAMPANA II5
En el continuo trato con las campanas ha lle-
gado á considerarlas como seres que viven y ha-
blan, y sus metálicos ecos los ha traducido al len-
guaje común, creyendo de buena fé que los bron-
ces dicen aquello que él se ha forjado á fuerza de
oírlos.
Las grandes festividades de la Iglesia las so-
lemniza Misericordia con el repique que él llama
de San José, y cuyo compás lleva bailando á sal-
tos, mientras que con las manos agita los bada-
jos, y canta al mismo tiempo : « ¡San José — cabe-
za me duele I ¡ San José — cabeza me duele ! ¡ San
José — cabeza me duele ! »
¡Es de verle, tocando este repique en seco! Sal-
ta y gesticula como si estuviese en el campana-
rio, imita el sonido de todas las campanas, y tra-
duce los sonidos, esplicando que, mientras la
mayor dice con sus notas graves : «¡San Josél» la
chica, con su vocecilla aguda repite : « cabeza me
duele — cabeza me duele I »
Otras veces, cuando se trata de funciones de
media gala, dice él que toca el repique del vintén,
que es mucho menos complicado que el de San
José.
€ ¡ Manuel Vintén ! ¡ Manuel Vintén ! ¡ Manuel
Vintén ! » dicen las campanas con invariable mo-
notonía, solo interrumpida por algún floreo que
de cuando en cuando se permite el artista para
mostrar su habilidad, que es consumada, pues se
jacta de haber aprendido, en una sola lección que
le dio un correntino, el repique llamado la garúa
y que le esplica cantando:
Il6 SANSÓN CARRASCO
chachachán, —chachá, .-chacháncha
chachachán— chachá— chacháncha
sin haber logrado todavía traducir al lenguaje co-
mún lo que la tal garúa dice.
Otra de las particularidades de su vida, que Mi-
sericordia oculta, es el motivo de su retiro de la
Matriz, en cuyo campanario ejercitó por más de
treinta años los toques que aprendiera de su
maestro pernambucano. Allí repicó él mucho
antes de ser rebocada la iglesia, cuando cada uno
de los agujeros abiertos para colocar los anda-
mios era una guarida de aquellas lechuzas y
murciélagos que salían entre dos luces á revolo-
tear en torno de las torres, y que después de
Animas empezaban á chistar á los transeúntes
con ese fatídico ssssch que, según las viejas, es
pronóstico de muerte.
Dicen las malas lenguas que la causa de la des-
pedida del moreno fué el haberse permitido dar
un baile á son de órgano en el pequeño vestíbulo
de la escalera que conduce al campanario. Otros
dicen que fué su amor á San Francisco, bajo cuya
educación se había criado, el que le llevó al nue-
vo Templo de aquel Santo; pero, ya sea lo uno ó lo
otro, ello es que algo debe haber en la cosa, por-
que Misericordia se expresa en términos que lle-
gan hasta el descomedimiento cuando habla de
su antigua iglesia.
Por de pronto, tiene el más profundo despre-
cio hacia los actuales campaneros de la Matriz .
nEsho napotitano iompetay dice él con su lengua
de trapo, que no she ocupa ma que de gana vintene,
y que rompe una campana cada shemana,»
MISERICORDIA CAMPANA II7
Esto de las roturas, sobre todo, le indigna. Se-
gún el, en todo el tiempo que estuvo en la Matriz,
las campanas no han tenido ni un dolor de cabeza
por culpa suya : m Ninguna ha fallecido en mis ma-
nos,^ decía el moreno con orgullo, siempre con
su tema de considerar á los bronces como seres
vivientes.
—Yo subo al campanario un cuarto de hora an-
tes de empezar el repique, me decía muy serio,
preparo mi instrumento, y en cuanto suena la ho-
ra, ya empiezo, dele que dele, y toco como es de
regla; no como esos napolitanos, que hacen lo que
les parece. Hoy (era sábado), cuando yo recién
estaba en el segundo repique, ya ellos habían to-
cado el tercero. Y al decir esto hacía una mueca
despreciativa, como diciéndome : «Vea usted que
diferencia va de mí á ellos.»
Y siguiendo en sus esplicaciones, me decía que
cuando se ha repicado un rato, no se puede to-
car la campana ni con la punta del dedo, porque,
como está caliente, la menor impresión de frío
puede hacerla estallar. ¡Y con qué gravedad hace
Misericordia estas esplicaciones ! Parece que en
ese momento desempeña el profesorado en ma-
teria campanóloga, tal es la gravedad y proso-
popeya con que se espresa.
Ahí donde ustedes le ven, tan negro y tan feo,
han de saber que ha tenido sus devaneos amoro-
sos y hasta llegó á uncirse al yugo del Himeneo,
sugeto al cual vivió por espacio de veinte y más
años, hasta que la Parca le libertó de la coyunda.
Pero no por eso escarmentó el moreno , y vol-
vió á las andadas, solo que, como era tan vaquea-
Il8 SANSÓN CARRASCO
no en la iglesia, se casó por los fondos, tal vez pa-
ra probar si el matrimonio contraído por detrás
de la iglesia daba mejores frutos que el celebrado
por delante.
De los vastagos que tuvo, ninguno hizo huesos
viejos, y á los dos les acompañó hasta la tumba
desde su campanario con fíinebres dobles, que
traducían el dolor del pobre moreno según eran
de melancólicos y descompasados. Nunca tocó
sus campanas con más tristeza ni fervor.
Años atrás, desempeñaba en la Matriz múlti-
ples ocupaciones. En los momentos que le deja-
ba libre el campanario, desde la misa de alba has-
ta el toque de Animas, se ocupaba del aseo de la
iglesia. Él sacudía con mucho cuidado las vene-
rables imágenes de San Felipe y San Luis ; arre-
glaba los pliegues del manto de la Serenísima
Virgen ; le peinaba la lana al perro de San Roque;
acomodaba convenientemente la florida vara de
San José ; y de cuando en cuando sacaba á venti-
lar el asno, la vaca, las ovejas y los pastores con
que armaba el retablo del nacimiento de la Pas-
cua de Natividad.
Pero donde se esmeraba y ponía toda su proli-
gidad era en el altar de San Benito, representan-
te de su raza en los dominios del Reino Celestial.
Allí era el tener siempre los floreros adornados, y
el no faltar una vela, y el cuidar del paño del altar
como si de finísimo oro fuese tegido, y el atender
á que todo estuviese reluciente y primoroso.
Más de uno y más de dos de los reales con que
las devotas le compensaban el cuidado de sus si-
llas, los aplicaba al adorno de su altar favorito, y
MISERICORDIA CAMPANA II9
era su mayor gloria poder obsequiar á su santo
con un ramo de.perftimadas azucenas y adornar
los floreros con los mazos de alhucema con que
contribuían los viejos negros que á la puerta del
Mercado se ocupaban de la venta de raíces y yu-
yos medicinales.
De la noche á la mañana se hizo Misericordia
el héroe obligado de todas las funciones titirites-
cas. Tamaño desacato le puso fuera de sí en los
primeros tiempos, y más de uno de los perros
que furtivamente se metían dentro de la iglesia
sintió los efectos de la sobreexcitación en que vi-
vía el buen moreno desde que se vio arrastrado
de las alturas del campanario al tablado de un
mal teatro de títeres.
Misericordia Campana, campanero de la torre
de la Matriz, que así se llamaba el muñeco, era
un verdadero héroe en todos los dramas y trage-
dias en que tomaba parte. Él desfacía agravios,
protegía doncellas y viudas desamparadas, en-
derezaba entuertos, y siempre con tan buena
suerte y fortuna que, á diferencia del Manchego
Hidalgo, que allí donde se metía salía con algún
diente de menos ó algún tolondrón de más, no
metía el negro la pata en ninguna aventura que
no saliera de ella triunfante é ileso, mas que fue-
sen los ejércitos de Xerjes los que por delante se
le pusiesen. Todo era entrar en combate Miseri-
cordia, sin más arma que su cabeza, pues de ca-
poeira hería, y dejar el tendal de muñecos desea
labrados, con gran aplauso de los chiquillos y
niñeras, que á boca abierta y á moco tendido po-
nían sus cinco sentidos en las hazañas del negro,
120 SANSÓN CARRASCO
quedando con el corazón en un hilo mientras se
revolvía á cabezazos entre los malandrines y jaya-
nes que lo cercaban, hasta que la caida del último
follón les devolvía la tranquilidad, viendo á su
héroe quedar dueño del campo de batalla, sano y
salvo.
Pero, Misericordia en los títeres, no es asunto
para tratado así de paso, y no he de tardar en es-
cribir el capitulo aparte que merece, si es que al-
guna mejor cortada pluma no me releva de tan
ardua tarea.
Y dejando al muñeco y volviendo á mi negro,
ahí le tienen ustedes, apenas bosquejado en las
carillas que llevo escritas, culpa, no de él, sino
mía, que no supe trazarle en todos sus perfiles.
Quien quiera verle, no tiene mas trabajo que ir
á San Francisco, en cuyo campanario luce hoy
todavía las habilidades que aprendió en el Con-
vento de los Reverendos Franciscos Pernambu-
canos, bailando al compás de sus repiques al
sonde
¡San José— cabeza me duele!
¡ San José—cabeza me duele!
en las grandes festividades que solemniza la Igle-
sia, ó repitiendo con sus badajos en las fiestas de
menor cuantía, el
¡ Manuel Vintén !
¡ Manuel Vintén !
I Manuel Vintén !
que según él, dicen las campanas con su metálica
lengua.
Noviembre 21 de 1883.
EN EL MERCADO
LLÍ empieza el despertar de la ciudad.
Mientras todo duerme en el silencio del
último sueño, ruedan en dirección al
Mercado los carros cargados con verdu-
ras y aves, para abastecer los puestos en que más
tarde ha de venir á surtirse toda la población.
En medio de la luz gris de la madrugada, se
descargan los carros y se hacen las ventas de los
productores á los revendedores, vociferando, dis-
putando en una jerga cosmopolita compuesta de
todos los dialectos, y profiriendo palabras que
huelen á ajo y cebolla, como si fueran erutos de
una digestión de olla podrida.
Los carniceros dan la última mano á sus cuchi-
llos, rascándolos en las chairas hasta dejarlos cor-
tantes como una navaja ; los fruteros arreglan las
pilas de naranjas disponiéndolas como balas de
122 SANSÓN CARRASCO
cañón en forma de pirámide, que coronan con las
más sanas y vistosas para tentar al comprador ;
los pescadores hacen sus sartas de pescados pa-
sándoles un junco por las agallas, y los verdule-
ros ponen en orden las legumbres, dividiéndolas
en montones más ó menos grandes según el
precio.
Todo esto se hace á la luz de unos faroles con
los vidrios grasicntos y empañados, defendidos
contra los golpes por un enrejado que los hace
más opacos; por entre las callejuelas que separan
los puestos solo se ven los bultos oscuros é infor-
mes de ios que acarrean los canastos cargados ;
van con la cabeza encorvada y el andar inseguro,
espantando al pasar á las ratas que vagan en bus-
ca de alguna presa, y que huyen á saltos hasta
esconderse en las madrigueras en que pululan,
chillando con ese cmm, cm«, que hace crispar los
nervios á los menos delicados.
En la calle está estacionada la larga fila de los
carros conductores de las verduras.
Los caballos, con la cabeza agachada, tratan de
recoger con el labio las pajas y las hojas de coles
desparramadas en el empedrado. Los bueyes,
agobiados por el yugo, rumian con los ojos en-
tornados los restos de la última comida; y las
muías, con las largas orejas echadas hacia atrás,
tiran tarascones á sus vecinos, cediendo á su ins-
tinto que las lleva á ser malas y pendencieras.
En los cafés y boliches que rodean al Mercado,
iluminados con un quinqué cuyo resplandor
muere entre el humo que apesta la pieza, se aglo-
meran los conductores de los carros, sisando al-
EN EL MERCADO I 23
gunos reales de la ganancia para tomar la maña-
na antes de volver á la ruda tarea ; mientras en
la calle empiezan á aparecer los primeros com-
pradores que de todas direcciones vienen con la
canasta al brazo, marcando cada paso con una
bocanada de aliento que humea en el ambiente
fresco de la mañana.
La luz del día va poco á poco invadiéndolo to-
do hasta penetrar en los rincones, que son el últi-
mo baluarte de las tinieblas. — Las ratas retarda-
das en sus escursiones se apresuran á esconderse
en las cuevas, arrastrando por las losas del em-
pedrado la cola pelada y fría como una lombriz,
escapando á las persecuciones de los perros que
merodean esperando los desperdicios de las car-
nicerías.
Ya es de día por completo. La luna, sorprendida
por el sol, apaga sus luces y queda convertida en
una oblea pálida que mancha el azul del cielo.
De los ganchos de las carnicerías cuelgan los
cuartos de las reses, dorados por la gordura: y
ensartados por la canilla, penden los carneros,
marcados en los costillares con acuchillados blan-
cos como los de los jubones antiguos. Sobre
el mármol del mostrador están apilados los me-
nudos, las patitas con las pezuñas sonrosadas, los
mondongos semejando una esponja, los ríñones
con las grietas rellenas de grasa blanca; y sobre
hojas de col, los sesos blandos y sanguinolentos,
como una masa informe y gelatinosa.
Del otro lado las chancherías ostentan todos
los productos de la elaboración del cerdo. — Las
morcillas negras al lado de las lonjas blanquísi-
124 SANSÓN CARRASCO
mas de tocino; los chorizos enroscados; las cabe-
zas de puerco afeitadas, con los ojos cerrados
y las orejas rectas, rellenas con los residuos con-
dimentados, y largas cuerdas de salchichas enre-
dadas por todo el armazón del mostrador, lus-
trosas y húmedas como culebras. Colgado de un
garfio, se ve un lechón entero, blanco desde el
hocico hasta la punta del rabo, abierto el vientre
cuyos bordes muestran la grasa, ostentando el
cnvarillado de los costillares unidos al espinazo,
de cuyo estremo penden los dos ríñones envuel-
tos en una capa de sebo blanco. Por los dos agu-
jeros del hocico cae á intervalos una gota de
sangre oscura y espesa, formando en el suelo un
depósito sobre el cual se apiñan las moscas que
la beben con su enroscada trompa.
Mas allá están los pescados, estendidos á lo
largo sobre las mesas de mármol: los pejere-
yes blancos, frangeados los costados con una
cinta plateada; las corbinas barrigonas, con las
agallas rojas y picadas en los bordes como cres-
tas de gallos; las palometas chatas, con la cola
ahorquillada y la piel granulosa tornasolada de
acero; las anchoas con el lomo verdoso y el vien-
tre blanco, sudando la grasitud por entre las es-
camas; los congrios largos con la piel lustrosa,
colgando en un manojo como los ramales de una
disciplina; los bagres con sus bocas enormes,
adornadas de bigotes carnosos, y las rayas re-
dondas y planas con sus bordes cartilaginosos
que escurren las últimas gotas del elemento en
que se agitaron .
En el departamento de las verduras están las
EN EL MERCADO 12$
coles, con sus hojas inmensas y crespas, aljofa-
radas todavía con las gotas del rocío de la noche;
los alcauciles mostrando sus hojas moradas y
puntiagudas; los rábanos dispuestos en manojos
que parecen un ramo de capullos de rosa; las za-
nahorias con sus raíces anaranjadas ; los zapallos
con su cascara oscura y llena de berrugas, corta-
dos en tajadas que muestran la pulpa amarillen-
ta; las alberjas, los porotos, las habas, las remo-
lachas, de carne mordoré; las cebollas con su ca-
beza blanca coronada con una cabellera de raices;
ks lechugas frescas, recatando el cogollo, con su
alegre color verde-claro que contrasta con el plo-
mizo de las hojas carnosas de las coliflores . Aquí
montones de papas rugosas y contrahechas ; allí
pilas de batatas de corteza violácea ; allá atados
de tiernas acelgas y acullá mazos de peregil al-
ternando con la yerba-buena, el tomillo, la ruda,
las hojas de laurel y todas esas yerbas perfu-
madas que sirven para condimentar las salsas y
adobar los manjares.
A medida que la mañana avanza, crece el bulli-
cio y aumenta el va y ven de los compradores.
En un puesto disputa una criada porque le han
dado más hueso que carne; en el de enfrente se
queja otra de la carestía de las papas; aquella tan-
tea el peso de una )ainta de aves; aquesta pide pe-
rejil de yapa; esotra discute sobre si fueron tres ó
cuatro reales los que ayer quedó debiendo; y to-
das estas querellas y disputas forman un zumbido
continuo, en el que de vez en cuando se desta-
ca alguna palabrota de sabor pronunciado, que
126 ■ SANSÓN CARRASCO
los vecinos acojen y festejan con ruidosas car-
cajadas.
Allí viene el patrón de casa que no quiere de»
jarse engañar por la cocinera. — Él mismo viene á
la compra, va de puesto en puesto buscando lo
mejor y más barato, y concluye generalmente por
comprar lo peor y lo más caro. La carne le pare-
ce flaca, abombadas las corbinas, manidas las
aves, y dándose por conocedor de todo, solo sir-
ve de hazmereir á los puesteros y á su sirviente,
acabando por gastar el doble de lo que acostum-
bra dar para el mercado, sin llevar nada de pro-
vecho.
Don Polidoro es hombre que madruga; tiene
por costumbre ir al mercado, y por compañero
un perro de aguas amaestrado para llevar la ca-
nasta, sujetándola con los dientes por el asa. El
perro se llama Leon^ y para que el nombre no esté
reñido con la apariencia del animal, lo tiene tu-
zado de medio cuerpo, dejándole un penacho en
la punta de la cola y borlas en las patas. León va
muy ufano con su canasta, y don Polidoro no
pierde ocasión de hacer notar á todos que él es el
propietario de aquella monada. Va de puesto en
puesto haciendo sus compras, echa un párrafo
con cada marchantey y León, con su canasta en la
boca, le mira atento para seguir todas sus evo-
luciones.
Pero á veces suelen presentarse ciertos tropie-
zos imprevistos. Así, por ejemplo, mientras don
Polidoro va muy tieso del puesto de la carne al
de la verdura, León se ve asediado por tres ó cua-
EN EL MERCADO 1 27
tro perros plebeyos que á toda costa quieren re-
conocerle. Le rodean, le huelen dondj él no qui-
siera, y no le dejan dar un paso. Don Polidoro
da vuelta, se encuentra sin su perro, y empieza á
llamarle:
— ¡León! ¡León!
Pero el pobre perro no se atreve á dar un paso,
porque al menor amago que hace por juntarse
con su amo, los otros le gruñen.
— ¡León! ¡León! . . . ¡ Pichicho ! repite don Poli-
doro castañeteando con los dedos, pero León no
se mueve, y lucha entre la fidelidad que le obliga
á conservar la canasta en los dientes, y el instin-
to que le impele á tirar unos tarascones con la
geta fruncida para librarse de reconocimientos
altamente ofensivos á su decoro. Por último, don
Polidoro se decide á intervenir y libra á su León
de sus opresores repartiendo entre ellos enérgi-
cos puntapiés.
Mientras tanto, el Mercado está en plena acti-
vidad. Las cocineras se codean en las callejuelas,
pasando de un puesto á otro; los cuartos de car-
ne van desapareciendo, quedando reducidos al
fémur cubierto de pulpa oscura; los carniceros
achan sobre el picadero las costillas y los cara-
cúes, y se oye tljrrrrr! jrrrrr! de las sierras que
muerden los huesos para trozarlas reses.
Las compradoras se retiran apresuradas, con
el cuerpo arqueado para contrabalancear el peso
déla canasta, cuyas tapas entreabiertas por el ex-
ceso de mercancía dejan ver el contenido, sobre-
saliendo de un lado los cogollos de los espárra-
gos, y colgando por el otro lado las hojas marchi-
128 SANSÓN CARRASCO
tas de las cebollas; llevando en la mano que queda
libre la sarta de pescados colgados por la boca,
con los ojos lechosos y apagados, y las aletas ple-
gadas contra el vientre.
Á medida que va el sol calentando, se van
amortiguando los ruidos y despoblándose los
puestos. Las lechugas pliegan las hojas marchi-
tas por el calor y pierden toda su lozanía ; los re-
pollos se arrugan faltos de la savia que los ali-
mentaba, el perejil dobla sus tallos, y toda aque-
lla naturaleza arrancada del seno de la madre que
la sustenta, se asfixia entre los olores nauseabun-
dos de los cuerpos en descomposición.
Los pescados pierden su flexibilidad y empie-
zan poco á poco á hincharse como preñados de
los miasmas que enjendra la podredumbre; las
corbinas pierden el rojo de las agallas, que se tor-
nan pálidas y blanduzcas, y las anchoas se derri-
ten manchando el mármol con los sudores oleo-
sos de su carne.
El lechón gotea la grasa revenida del tocino,
los chorizos traspiran su gordura á través de la
tripa que los envuelve, y las moscas se agrupan
sobre todo lo que huele, dejando depositados sus
embriones que se desarrollan y nacen en medio
de la corrupción.
En otro estremo, las aves que han escapado á
la olla ó al asado, están echadas una contra otra,
el pico entreabierto, el ojo triste, la cresta caiday
la pluma erizada, respirando fatigosamente aque-
jadas por la sed.
Más tarde, de lo que fueron puestos de verdu-
ras solo queda sobre las losas del empedrado un
EN EL MERCADO I2g
hacinamiento de hojas pisoteadas y de legumbres
descompuestas que hieden con olores agrios y
pynzantes. Los carros de la basura recogen todos
los desperdicios; los carniceros asean sus puestos
para recibir las reses que no tardarán en llegar;
los barrenderos limpian las calles desiertas ya, y
solo quedan en sus puestos los vendedores de fru-
tas con sus grandes pilas de naranjas, artística-
mente arregladas, las peras invernadas, frunci-
das y escuálidas como los pechos vacíos de una
vieja flaca.
El sol baña toda aquella gran despensa de la po-
blación, derritiendo todas las grasas y activando
la podredumbre de todos aquellos cuerpos muer-
tos, en torno de los cuales, aprovechando el si-
lencio y la soledad, merodean las ratas que pue-
blan el subsuelo del Mercado y minan todos sus
alrededores.
Octubre 15 de i^ís j.
1
LUIS MAZZANTINI
LIDIADOR DE TOROS
uÉ causas moverían á don José Mazzan-
tini, italiano, á emigrar á España, es co-
sa que no sé, ni viene al caso en este ar-
ticulo. Ello es que emigró y se estableció
en Bilbao, donde á poco andar alcanzó la plaza
de Jefe de Estación de ferro-carril, puesto que
desempeñó durante muchos años en la capital
de la provincia de Vizcaya.
Soltero salió de Italia don José Mazzantini, pe-
ro, si sus tendencias le llevaban al celibato, mal
hizo en meterse en un país donde las mujeres son
capaces de dar al traste con las más arraigadas
convicciones anti-matrimoniales. El hombre es
fuego, la mujer estopa, viene el diablo, sopla y...
¿qué ha de suceder.^ . . . Pues tal y cual le pasó á
don José: él de fuego, como buen italiano, las bil-
132 SANSÓN CARRASCO
bainas de una estopa reseca que arde sola ; vino
el diablo, sopló, y cátate aquí al Jefe de la Esta-
ción hecho todo un jefe de familia.
De esta combinación de fuego y estopa resultó
lo que era de esperarse, y el 10 de Octubre de
1856 el cura de Elgoibar, pueblecillo de la pro-
vincia de Guipúzcoa, anotaba en sus libros parro-
quiales : = « Hoy bauticé al niño Luís,*hijo legiti-
mo de don José Mazzantini, italiano, y de doña
Josefa Eguía, española, etc., etc. »
Luisito fué el niño mimado de la casa, y vuelto
Mazzantini á Bilbao, siempre en desempeño de su
empleo, puso al hijo en la escuela, y una vez com-
pletados sus estudios elementales, pasó al Insti-
tuto, donde continuóen las aulas hasta 1867, épo-
ca en que se trasladó á Italia, visitando Nápples,
Velletri, Frascati, y pasando por último á Roma,
donde residió hasta 1870. En esa época el joven
Luís Mazzantini regresó á España agregado á la
servidumbre del Rey don Amadeo en calidad de
caballerizo de palacio.
Pronto dejó su empleo para dedicarse nueva-
mente á sus estudios, y con tanto ahinco tomó
los libros que en el año 75, teniendo diez y nueve
de edad, se graduó de bachiller en artes. Sus ap-
titudes le valieron encontrar pronta colocación,
ingresando en la administración de ferro-carriles
del mediodía de España en calidad de telegrafista,
y á poco tiempo fué ascendido á jefe de la esta-
ción de Santa Olalla.
Pero, quiso Dios ó el Diablo que allí cerca hu-
biese un corral donde se acostumbraba á lidiar
toretes, y Mazzantini, no sabiendo qué hacer del
LUIS MAZZANTINI I33
tiempo que sus ocupaciones le dejaban libre, dio
en ir á gastarlo en presenciar las lidias, que fué
como meterse por las puertas de la tentación,
pues, poco á poco, fué aficionándose de tal mane-
ra al torco que ya no soñaba más que con pases
y estocadas, con grave perjuicio de las pilas y
aisladores, que estaban dejados de mano.
Poco le duró á Mazzantini el platonismo por el
arte, y empezó á echar verónicas y navarras á
cuanto animal de puntas se le ponía por delante,
llegando las crónicas hasta á decir que cierto día
le abrió el capote á un buen señor con quien topó,
casado, por más señas. ¡Lo que es la afición...!
Tanto se apasionó por el toreo que no pasaba
día en que no hiciese una escapada para despun-
tar el vicio, y pudo satisfacerlo por algún tiempo
sin que sus superiores cayesen en la cuenta de lo
que pasaba en Santa Olalla. Pero sucedió que
una tarde llegó ala estación un tren expreso, cuyo
tránsito había que avisará la estación inmediata
para evitar un choque con el convoy ordinario.
Baja el conductor, y por más que buscó en cuan-
to rincón había, nunca acertó á dar con el jefe.
Pitábala locomotora que era un contento, des-
pertando los ecos de valles y montañas, pero ni
por esas: el jefe no parecía.
^ Cómo había de parecer ? Figúrense ustedes
que, cuando el tren llegó, estaba mi Mazzantini
en lo más afanoso del trasteo de un becerro, y
claro está que antes se hubiera dejado cortar una
oreja, que abandonar la muleta. Él oía bien que la
locomotora chillaba en demanda suya, pero al
mismo tiempo veía que el torete embestía con fé.
134 SANSÓN CARRASCO
y á cada toque del silbato contestaba Mazzantini
con un pase de pecho ó de telón, ciñéndose todo
lo más corto para dar remate á la suerte. Por úl-
timo logró dar una estocada hasta la taza, y toda-
vía estaba pataleando el animal, cuando ya Maz-
zantini llegaba jadeando á la estación; pero ya
era tarde: el tren había partido exponiéndose' á
hacerse tortilla con el que venía. No sucedió así,
felizmente, lo cual no impidió que al siguiente
día recibiese el telegrafista taurómaco una orden
terminante para que en el acto se presentase en
Madrid á la Dirección de Ferro-Carriles, que en-
tonces desempeñaba el reputado dramaturgo
don José Echegaray.
No hay para qué decir que Mazzantini recibió
una severa amonestación, y para que no volviese
á incurrir en otra, le destinaron á las oficinas cen-
trales en calidad de inspector.
Sosegóse el adepto de Romero y Pepe Hillo con
lo de la reprimenda y ni quiso oir hablar de to-
ros; pero un lunes, así como había de ir á otra
parte, fué por mal de sus pecados á los Campos
Elíseos, donde se corrían novilladas, y todo fué
ver cuernos y empezar á retozarle nuevamente
sus inclinaciones al toreo.
De allí apoco se presentó á su jefe diciéndole
que, habiendo llegado de provincia unos parientes
en gestión de asuntos judiciales, le dejase libre
un día de cada semana para acompañarles y
guiarles en sus diligencias. Tragó el cebo el bue-
no de don José Echegaray, y sobre concederle la
licencia para faltar los lunes á la oficina, aplaudió
mucho la devoción con que atendía á los miem-
LUÍS MAZZANTINI I 3$
bros de su familia. Por supuesto que ni había ta-
les parientes, ni semejantes gestiones judiciales.
Lo que si había eran novilladas, y Mazzantini se
entregó á ellas en cuerpo y alma, y con tanto
éxito, que su nombre empezó á sonar como aven-
tajado aficionado en las lides taurinas. Y tanto
sonó, que un día llegó el eco de las hazañas del
empleado de Ferro-Carril á oidos de don José
Echegaray, quien, acordándose de lo de Santa
Olalla, y lo de los parientes de provincia, mandó
llamar en el acto á Mazzantini y le dijo poco más
ó menos:
— Caballérito, no sin sorpresa he sabido que sus
licencias de los lunes las emplea usted en correr
toretes y hacer el majo en la plaza de los Campos
Elíseos.
— Señor balbuceó Mazantini inclinándola
cabeza.
—Pues nada, repuso don José, ó deja usted los
estoques y se dedica á las pilas eléctricas, ó aban-
dona usted las pilas y se viste de corto.
Mazzantini echó sus cuentas entre sí y toman-
do una resolución inmediata, contestó á su jefe:
—V. E. puede dar desde este momento por pre-
sentada mi dimisión.— Mis inclinaciones me lle-
van más al redondel que al bufete.
Aquella resolución contrarió mucho á Echega-
ray, que tenía afecto á aquel joven tan despierto y
activo, pero, por más amonestaciones que le diri-
gió, no logró hacerle desistir de su propósito.
Y ahí tienen ustedes al bachiller Luís Mazzanti-
ni, educado y formado para hacer una buena ca-
rrera en el ramo á que su padre le había desti-
136 SANSÓN CARRASCO
nado, convertido de la noche á la mañana en li-
diador de toros, trocado el sombrero de copa por
la montera, el levita por la casaquilla, y los apa-
ratos de física por estoques y muletas.
Aquello produjo un alboroto en el hogar del
viejo Mazzantini. Mesábase éste las barbas rene-
gando contra cuanto bicho de cuernos había en
el mundo, y la pobre madre no veía sino el mo-
mento en que le llevaban al hijo de sus entrañas
destrozado por un toro. Y no era esto lo peor,
sino que Mazzantini se había casado hacía apenas
tres meses, y su joven compañera no podía con-
formarse con sjr esposa de un torero, ella que
había creído casarse con un modesto empleado
de ferro-carriles y telégrafos.
— Ten conformidad, hija, le decía Mazzantini;
aquí en España no se puede ser más que dos co-
sas: ó tenor de ópera, ó matador de toros; y como
yo no puedo dar el do de pecho, al toreo me
dedico.
Por supuesto que las talos razones no conven-
cían á la joven, pero no por eso cejó Mazzantini y
entró de lleno al arte; eso sí, pasando por sobre
todos los estudios preparatorios, y graduándose
de entrada como matador de toros. Inmediata-
mente tomó parte en varias corridas organizadas
en Talavera por la sociedad de Socorros Mutuos
de empleados de ferro-carriles, y tanto valor des-
plegó, que los aficionados creyeron ver en él una'
brillante esperanza para el arte.
Con motivo de las fiestas de Torrijos, en Tole-
do, hubo allí dos corridas en que figuró Mazzan-
tini como espada. Un jurado, compuesto de las
LUIS MAZZANTINl I 37
eminencias del arte, se trasladó desde Madrid pa-
ra apreciar y juzgar las condiciones del aspirante,
y viéndole trabajar con ese aiiinco y denuedo que
le distinguen, falló el jurado que había en Maz-
zantini la masa de que se forman los buenos to-
reros, aconsejándole que se dedicase con fé á
aquella profesión.
No se lo dijeron á ningún* sordo, porque desde
aquel día ya se consideró ingresado en el cuerpo
en que forman Frascuelo, Lagartijo y Cara-Ancha^
y queriendo abonar el fallo de sus jueces, se pre-
sentó Mazzantini en la Plaza de Madrid, que es
como quien dice en la Academia del toreo. Cua-
jados de gente estaban los tendidos, esperando
ver aquella gloria en ciernes, y mil versiones dis-
tintas corrían sóbrelas aptitudes del principiante.
Embolados eran los dos toros que había de ma-
tar, y después de banderillear los chulos al pri-
mero, se presentó frente al palco de la Presiden-
cia un joven de rostro simpático, estatura eleva-
da, esbelto de cuerpo y fino de modales, quien,
con lenguaje castizo y elegante, hizo el brindis de
estilo y se dirigió á la fiera trasteándola con mu-
cha serenidad y destreza. Cuando creyó al toro
en posición de matarlo, lió el trapo'y se tiró en
corto, pero con tan poca fortuna que dio en hue-
so. Otro y otro pinchazo dio, siempre con mala
suerte, hasta que, trascurrido el plazo que los re-
glamentos señalan, fué sacado el bicho al corral,
lo que en materia de toreo equivale á que á un
estudiante le echen bola negra.
Sea que aquel fracaso impresionase al princi-
piante, sea que aquella tarde tuviese malo el
138 SANSÓN CARRASCO
pulso, ello es que el segundo toro siguió el rumbo
del primero : Mazzantini no pudo matarlo dentro
del término reglamentario. Pero aquel desastre,
que á cualquier otro le hubiera valido una rechi-
fla, fué para Mazzantini un triunfo, pues en vez
de silbidos, oyó palmas, si no por lo de las estoca-
das, por el valor que había demostrado y por el
empeño con que trabajó.
Aquello le alentó. Él se sentía con fuerzas para
hacer mucho bueno y al Domingo siguiente se
presentó como si tal cosa; y esta vez, con toros de
puntas, tomó una estruendosa revancha, matán-
dolos con una maestría y un arrojo admirables. Y
ya no hubo más : Mazzantmi fué el niño mimado
del público matritense, y se llevó tras de sí todas
las simpatías, á punto de que la joven esposa em-
pezó á temer por su marido, no ya por los cuer-
nos del toro, sino por los ojos de las manólas que
se clavaban con rayos de fuego en la elegante
figura del novel lidiador. La empresa de la plaza
de Madrid le ofreció pronto la alternativa^ con
beneplácito de los diestros más afamados, pero
Mazzantini declinó aquel honor, fundándose en
que no tenía todavía méritos bastantes para figu-
rar al lado de aquellas eminencias.
Rodeado de esta aureola, pasó el antiguo em-
pleado de telégrafos á Cauterets, ciudad de los
Altos Pirineos en Francia, célebre por sus aguas
termales, donde concurre la alta sociedad de Pa-
rís y de Madrid en la estación balnearia. Cauterets
está muy cerca de España, y así no es de extrañar
que hasta allí haya llegado el contagio de ios
toros. La Comisión encargada de las fiestas para
LUÍS MAZZANTINI I 39
divertir á los bañistas incluyó en los programas
varias corridas de toros; pero como en Francia
rige la ley Gramond, protectora de los animales,
no se permitía la suerte de pica para no matar
caballos, ni la de espada por no asesinar toros.
Es decir que la ley francesa lo único que tolera es
que se maten hombres, pues los toros conservan
el asta fina y puntiaguda.
Consistían las tales corridas de Cauterets en
saltar de garrocha los toros, ponerles banderi-
llas, pasarlos de muleta, pero en vez de matarlos,
se les amagaba con una espada de madera que, ai
clavarse en el toro, le dejaba adornado el morri-
llo con un ramillete ó lazo, como marcando el
sitio de la estocada, y en seguida se le sacaba al
corral para volverlo al pastoreo.
¿Creen ustedes que aquello satisfacía á los fran-
ceses? ¡ Ni por pienso ! El público empezó á pedir
toros de verdad, y la Comisión de fiestas, que se
vio recargada con un déficit por falta de concu-
rrentes á los espectáculos, echó á un cuerno la ley
Gramond, y anunció en grandes carteles:
DEUX TAUREAUX MIS A MORT
TIÉS AVEC EPÉE
par
MONSIEUR LOCIS MAZZANTINI
Lo de que los toros habían de ser tnuerlos con
espada, era advertencia necesaria en Cauterets,
pues bien podía haber francés que creyera que
los toros se mataban á cañonazos.
Llegó, por fin, el día, y en la plaza no había don-
140 SANSÓN CARRASCO
de echar un alfiler. Lidiáronse primeramente
cuatro toros dentro de las prescripciones de la
ley Gramond, y en seguida salió el que había si-
do de antemano declarado fuera de la ley. Los
dos primeros tercios de la lidia pasaron sin más
novedad que la impaciencia del público por ver
matar un toro avec epée, pero cuando llegó el mo-
mento de que Mazzantini tomara los trastos, se
presentó entre barreras un comisario de policía
diciéndole que, en nombre de la ley de Francia,
le prohibía que matase al toro. Contestóle Maz-
zantini que él respetaba mucho la ley y la Fran-
cia, pero que en la plaza él no podía obedecer
más órdenes que las de la presidencia.
A todo esto, la comisión que presidía la corri-
da se había eclipsado, y no recibiendo contra-or-
den, Mazzantini se preparó á estoquear á la fiera.
Volvió el Comisario á insistir ; volvió el torero á
decir que él solo obedecía al Presidente de la co-*
rrida, y entonces el Comisario subió al palco de
la Presidencia, y desde allí intimó á Mazzantini
que no matase al toro.
¿Qué hacer .> .... Y entre tanto, los cinco mil
espectadores chillaban como cinco mil condena-
dos, y como los chillidos no diesen resultado,
empezaron á llover á la plaza banquetas y sillas,
como preludio de algo mas gordo, pues ya había
quien hablaba de pegar fuego á la plaza. Por
donde se verá cómo el animal hombre tiene idén-
ticos instintos lo mismo en España que en Fran-
cia, y que en esta bendita tierra de Santos y mo-
tines. ^
Mientras se armaba este tole tole, recibió Maz-
LUÍS MAZZANTINI I4I
zantini una nota de la comisión de fiestas en la
que le ordenaba que matase al toro, haciéndose
ella responsable de las ulterioridadcs. El diestro
guardó la nota en el bolsillo de la chaquetilla, y
parándose en medio de la plaza, dirigió la pala-
bra á la concurrencia, diciendo en correctísimo
francés que él no podía defraudar las esperanzas
ni resistir las exigencias de aquel respetable pú-
blico, y que por consiguiente iba á dar cumpli-
miento al programa.
Gritóle el comisario de policía desde la ba-
rrera :
— Señor Mazzantini, si usted persiste en matar
al toro me veré obligado á sacarle á usted de ahí
con la fuerza pública.
—Venga usted á sacarme, contestó arrogante-
mente el diestro. Las reglas del arte no me per-
miten salir del redondel mientras el toro está en
la plaza.
— Haga usted sacar el toro primero y entonces
entraré á prenderle, gritó de nuevo el comisario.
—Yo no puedo hacer sacar al toro, porque solo
la Presidencia tiene autoridad para ello, replicó
Mazzantini ; y para evitar más discusiones, se fué
derecho al bicho, se ciñó con él pasándolo de mu-
leta, y en medio de los aplausos frenéticos de una
multitud electrizada por el arrojo y serenidad de
aquel joven, lo remató de un bajonazo, como para
asegurar; que no era aquel público ni aquellas
circunstancias para andarse con miramientos y
floreos.
jAquello fué un delirio ! Llovían á la plaza som-
breros, pañuelos, sombrillas, cigarros, napoleo-
142 SANSÓN CARRASCO
nes y cuanto les caía á la mano á los franceses y
francesas ; y no contentos todavía con esto, em-
pezaron los concurrentes á bajar del tendido para
abrazar al héroe, acabando por llevarlo en hom-
bros en medio de los vítores y hurras, mientras
que detrás de la barrera vociferaba el pobre comi-
sario, agitando su bastón, sinlograr hacerse oir.
Por la noche, cuando Mazzantini se presentó
en el teatro, todos los concurrentes se pusieron
de pié saludándole con salvas de aplausos y gri-
tando; Vive le toreador! Hip, hip, hurra !
La nueva del suceso de Cauterets llegó hasta el
Gabinete, y tan por lo serio se tomó la cosa que
la Comisión de fiestas se guardó muy bien de
anunciar nuevamente taurcaux mis á mort, Pero
el renombre de Mazzantini había cundido, y fué
solicitado para dar dos corridas en Nimes, ciudad
mucho más importante que Cauterets, á lo que
accedió.
Llegado á Nimes, supo que las autoridades se
oponían á la lidia de muerte, pero entonces Maz-
zantini tomó la cosa por su cuenta, y se presentó
ante aquellas argumentándoles lo siguiente :
« — Señores ¿ qué es lo que dice la ley Gramond ?
Yo la conozco y sé que lo que prohibe es ator-
mentar por placer á animales domésticos. Conven-
go en que en Francia sean los toros tenidos por
tales, pero yo invito á Vuestras Excelencias á que
vayan á rascarles la frente á los que yo traigo de
España, y entonces sabrán si se trata dé animales
domésticos ó de fieras. »
Escusado es decir que el t)refecto y demás au-
toridades se cuidaron muy bien de no ir á hacer
LUÍS MAZZANTINl I43
la prueba, pues con solo ver á los dos bichos lle-
vados por Mazzantini bastaba para convencerse
de que no se dejarían hacer cosquillas. Eran, los
tales toros, salamanquinos, bien enlibrados, con
cuernos como agujas, y cada mugido que daban
hacia estremecer el brete en que estaban- ence-
rrados.
Llegó, por fin, el día de la corrida, y la curiosi-
dad, avivada por las controversias que el espectá-
culo había levantado, llevó á la plaza crecidísima
concurrencia. En Nimes se conserva casi intacto
el circo romano de la antigua NemausuSy el más
vasto, tal vez, délos anfiteatros que se construye-
ron en la dominación de los Césares, pues tiene
capacidad para treinta mil espectadores, y allí es
donde tienen lugar las lides taurinas, lo cual daría
razón al guía de Figuro cuando este visitó las an-
tigüedades de Mérida, y á quien muy suelto de
cuerpo contaba aquel por dónde salían los toros
en el anfiteatro. . . ¡ en tiempo de los romanos! . . .
Decía, pues, que en Nimes se lidia en aquel vas-
tísimo circo, teatro otrora de sangrientas luchas
de fieras y gladiadores, resucitadas en forma más
artística por los modernos toreros, que al fin y á
la postre, los toros son tan fieras como los tigres,
y tanto coraje se necesita para lidiarlos como pa-
ra medirse con leones y con hienas.
Lo mismo que en Cauterets, empezó en Nimes
la corrida con cuatro toros de mentirijilla, es de-
cir que se les toreaba con arreglo á la ley Gra-
mpnd, sin pasar las cosas mas allá que á banderi-
llearlos y simular la muerte. Pero saltó á la are-
na el primer salamanquino, y aquello ya fué otra
144 SANSÓN CARRASCO
cosa. El antiguo anfiteatro resucitó con todo su
esplendor, y si bien no se veían clámides, ni to-
gas, ni las estolas blancas de las Vestales, veíanse,
en cambio, todos los refinamientos de la moda
francesa esparcidos por la estensa gradería ocu-
pada por treinta mil espectadores.
Cuando Mazzantini abrió el capote y echó tres
ó cuatro navarras, los franceses perdieron los es-
tribos y se entregaron á las más ruidosas mani-
festaciones de entusiasmo. Pero, llegado el mo-
mento de la muerte, al presentarse el diestro
frente al palco presidencial para hacer el brindis
surgió de nuevo la controversia sobre si aquello
era ó no era una violación á la ley. Así que el pü- <
blico se apercibió de lo que pasaba, empezó á vo-
ciferar de una manera enérgica, y hasta las damas
francesas, asumiendo la prerogativa de las Ves-
tales, hicieron la señal de pollice verso, dando así
á entender que pedían la muerte de la fiera.
Impotentes fueron las autoridades para con-
trarestar la voluntad de aquellos treinta mil ener-
gúmenos, y permitieron que fuese muerto el to-
ro. Agradeció Mazzantini con corteses palabras,
en nombre del arte, aquella condescendencia, y
previos los pases de regla, dio al toro una mag-
nífica estocada. Tambaleó la fiera herida en el co-
razón, un temblor convulsivo agitó todos sus
miembros, y antes de que rodase por la arena,
treinta mil gritos de entusiasmo saludaban al va-
leroso joven que, de pié, en medio de la plaza,
luciendo su gallarda estatura realzada por el vis-
toso traje que vestía, y con la muleta en la mano,
recibía aquella ovación con el rostro varonil ra-
LUÍS MAZZANTINI I45
diante de satisfacción por la victoria alcanzada,
mientras su victima, tendida á sus pies, enrojecía
el polvo con la sangre que manaba de la profun-
da herida.
Al llegar á Madrid, el actual empresario de to-
ros, don José S. Berro, oyó hacer grandes elo-
gios del joven Luis Mazzantini y resolvió escritu-
rarle, comprendiendo que el público de Monte-
video sabría apreciar el valor temerario que le
caracteriza.
No se engañó Berro, pues desde la primera co-
rrida Mazzantini se conquistó todas las simpa-
tías, no solo por su arrojo, su serenidad en el
peligro, y su afán por ayudar á sus compañeros,
sino también por sus bellas prendas personales.
Mazzantini es un joven de esmerada educación,
de trato fino, de conversación amenísima, habla
al uno en español, saluda al otro en italiano, con-
testa al de más allá en francés, y á todos seduce
con la afabilidad de sus maneras y su caballeres-
co porte.
Tiene pasión por su arte y abriga ambiciones
de llegar á ser una de sus glorias. Y lo será, á no
dudarlo, porque le sobran valor é inteligencia pa-
ra salvar todas las dificultades. Hasta el físico le
a}"uda. Es alto y esbelto, ligero como un gamo,
y gracioso en todos sus movimientos. Sus tarje-
tas dicen:
LUÍS MAZAXTINI
Lidiador de toros
I
146 SANSÓN CARRASCO
mostrando así que tiene en tanto su profesión co-
mo un título nobiliario. Irá lejos, muy lejos, y yo
espero que no pasará mucho tiempo sin que le
tengamos nuevamente entre nosotros como pri-
mer espada, coronado con los triunfos que alcan-
zará en la temporada que ahora va á inaugurar
en Madrid.
Enero 11 de 1883.
MONTEVIDEO
BAJO LA LLUVIA
MANEció con un cielo plomizo, uniforme,
^^^ sin que el sol lograse filtrar una sola de
^^™ sus hebras de oro á través del espeso
nublado. Nada despertaba para saludar
ai nuevo día. Los pájaros seguían acurrucados
en las ramas, y las flores dormían con sus peta-
los cerrados para resguardarse de la lluvia próxi-
ma á caer. Toda la naturaleza calla a la espera
del agua, el viento se aquieta, el mar se aplana,
los insectos se esconden, y solo se percibe en me-
dio del tranquilo silencio el grito atiplado de las
ranas, que imita el sonido de teclas destem-
pladas.
De repente, un dardo de luz abre en el nublado
una herida sesgada, y como si una arma cortante
148 SANSÓN CARRASCO
hubiese rasgado el vientre hidrópico de la nube,
empieza á caer el agua en gotas gruesas y ralas,
que salpican las paredes y el piso con manchas
circulares. Otra herida de fuego cruza á la nube
en zig-zag; se oye una trepidación lejana como de
enormes carros arrastrados á galope por un em-
pedrado desigual, y con los últimos rezongos del
trueno, se desgaja la lluvia, espesa y nutrida, co-
mo una cortina tegida con hebras de cristal.
El agua rueda por las aceras después de estre-
llarse sobre las losas, y se precipita á la calle, que
queda á los pocos momentos franjeada por dos
arroyos, cuya corriente arrastra los papeles, las
pajas y todas las basuras que se depositan entre
los intersticios de las piedras. Como tributarios
de esos arroyos improvisados, aportan su caudal
de aguas los albañales de las casas, que las vomi-
tan á borbotones, turbias y espesas primero por
el polvo y las basuras que arrastran; y después
límpidas y claras, saltando juguetonas por sobre
las piedras, aprovechando todas las hendiduras,
remolineando en los pozos hasta que los rebor-
dan, y siguiendo su carrera por la cuesta abajo
hasta despeñarse sobre el mar, formando en cada
boca-calle una cascada.
En cinco minutos de lluvia, Montevideo queda
limpio y brillante. En la calle del Sarandí y su
prolongación hasta la plaza de Cagandjja, las
aguas se dividen en dirección al Norte y al Sud,
precipitándose por las pendientes que las llevan
al mar, convertidas, mientras dura el aguacero, en
verdaderos torrentes de una á otra acera. La co-
rriente parece que hierve á borbotones, y á cada
MONTEVIDEO BAJO LA LLUVIA 1 49
cuadra en declive, el arroyo aumenta, reforzado
por el aluvión de las calles horizontales que con-
verjen al cauce común.
Los lecheros recorren la ciudad al trote largo,
con alas las del sombrero vueltas hacia abajo,
metidos dentro de su poncho de paño, mientras
los pobres caballos trotan con las orejas gachas,
las crines lacias, colgando en guedejas marchitas,
y la cola escuálida, rematada en punta como un
pincel, goteando el agua que les baña el cuerpo,
y chapoteando con los remos en los charcos de la
calle.
Las cocineras vuelven del mercado, tapando
bajo el rebozo la canasta de las provisiones, y cu-
briéndose de la lluvia con sus paraguas viejos,
desvencijadas las varillas y agrietado el genero,
recojiéndose la pollera al atravesar la calle, con
la pierna estirada en busca de las piedras salien-
tes para evitar el agua.
Y entre tanto la lluvia sigue sin cesar, como si
todavía no hubiesen descargado las nubes la hu-
medad de que estaban saturadas á pesar de dos
días dé continuos lloriqueos.
A ratos, el nublado se entreabre y cesa de go-
tear. Las nubes pasan sueltas, blancas y vaporo-
sas como guedejas de lana cardada, livianas y te-
nues como si se hubiesen vaciado del agua de que
estaban llenas. El sol aprovecha los resquicios
para filtrar sus rayos débiles y pajizos, desteñi-
dos al parecer por la humedad, sin calor, sin vi-
da, algo asi como la sonrisa triste de un con-
valeciente. Pero su aparición es momentánea.
A los pocos minutos queda nuevamente oculto
150 SANSÓN CARRASCO
tras del toldo gris de otras nubes espesas que
avanzan lentamente, preñadas de agua, hasta que
el rayo las destripa y se derraman en un copioso
aguacero que forma en las calles nuevos arroyos
y riachuelos, en cuya corriente forman borboto-
, nes saltarines las gotas de la lluvia.
La calle del Miguelete se convierte en un río
que se desborda por las veredas y baña la calle
de la Agraciada desde el Cuartel del $.*» hasta el
repecho de Sobera, acrecentada la corriente con
las avenidas de la calle Ibicuy, que desde la plaza
de Cagancha se despeñan por la rápida pendien-
te, hirvientes y revueltas como el curso de un to-
rrente.
Mas afuera, el Arroyo ¡Seco! desmiente su nom-
bre, convertido en río, que inunda en el camino
del Reducto la quinta de Aguirre, y en el camino
de la Agraciada se derrama por la planicie en
que están acampados los bohemios, form¿indo
allí una inmensa laguna. Por el costado de la
quinta de Fariní, corre á borbotones el Quita-cal-
zones^ revolviéndose con furia entre las paredes
que lo aprisionan, aumentando á cada instante
su caudal con las vertientes de la calle, bordeada
de un lado áoíro.
El Miguelete^ nuestro pobre Manzanares, que
de ordinario apenas se hace ver por un mezquino
hilo de agua, corre hoy con más de una cuadra
de ancho, invadiendo las quintas que lo fran-
gean. Por la represa de Castro se precipitan las
aguas turbias y revueltas formando una cascada
que cae como una cortina en toda su extensión,
con un rumor sordo, levantando copos de espu-
MONTEVIDEO BAJO LA LLUVIA Ijl
ma que siguen navegando en la corriente como
natas blancas.
Y donde quiera que se tienda la vista, no se vé
más que agua, agua que corre por todos los des-
niveles, que se estanca en todas las llanadas, que
gotea de las hojas de los árboles, y de las corni-
sas de las casas, y que brilla como diamantes en-
garzados en las hojas verdes del trébol que al-
fombra el campo.
Y sigue lloviendo, lloviendo siempre, con r^ras
intermitencias, como si sobre Montevideo se hu-
biesen dado cita todas las nubes que andan erran-
tes por el espacio. Las ranas, hastiadas ya de
tanta agua, han trocado su canto atiplado por
un rezongo ronco, como suplicando una tregua.
Las aves, aburridas de estarse dos días en los pa-
los del gallinero, salen á picotear el suelo á pesar
de la lluvia que las empapa : los gallos escuáli-
dos, lacio el encrespado plumero de la cola, la
cresta caida y la golilla pegada sobre el cogote.
Y los pájaros, hambrientos, se arriesgan en busca
de un grano, encrespados, piando de frió, aventu-
rándose hasta dentro de los corredores de las
casas para picotear las migajas de pan desparra-
madas por el suelo.
Todo es agua, lo mismo dentro que fuera.
Las paredes interiores sudan á gotas, los pisos
traspiran humedad, y los techos de las casas, las
capotas de los carruajes y los sombreros de los
transeúntes brillan con el lustre del agua.
Tras de los cristales de las ventanas se ven las
caras aburridas de los niños aprisionados por la
lluvia, mirando con envidia á otros chicuelos
152 SANSÓN CARRASCO
del barrio que, libres de la vijilancia de los pa-
dres, gozan chapaleando el agua con sus piese-
citos descalzos y las piernas desnudas hasta el
muslo .
Las tiendas se ven desiertas, veladas sus vi-
drieras por el vapor que el frío condensa sobre
los cristales, 'mostrando solo á los que pasan pa-
raguas, capotes impermeables, zapatos de goma
y demás armas defensivas contra la lluvia.
Por la noche, las calles desiertas reflejan como
un espejo las luces de la ciudad. Cada farol está
envuelto en una aureola de humedad luminosa,
y las gotas que se desprenden de los balcones,
forman al pasar frente á la luz como sartas de
esos caireles de cristales prismáticos con que se
adornan las arañas.
Y sigue lloviendo. Siguen las nubes ejecutan-
do á grande orquesta la sinfonía de la lluvia, con
sus crescaido y sus rallenlando, tocando los bajos
en los techados de zinc, y los tiples sobre las lo-
sas de mármol, sobresaliendo en el concierto los
stacailo de los chorros de los balcones que caen
sobre la vereda, mientras que redobla como tim-
bales sobre los vidrios, reforzada el agua por el
viento que la empuja en diagonal, semejando las
bayonetas de un ejército en marcha.
Y así seguirá hasta que nuestro Adamasior, el
genio de las tormentas que vive en la Pampa, so-
ple sus rachas huracanadas, ante las cuales hu-
yen en dispersión las nubes, salpicadas por las
crestas de las olas de nuestro río encrespado, que
se estrellan en las rocas y en los murallones de la
costa.
MONTEVIDEO BAJO LA LLUVlX 1 53
i Sopla, genio de la Pampa, y arrastra entre tus
ráfagas todas estas nubes que nos roban el sol y
nos empapan los huesos ! ¡ Sopla, llévate toda es-
ta inmundicia al quinto infierno, y si eso te pare-
ce poco, puedes llevarte también al fiscal del Cri-
men, que estorba tanto como las nubes!
Junio 38 de 1883.
PEDRO MARTI
VIOLINISTA ORIENTAL DE NUEVE ANOS DE EDAD
EMOs alcanzado unos tiempos en que es
tal el apuro de vivir, que hasta la niñez
se suprime, aprovechando el tiempo que
antaño los niños empleaban en jugar, en
el estudio de las ciencias y la práctica del arte,
solo accesibles á la juventud en los tiempos en que
nuestros padres se criaban. « ¡ Ya no hay niños I »
exclamaba Selgas con pena, mirando el adelanto
de las generaciones actuales á través del prisma
católico que enturbiaba sus visiones, sin apercibir-
se de que vivía en medio de una niñez mil veces
más encantadora que aquella rústica é ignorante
en que antes se vejetaba hasta los diez ó doce
años, desperdiciando los mejores de esa edad en
que el cerebro adquiere mayor caudal de ideas y
conocimientos, que en todo el resto de la vida.
156 SANSÓN CARRASCO
¡ Hay niños, si ! Lo que no hay son muchachos
traviesos y haraganes como aquellos que llegaban
á sus diez años sin conocer la o, pero sabiéndose
de memoria el Bendito y el Ave María, elementos
suficientes para hacer un sacristán, ó un sochan-
tre, ó un zopenco, pero del todo inútiles para for-
mar un hombre.
Estamos en la época de los niños prodigios.
Cada escuela es un semillero en que descuellan
talentos sorprendentes. Niños de ocho años que
reflexionan con sensatez y disertan con erudición;
niñas que, á la edad de jugar á las muñecas, re-
dactan con lucidez y exponen con perfecto crite-
rio variados conocimientos sobre materias que
eran, hasta hace poco, exclusivo dominio de los
hombres.
Gemma Cunnibcrti había descifrado los miste-
rios del arte dramático á sus nueve años de edad;
los hermanos Lambertini, el mayor de los cuales
tiene diez y el menor apenas cinco años, son hoy
admiración de la Europa por el talento con que
interpretan las obras de afamados dramaturgos;
y Eugenio Dengremont sorprendía á los más con-
sumados artistas ejecutando en el violín las difí-
ciles composiciones de Alard, de Beriot, y de
Vieux-temps, cuando aún no contaba doce años
de vida.
Ahora Dengremont tiene un émulo, y el nom-
bre de Pedro Marti correrá en breve como el
suyo, por el mundo entero, llevado en alas de la
fama que pregonará su talento artístico.
Pedro Martí es un niño : apenas tiene nueve
años ; pero en la intensidad de su mirada; en las
PEDRO MARTÍ I 57
entradas de SU frente, amplia y prominente ; en
las marcadas protuberancias de su cráneo, se adi-
vina el genio que se agita dentro de aquel cerebro
infantil. Cúmplese en él la inexorable ley de la
herencia. Lleva en su sangre la inspiración mu-
sical, inoculada por el padre, músico distinguido,
que habría sin duda alcanzado las cumbres del
arte si un mal orgánico no le hubiese privado del
oido. Un músico sordo es como un pintor ciego.
Pero, aún así, Martí toca el violín, fiado más bien
en el tacto que en el oido, y ejecuta bien, suplien-
do la carencia del órgano esencial con el conoci-
miento científico de la música.
Pasionista por su arte, ha querido que el hijo
llegue á donde su mala suerte le privó de llegar,
y desde que Pedrito pudo sostener un violín se
aplicó á enseñarle los misterios de ese que con
justicia se llama rey de los instrumentos. Siete
años tenía el niño cuando empezó á hacer escalas,
y hoy, á.sus nueve, ya ejecuta piezas de gran difi-
cultad, con toda la corrección de un maestro;
suave en los ligados, enérgico en los stacaíto, me-
lodioso en los armónicos, brillante en los arpejios
y afinado en los acordes.
Pedro Martí es un niño reposado, mas bien re-
traido que expansivo, callado, de mirada suave y
ademanes parcos, pero cuando toma el violín se
transforma por completo. Su cuerpecito esbelto
se agita nervioso, se planta con aplomo, su mira-
da cobra una limpidez brillante, y parece que su
frente se espacia para dar campo á la inspiración
que anima todo su ser.
No toca la música como un autómata , limitan-
158 SANSÓN CARRASCO
dose á reproducir las notas que señala el penta-
grama, como esa generalidad que hace música lo
mismo que un zapatero hace zapatos, convirtien-
do el instrumento en herramienta . Pedro Martí
tiene la música en el corazón y en el cerebro : la
comprende y la siente ; sabe que aquellas notas
son las frases de un lenguaje sublime que solo los
iniciados en el arte conocen ; de ese lenguaje in-
superable que canta el amor con más ternura que
el más rítmico idilio ; que ruje el odio con los
más violentos tonos ; que llora con más dolor que
una madre; que traduce, en fin, todas las pasiones
y todos los sentimientos con más vehemencia y
entusiasmo que la prosa y la rima, que el gesto y
la palabra. ¡Desgraciados los que no comprenden
la música! Ni el aliciente de la fortuna, ni los hala-
gos de la esperanza, ni la mirada de una mujer
querida, despiertan un cúmulo de sensaciones
igual al que produce una de esas frases melódi-
cas que conmueven todo el sistema nervioso ; se
siente frío, calor, entusiasmo, languidez, todas las
palpitaciones de la pasión, todos los espasmos del
deseo, todas las expansiones generosas ; y como
la vara májica de Moisés, al herirlas fibras del
corazón, hace brotar las lágrimas secretadas de
una fuente especial, como lluvia benéfica que
aplaca las escitaciones nerviosas que agitan el or-
ganismo .
Así comprende la música Pedro Martí y así la
ejecuta, prolongando las notas cuando el sentido
de la frase lo exige, abreviándolas, entrelazándo-
las, dándoles en fin esa cadencia que no está es-
crita en los papeles, que no puede escribirse, co-
PEDRO MARTÍ I 59
mo ni está escrita ni puede escribirse la intención
con que Rossi dice el lo be or not to be de Shakes-
peare, ni la entonación con que Zorrilla de San
Martin declama su Leyenda Patria.
El niño Martí no consagra exclusivamente su
tiempo al violín. Es alumno de una escuela de
2.*» grado, y alumno distinguido, que ha alcanza-
do el primer premio en los exámenes por su cons-
tancia en el estudio y por el talento que ha de-
mostrado. Pero no es el de las letras el camino
que ha de recorrer en su peregrinación por el
mundo, sino el del arte musical ; el arte que in-
mortalizó á Paganini y en que descuellan Sara-
sate, White, Uguccioni y Massi.
Hasta ahora ha permanecido encerrado en el
modesto hogar de sus padres, entregado al estu-
dio, haciendo caudal para salir más tarde á des-
lumhrar con su genio robustecido por el arte, y
allí debe permanecer por algún tiempo aún, sin
lanzarse á ese mundo de aplausos y ovaciones en
que por lo general se ahogan las inteligencias
prematuras.
Dentro de dos años, Pedro Marti será un niño
todavía, de once años apenas de edad, pero será
un artista que podrá presentarse sin temor ante
el público, dueño ya del instrumento que ha de
rodear su nombre de una aureola de gloria, au-
reola que resplandecerá sobre esta su patria, co-
mo resplandecen las de sus pintores y poetas.
El niño Pedro Martí es una bella esperanza
para el arte. Yo le he oido sorprendido, y en el
brillo de su mirada, en las entrjadas de su frente
amplia y prominente, y en la enérgica entonación
\
l60 SANSÓN CARRASCO
de SU fisonomía franca y abierta, he adivinado la
inspiración que bulle en su cerebro infantil.
Sepa él con el estudio y la contracción perfec-
cionar las preciosas facultades con que cuenta
para llegar alas cumbres que han alcanzado los
grandes maestros.
Abril 7 áe 1883.
mm
UNA CARAVANA
DE BOHEMIOS
ON unos cuarenta, entre hombres, muje-
res y criaturas de toda edad. Están ins-
talados á orillas del Arroyo Seco, en el
descampado que media entre el camino
de la Agraciada y la vía del ferro-carril del Norte.
Pertenecen á una raza cuyo origen no está bien
definido todavía. Se cree que provienen del Egip-
to, y en efecto conservan ciertos rasgos fisionó-
micos que acreditan esa procedencia. Todos los
países de Europa conocen á esas tribus errantes
que ni se arraigan ni edifican en parte alguna.
Van de pueblo en pueblo ejerciendo sus indus-
trias, visitan las ferias, y hacen su comercio con
todo lo que les cae á la mano.
En Inglaterra les llaman gypsies, en Francia bo-
hemios, zíngaros en Alemania é Italia, gitanos en
España, y en Austria les llaman húngaros.
8. c.
102 SANSÓN CARRASCO
La caravana que acampa ahora en el Arroyo
Seco es la primera que viene á América. Los in-
dividuos que la componen son de Hungría, dC
los alrededores de Buda-Pesth, y en su peregri-
nación han recorrido el Austria, la Italia y la Fran-
cia, hasta que se embarcaron en Burdeos, llegaron
á Buenos Aires, y desde allí se dirijieron por tierra
al Brasil, visitando gran parte de la provincia de
Rio Grande. Después entraron á nuestro territo-
rio, acamparon en el Durazno, en seguida en San-
ta Lucía, y por último se han instalado en los al-
rededores de esta ciudad.
Viajan en siete carros pequeños, construidos
de mimbre, de rodado bajo, y sin toldo. Tienen
unos treinta caballos, bastante buenos, muy gor-
dos, cubiertos con mantas de abrigo é imper-
meables. Parece que estos bohemios cuidan más
á sus bestias que á sus hijos, pues mientras los
caballos y los perros están prolijamente atendi-
dos en su abrigo y alimentación, andan los chi-
cuelos desnudos, flacos y pálidos, tiritando de
frío, y sucios que no hay por donde tomarlos.
Todo es sucio en aquella toldería; sucios los
hombres, sucias las mujeres, sucios ios niños,
sucias las ropas, y sucio todo lo que les rodea.
Cada tienda es un templo levantado á la mugre, y
en cada una de ellas debería figurar una imagen
de San Benito Labre, el más santo de los mu-
grientos, y el más mugriento de los santos.
El público, que siempre se da aires de saberlo
todo, hace correr la voz de que esa suciedad de
los bohemios es un signo de duelo por la reciente
muerte de una mujer que ocupaba un elevado
UNA CARAVANA DE BOHEMIOS 163
rango en la caravana, y según esa versión, deben
pasar un año sin lavarse. Yo no sé lo que habrá
de cierto en esa esplicación, pero sí sé que hace
dos años estos mismos bohemios andaban en
Buenos Aires tan sucios como ahora, y sé más to-
davía, y es que Zola los vio en los alrededores de
París igualmente sucios. Admitiendo, pues, que
sus ritos les impongan el no asearse en señal de
duelo, debe también admitirse que estos bohe-
mios viven en perpetuo duelo.
Emilio Zola, el gran pintor de la realidad, tra-
za el siguiente cuadro de una caravana de bohe-
mios, que es sin duda la misma que hoy nos visi-
ta, pues coinciden las fechas de su estadía en
París con la de la época en que el genealogista de
los Rougon-Macquart escribió sus impresiones.
« Dentro de la empalizada que rodea la tolde-
ría reina un hedor insoportable de suciedad y de
miseria. El piso está ya fangoso, lleno de basu-
ras, purulento. Sobre las estacas del cerco se
ventilan las ropas de las camas, jergones, fraza-
das desteñidas, colchones cuadrados, en cada
uno de los cuales duermen dos familias enteras:
todos los harapos de un hospital de leprosos se-
cándose al sol. Dentro de las tiendas, levantadas
á la moda árabe, muy altas y que se abren como
el cortinado de una cama, se ven apiñados pinga-
jos de todo género, monturas, correages, una
mezcolanza indescriptible de objetos que no tie-
nen color ni forma, y que yacen bajo una espesa
capa de grasa de tono subido.
» Al fondo del campamento está la cocina, en
una tienda más pequeña que las otras. Hay allí
164 SANSÓN CARRASCO
algunas ollas de hierro y trébedes. Hasta me ha
parecido reconocer un plato.
» Los hombres son altos, fuertes, con los ca-
bellos muy largos y rizados, de un negro lus-
troso y grasicnto. Andan vestidos, con todos los
desechos de ropas viejas que encuentran en el
camino. Uno de ellos se paseaba envuelto en una
cortina de cretona de ramazones amarillas. Otro
tenía una chaquetilla que debía provenir de un
frac negro al cual le habían arrancado los faldo-
nes. Se cubren la cabeza con copas de sombreros
viejos desprovistos de las alas.
» Las mujeres son también bastante altas y
fuertes. Las viejas, secas, horrorosas con sus
carnes arrugadas y sus cabellos sueltos, parecen
brujas cocidas en el fiícgo del infierno. Entre las
jóvenes hay algunas muy hermosas bajo su capa
de grasa; la piel cobriza, con sus grandes ojos
negros de una ternura delicada. Llevan el cabello
peinado en dos grandes trenzas atadas detrás de
las orejas y comprimidas de trecho en trecho con
pedacitos de cinta roja. Con sus polleras de co-
lor, los hombros cubiertos con un chai anudado
en la cintura y con un pañuelo apretado en la
frente, tienen el aire de reinas bárbaras caldas en
la miseria.
» Y los chicuelos, toda una bandada de chicue-
los, hormiguean por allí. Vi á uno en camisa, con
un chaleco de hombre, inmenso, que le llegaba á
las pantorrillas; otro, mucho más chiquito, de
dos años á lo más, se paseaba desnudo, completa-
mente desnudo, con aire muy grave, entre las
carcajadas de las muchachas curiosas del barrio.
UNA CARAVANA DE BOHEMIOS 165
Y estaba tan sucio el chiquitin, tan manchado de
verde y rojo, que cualquiera le hubiera tomado
por un bronce florentino, una de esas encanta-
doras figuritas del Renacimiento.
» Toda la caravana permanece impasible ante la
ruidosa curiosidad de la muchedumbre. Algunos
hombres y mujeres duermen bajo sus tiendas.
Una madre amamanta á su chicuelo, tan amari-
llo de los pies á la cabeza que parece hecho de co-
bre. Otras mujeres, sentadas en cuclillas, obser-
van con toda serenidad á las señoras elegantes
que arrastran sus vestidos entre aquella inmun-
dicia.
» Una hermosa muchacha de unos veinte años
se pasea por en medio de los curiosos y se acer-
ca alas señoras bien vestidas ofreciendo decirles
la buena-ventura. Yo la vi hacer su tarea. Tomó
la mano de una señora joven y la retuvo entre las
suyas, haciéndole tantos cariños que se le entregó
por entero. Entonces le dio á entender que era
necesario que le pusiese una moneda en la mano,
pero no quiso aceptar una moneda de cobre, sino
otra de mayor valor, y llegó á hablar hasta de
una de cinco francos. Solo le dieron dos de á un
franco, y en seguida, al cabo de pocos minutos, y
después de haber vaticinado una larga vida y
muchas felicidades, tomó las dos monedas, hizo
con ellas una cruz en el borde del sombrero de la
joven, y diciendo Amen, las hizo desaparecer en
el bolsillo, un bolsillo enorme, en cuyo fondo vi
puñados de monedas de plata.
» En cambio de ese dinero, le dio un talismán.
Rompió con los dientes un pedacito de una mate-
1 66 SANSÓN CARRASCO
ria rojiza, parecida á cascara de naranja seca,
anudó ese pedacito en una de las puntas del pa-
ñuelo de la señora á quien había dicho la buena-
ventura, y le recomendó que agregase al talismán
un poco de pan, sal y azúcar. Aquello debia con-
trarestar todas las enfermedades y conjurar el
espíritu malo.
» ¡Y con qué gravedad desempeñaba su oficio !
Si alguno le vuelve á tomar una de las monedas
que se le han dado para el sortilejio,ella jura que
todos sus pronósticos de felicidad se trocarán en
males espantosos. Esto es simple, pero el gesto
y el acento son excelentes . »
Lo que Zola vio en los alrededores de París, es
lo mismo que he visto yo aquí en los alrededores
de Montevideo. La misma inmundicia, la misma
curiosidad por parte del pueblo, y la misma habi-
lidad por parte de los bohemios para hacerse pa-
gar la novedad que despiertan.
Llegaron el jueves por la mañana en sus siete
carros, arrastrados á gran galope por sus caballos
enjaezados á la moda húngara, y apenas armaron
sus tiendas, salieron ya los hombres á ejercer su
industria, que consiste en fabricar y remendar
tachos, cacerolas y calderas. Trabajan el cobre en
frío, sin más herramientas que un martillo, así es
que sus artefactos son de sólida consistencia.
Tachos y cacerolas son de una sola pieza, traba-
jados á martillo con una proligidad admirable.
El jefe de la banda es un anciano, de rostro co-
brizo y barba gris. El pelo lo conserva negro, de-
bido sin duda á la grasa que le gotea por cada
una de ías guedejas, lustrándole toda la ropa.
UNA CARAVANA DE BOHEMIOS 167
Los jóvenes son airosos y esbeltos, pero no por
eso menos grasicntos. Estoy seguro que aquellas
ropas, beneficiadas en una graseria, darían un
buen producto. Ó aquellos hombres sudan grasa,
ó cada día se echan una vegiga en la cabeza.
Entré en una tienda donde no había más que
una vieja, lustrosa como sus compañeros, vestida
con una saya de zaraza negra, cruzado el pecho
con un pañuelo abigarrado, y los pies calzados
con gruesas botas llenas de remiendos. La vieja
era muy risueña y parlanchína. Se expresaba en
un italiano chapurreado, y á cada momento me
advertía que tuviera cuidado con el perro, al cual
hablaba en un dialecto endemoniado, lleno de jo-
tas y de kas, no obstante lo cual, el perro la enten-
día perfectamente, según se echaba de ver por la
sumisión con que la obedecía.
En el centro de la tienda ardía un montón de
carbón de leña que irradiaba un calor intenso^
y la vieja se complacía en sentarse junto al fuego,
sobre una bolsa de maíz. Como agasajo, no ámi
persona, sino á la moneda de dos reales que á
guisa de tarjeta de presentación le entregué á la
entrada, me hizo sentar sobre un tacho de cobre
de fondo muy pulido, único asiento que se veía
en aquella morada. Uno de los costados de la
tienda lo cierra un carro pequeño, de mimbre,
que sirve al mismo tiempo de cama. Cada carpa
tiene un carro igual y en ellos se ven los colcho-
nes, éticos y desteñidos, como esprimidos por el
peso de las cinco ó seis personas que duermen
sobre ellos.
Después de una breve conversación^ en que la
l68 SANSÓN CARRASCO
bohemia me contó algunos detalles de la peregri-
nación de la caravana, salí de aquella tienda y
me acerqué á otra que estaba completamente
cerrada y en cuyo mterior se oía gran alboroto de
chiquillos.
Un gran grupo de curiosos rodeaba la tienda,
cuya entrada defendía un muchachón de unos
doce años, armado de un garrote. El guardia no
dejaba ver más que su cara sucia y su mano ar-
mada por entre una abertura de la lona. Desean-
do entrar en aquella barraca, mostré al muchacho
una moneda de á real, y sin más formalidad de
presentación entreabrió la cortina y me dio en-
trada. Doce muchachos se me abalanzaron ha-
ciéndome fiestas, y para defenderme del ataque,
no tuve más remedio que apelar al arma supre-
ma, algunas monedas, que distribuí entre todos
ellos para zaifarme de su grasicnto contacto,
¿aquellos chicuelos estaban casi todos desnudos,
y el que más abrigo llevaba, vestía apenas una
camisa raida de zaraza. Probablemente les de-
fendía del frío la capa de mugre que les cubre de
la cabeza á los pies.
En el centro ardía la hoguera de carbón, que
calentaba la tienda, y en un extremo, una mujer
joven, de veinticinco años á lo sumo, daba de
mamar á una criaturita amarilla y flaca. . . pero
irrepochablemente sucia. Parece que esos dia-
blos maman la inmundicia.
La mujer era muy hermosa, de facciones deli-
cadas, las mejillas rosadas y los ojos muy negros
y lucientes, pero declaro que se necesita un gran
poder de observación para apreciar esos detalles.
UNA CARAVANA DE BOHEMIOS 169
El rasgo prominente, el que salta á la vista y pe-
netra por la nariz, es la suciedad. La camisa que
tenía sobre el cuerpo, de un color indefinible,
podía freirse en una sartén sin necesidad de echar
aceite ni grasa.
Con voz muy suave y melancólica me dijo que
seis de aquellos chicuelos eran suyos, y me ofre-
ció decirme la buena-ventura.
Yo, que no deseaba otra cosa, acepté al mo-
mento el ofrecimiento, y ella, haciéndome sentar
sobre una bolsa, me tomó la mano por la punta
de los dedos,y me examinó detenidamente las ra-
yas de la palma. Al mismo tiempo que hacia el
examen, rezongaba entre dientes no sé que jeri-
gonza en que mezclaba á cada paso á Nuestro Se-
ñor Jesucristo y á la Virgen María. El idioma era
endemoniado; mucha k, mucha jota, y repetía
con frecuencia la palabra Kaimelia, y hasta. Dios
me perdone, creo que también dijo una vez algo *
de Kapianga, cosa rara, porque entiendo que la
joven bohemia no conoce todavía al joven briga-
dier. Ello es que después de mucho examinarme
la mano y de murmurar sus oraciones, me dijo
que yo era de buena familia y que en breve me
vería obligado á hacer un viaje.
No creo en los pronósticos de las bohemias,
pero confieso que cuando me hizo la profecía
de un próximo viaje, no sé por qué se me vino
á la memoria el artículo de la ley de imprenta que
castiga los deslices de pluma con la pena de des-
tierro. La sombra del fiscal del crimen se me apa-
reció en medio de toda la porquería que me ro-
deaba.
I 70 SANSÓN CARRASCO
Repuesto de mi lijcro sobresalto, seguí oyendo
á la pitonisa. En el viaje que debía de hacer, me
iría bien en parte y en parte mal, debido este úl-
timo á un espíritu maligno que era necesario
conjurar.— «¿Quiere usted que se lo conjure?» me
preguntó la bohemia. — « j En el acto ! » le contesté
yo; y ella sacó entonces del bolsillo un ovillo de hi-
lo, y empezó á envolver la hebra en torno del dedo
índice de mi mano y del de la suya. Cuando hubo
dado unas doce vueltas, rezongando al mismo
tiempo sus endemoniados rezos, cortó la hebra
con los dientes, y me pidió una moneda de oro
para completar el conjuro, porque, según ella,
aquello era esencial para poner en derrota al es-
píritu maligno que había de perseguirme.
—No tengo moneda de oro, le dije; si quiere,
pondré un real en plata.
— Ah, no: no basta; me dijo la bohemia con su
vocecita lánguida. Se precisa una moneda de peso.
—Si es por peso, le observé, aquí tiene usted
dos vintenes que pesan más que dos libras ester-
linas.
— Ah, no; volvió á decirme la gitana. Se precisa
una moneda de metal fino. Y como para inspirar-
me confianza, agregó:— no es para mí; es para
combatir al espíritu.
Yo me aferré en mi negativa, alegando que no
tenía moneda, y entonces quedó aplazado el con-
juro hasta una nueva entrevista, en la que, previa
la formalidad de la moneda, quedaría yo libre de
toda persecución del maligno espíritu.
Toda esta escena la presenciaban los mucha-
chos, andrajosos y sucios, formados en semicír-
UNA CARAVANA DE BOHEMIOS I7I
culo en torno mío, mirando todas las ceremonias
con gran atención como para iniciarse en el arte
de decir la buena ventura, y hasta el chiquitín
mamón seguía chupando, prendido del pecho de
la madre como un perrito, con sus dos maneci-
tas de dedos largos y puntiagudos.
Prometiendo volver con la moneda me despedí
de la adivina y de su prole, y salí de allí casi as-
fixiado por el hedor de la mugre y el tufo del car-
bón. Deseando recojer más prolijos datos sobre
el origen de la caravana y su organización, ritos
y costumbres, me dirijí á un anciano, que grave-
mente sentado en un poyo golpeaba un cacharro,
observando con atención su obra por medio dq
unos espejuelos ahorcajados en el filo de su nariz
prominente.
El viejo no quiso decirme nada. Según él, le
estaba prohibido dar informes, pero me dijo que
me los daría amplísimos el jefe de la banda á
quien encontraría al día siguiente. Objetándole
yo que una de las mujeres me había dado algu-
nos informes sobre la procedencia de la caravana
y sus costumbres, me replicó el viejo, con mucha
gravedad :
—¡Oh, las mujeres! ¡las mujeres! tienen el ves-
tido largo y el entendimiento corto.
Por donde se verá que los señores bohemios
tienen una filosofía muy poco favorable al bello
sexo.
No recuerdo cómo, en medio de la conversa-
ción, hablé de gitanos. Un muchachón de unos
quince años me interrumpió diciéndome en fran-
cés que ellos no eran gitanos; que los gitanos eran
172 SANSÓN CARRASCO
ladrones de gallinas y de caballos, y ellos eran
trabajadores que se ganaban la vida honrada-
mente. Hechas las paces, mediante algunas expli-
caciones satisfactorias, dije al muchacho que me
extrañaba oirle hablar en francés, á lo que me
contestó que él hablaba seis idiomas: inglés, fran-
cés, italiano, alemán, portugués y húngaro,
agregando que su padre, jefe de la tribu, hablaba
veinte idiomas distintos.
Estos bohemios se dan muy buena vida. Co-
men carne en abundancia, beben buenos vinos,
y son muy golosos por las conservas. Todos ellos
son cristianos católicos, y en cumplimiento de
sus deberes religiosos, deben ir hoy á misa vesti-
*dos con sus trajes de gala. Pero entiéndase bien
que la gala no llega hasta lavarse : ¡ eso no ! Para
ellos el jabón es como la carne de cerdo para los
judíos.
Ahí están hormigueando en medio de la in-
mundicia, las mujeres -encerradas dentro de sus
tiendas; acurrucadas junto al fuego, amamantan-
do á sus hijos con la grasa que destilan; y los
hombres martillando sus tachos y cacharros, cui
dando de sus caballos con el mismo esmero con
que cuidan de que no se les caiga la mugre que
cubre sus carnes y los pingajos con que se abri-
gan.
¡Pobres gentes! ellos viven bien asi, y pues ese
es su gusto, sigan viviendo dentro de su mugre
honrada mientras otros viven entre el aseo de la
perversión y del robo.
Junio 34 de 1883. .
AQUILES LAMBERTINI
ACTOR CÓMICO DE CINCO AÑOS DE EDAD
I L artista nace , como nace la flor llevan-
do en la simiente el germen de su per-
fume, como el ruiseñor nace atesorando
I ya en su garganta los trinos y gorgeos
que hacen de él el rey de los cantores. Es inútil
pretender torcer las inclinaciones á que fatalmen-
te arrastrad organismo; podrá la educación mo-
dificarlas en este ó en aquel sentido, pero nunca
tendrán esa expontaneidad con que se manifies-
tan cuando son hijas de la vocación .
Por eso sucede frecuentemente ver que los
grandes talentos que descuellan en las ciencias y
en las artes, salen de las esferas sociales en que los
padres poco se preocupan de la educación de sus
hijos, manifestándose en estos expontáneamente
la vocación con que- nacieron, vocaciones que la
174 SANSÓN CARRASCO
ignorancia atribuyó en un tiempo á dones celes-
tiales, pero que la ciencia moderna ha demostra-
do que responden á la preponderancia de tales ó
cuales órganos que influyen directamente sobre
las funciones del cerebro.
De ahí que el destino que ha de darse á los ni-
ños debe ser objeto de una profunda observación
para estudiar así sus tendencias y conocer las
manifestaciones de su carácter. Si ese criterio
presidiera siempre en la educación de la niñez,
no se verían tantas medianías en las artes y en
las ciencias, fruto no siempre de la escasez de
facultades, sino de la errada dirección que se les
imprimió.
Aquiles Lambertini nació artista, realizándose
en él la ley de la herencia, pues artista es su pa-
dre, y distinguida actriz es la madre que le dio el
ser. Desde que abrió los ojos vivió en un medio
artístico, y esta circunstancia, unida á sus facul-
tades naturales, desarrolló en el niño su vocación
cómica, realzada por un talento precoz y expon-
táneo, que no ha sido necesario esforzar para lle-
gar á realizar el prodigio de ver á un artista de
cinco años que interpreta maravillosamente to-
das las situaciones, no solo con la palabra, sino
con el gesto, con la acción, con la elocuencia vi-
vaz de su mirada, con toda la intención y trave-
sura, en fin, con que podría hacerlo un consu-
mado artista .
Aquiles es en el escenario el mismo que en el
trato familiar, y aún puede decirse que es más de
admirarse en la intimidad, pues sus ocurrencias
y sus salidas del momento son más elocuente
aquí LES LAMBERTINI 1 75
prueba de su talento que la interpretación de los
papeles que se le confían.
Viviendo siempre entre bastidores, pues no
solo sus padres son artistas, sino también sus
hermanitos Luisa y Luis, mostró desde sus dos
años una afición marcada por el teatro, y llori-
queaba cuando su padre, aleccionado ya en las
contrariedades que rodean al artista, contrariaba
su vocación para alejarle de una carrera en que
todas las glorias están amargadas -por los sin-
sabores que la malevolencia y la envidia prodi-
gan al verdadero talento. Pero la madre, más co-
nocedora de las dotes prodigiosas del niño, lejos
de contrariar sus tendencias, las alentó, dándole
lecciones y haciéndole aprender papeles fáciles,
deque en breve se posesionó Aquiles y se consi-
deró capaz de desempeñarlos.
Apareció por primera vez Aquiles en el escena-
rio en el teatro deChietti, ciudad de los Abruzzos.
Desempeñaba en esa noche una parte secundaria
en una piececita titulada // Cuoco, y con tal ver-
dad hizo su papel, que el público le aplaudió fre-
néticamente. No tenía entonces tres años de edad.
El éxito favorable de su estreno animó á los pa-
dres á cultivar aquel talento maravilloso, y á poco
andar, Aquiles era el niño mimado del público
•^ donde quiera que se presentaba. Él vino á llenar
en la Compañía un vacío que se notaba, pues el
carácter serio y reflexivo de Luís no se prestaba
al desempeño de los papeles cómicos. Aquiles,
por el contrario, era un verdadero cómico. Pare-
ce que ha nacido con la sátira en los labios, y
hasta su figura le acompaña para hacer más ex-
176 SANSÓN CARRASCO
presivo SU carácter. Es bajo y gordo, de cara re-
donda, mofletes salientes, y el vientre algo
abultado. Su mirada es traviesa, algo entor-
nada de ordinario, pero en ciertos momentos
relampaguea con brillo, dando á su fisonomía
una gran animación.
Sus triunfos escénicos no le tienen ensoberbe-
cido. Es un muchacho retozón, alegre, incansa-
ble para jugar, sin que en nada manifieste ese de-
seo general en los niños de aparecer como hom-
bres. Es muy cumplido en su trato, tanto como
pudiera serlo un caballero. Cuando me lo pre-
sentaron, me saludó con mucha cortesía, y ten-
diéndome la mano me dijo con mucha seriedad:
9M0U0 piacere di fare la sua conoscenza,y>
Cómo le manifestase deseo de conocer algunos
de sus rasgos biográficos para dedicarle un artí-
culo, se escusó diciéndome: « // signare é troppo
gen¿ile,y> Pero insistiendo yo, me contó que había
nacido en Palermo el 5 de Junio de 1878, que su
mamá era Triestina, y su hermanita menor, Dora,
Veneciana. Aquiles tiene locura con Dora, que es
una criatura preciosa, muy parecida á él, y que,
teniendo apenas dos años, manifiesta ya condi-
ciones sobresalientes para heredar á Luisa, aun
cuando su carácter se armoniza más con el de
Aquiles, pues, chicuela como es, tiene salidas gra-
ciosísimas. Todo su afán es el de salir á recitar
con Aquiles, « con il mió Achille^rt como dice ella,
colgándose del cuello de su hermanito y besán-
dole con delirio, caricias que Aquiles le devuelve
con iguales demostraciones y llamándola: «/a cara
tnia Doruccia.i>
AQUILES LAMBERTINI 1 77
Aquiles ti.ne ya un repertorio de más de veinte
piezas de distintos jéneros, y aunque en todos
ellos se desempeña perfectamente, descuella, sin
embargo, en el cómico, cuya interpretación ejecu-
ta con un talento y una naturalidad admirables.
No sabe leer ni escribir, así es que sus padres tie-
nen que enseñarle de memoria sus papeles.
Pero lo que no tolera Aquiles es que le enseñen
las actitudes y los ademanes. Á veces, en los ensa-
yos, el padre le hace algunas advertendas sobre
como debe interpretar tal ó cual situación, pero
entonces el diminuto artista protesta diciendo:
«iLasciamifare papá; io lo faro meglio di ie,y^ Y esto
lo dice en serio, como posesionado de su valer, y
hasta indignado de que se dude de su inspira-
ción.
Una noche, en que había representado de mala
gana, el padre le amonestó delante de. algunas
personas extrañas, y fué tal el sentimiento que le
causaron las palabras del padre, que Aquiles rom-
pió á llorar, exclamando : ^Maledetto ü momento in
cui mi misi a /are il caraUerisla!* .
Es muy sensible Aquiles. El más leve reproche
le enternece, y entonces llora desconsoladamente,
pues, aunque niño, comprende perfectamente
que él no debe incurrir en las indiscreciones natu-
rales de los de su edad. Piensa y habla como un
hombre y se expresa con toda corrección.— No
tiene esas salidas inoportunas de los niños, ni
dice majaderías, ni se aprovecha de la admira-
ción que despierta para hacer impertinencias ni
pedir lo que se le antoja.
Una de las aspiraciones más ardientes de Aqui-
178 SANSÓN CARRASCO
les era poseer un caballo, no un caballo de carne
y hueso, sino uno de madera como los que él ha-
bía visto á otros niños. El distinguido autor Ca-
stiglionne, que viaja con él y le estudia para com-
poner obras que se adapten á sus facultades,
escribió una preciosa comedia titulada La prima
gioia, en que Aquiles tiene el papel de protagonista
figurando un niño pobre que va á casa de unos
nobles y queda allí extasiado ante los juguetes
que los hijos de aquellos poseen. Lo que más le
llama la atención entre todo es un caballo, y en
un rapto de entusiasmo exclama: aAvere un cava--
lio, epoi moriré nelle sue braccia!r>
La primera vez que Aquiles á\)o esa frase en el
teatro, la expresó con tal verdad, con tanto entu-
siasmo, y tan poseído del deseo de tener un caba-
llo, que al' día siguiente, un Duque que había
asistido al teatro, le mandó un precioso caballo
que Aquiles conserva todavía, aunque ya un poco
sporco, según me lo manifestó con gran senti-
miento.
Otra obra que este niño prodigio interpreta con
raro talento es // Bugiardo. Retrata el tipo del
muchacho mentiroso y mal criado con una ver-
dad insuperable. — «¿Cuál es la capital de Italia?»
le pregunta el abuelo, y el niño responde muy re-
sueltamente. — « jGorgonsola!» — « No, interrumpe
el abuelo, la capital de Italia es Roma.» —Y el Bu-
giardo^ con una desfachatez admirable, con las
manos cruzadas en la espalda y la postura inso-
lente contesta : « E cosa ho detlo io! . . . »
Una noche, en uno de los teatrosxie Italia, el
digno público no aplaudió á Aquiles en un pasa-
AQUILES LAMBERTINI 1 79
ge en que generalmente se le aplaudía con entu-
siasmo y en vista de esa descortesía, quiso á to-
do trance ir á buscar al comisario de policía para
que arrestase á todos los concurrentes, que se-
gún él eran « una massa di asini che non capivano
nulla.9
Arranques de estos ha tenido muchos, y á ca-
da paso tiene ocurrencias oportunísimas, que
harían dudar de que son expontáneas si no fuera
por la oportunidad con que las manifiesta y por la
marcada intención que les da.
Antes de llegar al Rio de la Plata, ya le cono-
cían las principales ciudades de Italia, y la crítica
le había dedicado entusiastas artículos, entre
ellos uno del reputado escritor Philippi, que es
el más severo de los críticos del arte en Italia.
Aquiles Lambertini, á sus cinco años, ha dado
tema para que se escriba sobre él mucho más que
lo que se ha escrito sobre otros artistas de mérito.
Preguntábale yo días pasados:— «¿Qué te parece
Gemma Cuniberti?» Y Aquiles, sin apearse de un
caballo velocípedo que se esforzaba en hacer an-
dar, me contestó: — «3/í pare che le vanno bene le
tnedaglie che poría.» Un hombre de talento no ha-
bría emitido un juicio más completo en tan bre-
ves palabras. Indudablemente Aquiles debe te-
ner alguna rivalidad con la Gemma, sino por él,
cuando menos por su hermanitá^Luisa, que cul-
tiva el mismo género, pero, apesar de eso, tuvo la
suficiente discreción para no demostrar ni esa ri-
validad natural, limitándose á hacer su elogio sin
incurrir en^Baa exageración que parecería afec-
tada. ^
1 8o SANSÓN CARRASCO
En // Ducchino se reveló Aquiles bajo otra faz
que la que hasta entonces se le conocía. Supo
mantener su papel con dignidad, como corres-
pondía á su gerarquía, y ni por un momento se
dejó ver tras del aristocrático hijo de la duquesa
de Ferrara, al terrible bugiardo. Pero, donde ha
estado inimitable, ha sido en el Signorino Posa
Piano, el gran ocioso, el prototipo del egoísta que
por nada ni por nadie daría un paso con tal de no
fatigarse. Estuvo sublime cuando para viajar sin
molestia se encerró dentro de su propia maleta.
¡Con qué gravedad cómica se despidió del mundo
de los vivos, pidiendo al público que rogase por
el alma del Signorino Posa Piano!
Y después, cuando por vengarse de las moles-
tias que le causa su maestro, se presta á reempla-
zar á la joven á quien aquel quería seducir ¡con
qué gracia hizo la farsa de defender su virtud! . . .
¡con qué travesura rechazaba los ataques del se-
ductor! ¡con cuánta picardía disfrazaba su voce-
cita dándole el tono lánguido y suplicante de la
mujer que resiste sin voluntad! . . .
Eso no se enseña, ni puede enseñarse. Se nece-
sita tener todo el talento de Aquiles para inter-
pretar con tanta habilidad una escena que él ha
tenido que adivinar, desde que su edad no le per-
mite andar todavía envuelto en las estrepitosas
aventuras que con tanto afán buscaba el señor
Strepitoso.
Larga sería la tarea si me pusiese á detallar to-
dos los papeles en que descuella Aquiles Lamber-
tini, y la manera con que los interpreta. Esto es al-
go que no puede escribirse. — Hay que verle, hay
AQUILES LAMBERTINI l8l
que estudiarle, hay que observar todos y cada
uno de sus movimientos, sorprender sus mira-
das, oir la entonación que da á cada frase, para
apreciar el prodigioso talento de ese niño-hom-
bre, que llora y juega como los niños, y piensa y
discurre como los hombres.
¿Adonde llegará con los estudios y con los
años? Ardua es la respuesta, porque las alturas á
que puede remontarse el genio son incomensu-
rables. Aquiles nació artista, y su talento reco-
rrerá la vasta esfera del arte en todas sus zonas,
dando con su nombre una nueva hoja de laurel á
la corona de gloria que ciñe la frente de la Italia ar-
tística, cuna del genio en todas sus manifestacio-
nes: de Dante y de Petrarca en la poesía; de Ra-
fael y del Ticiano en la pintura; de Miguel Ángel
y Canova en la escultura; de Rossini y Donízzetti
en la música; de Módena, de Salvini y de Rossi en
el arte en que está llamado á descollar, como uno
de sus más brillantes intérpretes, el prodigioso
niño Aquiles Lambertini.
Junio 9 de 1883.
^^■^
EL PATIO DE -EL NACIONAL-
E dónde salen, dónde viven, dónde co-
men, dónde duermen esos centenares de
muchachos de todos tipos y de todas
¡ edades, que desde las primeras horas de
la mañana acampan en el patio de esta imprenta,
y lo convierten en teatro de sus truhanerías, de .
sus burlas, de sus juegos y de sus riñas ?
Ellos mismos, tal vez, no lo saben. Duermen
donde la noche les toma, después de sus mercan-
tiles correrías para vender el diario: comen lo que
la casualidad les depara, si no tienen con qué
comprar un pan y alguna golosina; visten las ro-
pas más remendadas y se cubren con los más es-
trafalarios sombreros, cuya prístina forma y co-
lor han deshecho y borrado el sol, el polvo y la
lluvia de dos veranos y de dos inviernos, cuando
no el volar de mano en mano á guisa de pelota,
184 SANSÓN CARRASCO
con gran contento del dueño, que, lejos de enfa-
darse, toma parte en la jarana y ayuda á zaran-
dear su manoseada prenda, que al cabo de vol-
tear por los aires como el manteado escudero de
la venta, va á caer sobre la cabeza á cuyo servicio
está, ajada, marchita, fatigada y con una arruga
más, que precipita su ya avanzada vejez.
Es de verlos á todos ellos, reunidos en torno del
que tuvo la dicha de ir al Cixco anoche, oyendo
boquiabiertos y con cara de envidia la enumera-
ción de las gracias del payaso, la narración de los
ejercicios del doble trapecio, de los equilibrios de
la cuerda floja, de los desgoznamientos del hom-
bre de goma que toma con los labios la moneda
colocada entre sus pies, haciéndose un arco, de
los saltos mortales, de los aros forrados de papel
que la amazona hiende lanzando el caballo á gran
carrera, y de todas las suertes, en fin, que consti-
tuyen el progrfuna de un espectáculo acrobático.
Pero donde el interés del auditorio aumgnta y
la mímica del narrador redobla, es cuando llega
á la descripción de la lucha descomunal de los
atletas RafFetto y Bartoletti, los héroes del dia,
que andan en boca de los viejos, cuyo nombre re-
piten los niños, envidiados por los changadores,
adorados en silencio por todas las fornidas mari-
tornes que se deleitan en la contemplación de su
recia musculatura, admirados por los carreros y
carniceros, y aplaudidos por los incautos concu-
rrentes que toman por lo serio esos retos lanzados
á manera de anzuelo en la corriente de la pública
credulidad, para pescar á los que no acierten á
ver el garfio oculto tras del cebo.
EL PATIO DE «EL NACIONAL» 185
Allí es el disputar y el argumentar sobre cual
de los dos tiene más habilidad, más maña, dicen
ellos, ó más fuerza. Divídese el auditorio en dos
campos. — Capuletos y Mónteseos defienden á
capa y espada á sus respectivos campeones. Los
RaíTetistas acusan á Bartoletti de usar de artima-
ñas y de ardides para evitar la caida, pero los con-
trarios acumulan á su vez á RalBFetto el valerse de
zancadillas y el untarse con aceite el cuerpo para
que su adversario no pueda tomarle con fijeza.
Y la discusión aumenta, y el entusiasmo crece,
y de la defensa del atleta se pasa al denuesto con-
tra el defensor; la voz degenera en grito, el ade-
mán se hace amenazador, los ojos chispean de
cólera, y al fin la disputa se resuelve en una lucha
librada entre los dos jefes de cada pandilla, como
hacían los caballeros antiguos para decidir la
suerte de una batalla.
Generalmente la contienda no llega á su térmi-
no, por la estemporánea é inoportuna interven-
ción de un vigilante, que sin respetos ni mira-
mientos por Horacios ni Curiacios, arremete con
todos ellos, los dispersa, y las más veces no con-
sigue hacer presa de ninguno, pues se le escapan,
se le filtran por entre las manos, haciéndose im-
palpables é invisibles como esos fuegos fatuos
que á lo lejos se ven vagar sobre las osamentas
en el campo, y que desaparecen al acercarse á la
causa que los engendra.
El patio queda desierto; solo en un rincón se
ve al viejo vendedor de roscas con grasa y masas
de indefinida é indefinible confección, sentado
junto á su mercancía, enarbolado el garrote para
1 86 SANSÓN CARRASCO
ahuyentar tentaciones, testigo mudo é impasible
de aquellas disputas y riñas que en su derredor se
originan, sin variar de postura más que para pro-
teger con su cuerpo el canasto de sus mazapanes
contra las peripecias inesperadas de la lucha.
A los cinco minutos ya está reinstalado el cón-
clave. Se ve á los dispersos aparecer uno á uno,
asomando la cabeza por detrás de las puertas,
surjiendo otros de debajo de un cajón, entrando
los demás de la calle con paso desconfiado y táci-
to, como esos roedores nocturnos que con reca-
tado y avizor andar salen de los albañales y bro-
tan de entre las grietas del empedrado en busca
de los desperdicios y mendrugos que á la calle
arrojan los vecinos.
A la cabeza de todos ellos viene Andina, el cé-
lebre Andina, jefe y capataz de todos los pilluelos,
decano del honrado y socorrido gremio de ven-
dedores de diarios y periódicos. A una voz de
mando todos callan, y Andina les espeta un dis-
curso ininteligible, pronunciado con medias pa-
labras que no acierta á redondear con su lengua
de trapo viejo. Y es tal el espíritu de disciplina
de la pandilla, y tal el prestigio de su jefe, que
basta que Andina se tire á muerto, para que to-
dos en su torno caigan al suelo y no se levanten
hasta que aquel lo haga.
A su lado está el Pebete, pilluelo criollo de edad
indescifrable, chicuelo y travieso como una lau-
cha, vestido con un traje cuya primitiva tela ha
desaparecido bajo los remiendos híbridos y hete-
reogéneos que semejan un tablero con casillas de
diferente color y tamaño; calzado con unos zapa-
EL PATIO DE «EL NACIONAL» 187
tos que por entre las muecas del cuero raido de-
jan ver los dedos del pié armados de garras cor-
vas, que no de uñas, y cubierto con un sombrero
de forma imposible, desalado, terminado en pun-
ta, y tornasolado con los colores que median
entre el negro del rapé y el verde botella.
Tras de él está el Conejo, de nombre y de cara,
con los ojos vivos y redondos, los labios abulta-
dos y salientes, gran tocador de polkas y milon-
gas que ejecuta con una de esas flautas de lata
cuyas notas corresponden á otros tantos agujeros
cuadrados, dispuestos como mechinales de palo-
mar, y que se gana la vida luciendo sus dotes
musicales en peringundines y bailes de candil.
A veces Conejo trae su flauta al patio, y enton-
ces es de ver la atención con que le oyen los pre-
sentes, y acompañan al flautista con sus pene-
trantes y añnados silbidos, repitiendo la milonga
mas en boga y cantando con acento de quién
busca gresca:
Soy del barrio de Palcrmo,
De la calle Santa Fé,
Mi nombre es : como gobierno ;
Mi apellido : príendalé.
Entre el auditorio está Pequeño, napolitano
acriollado, adornado de todas las pillerías impor-
tadas y de toda la travesura nativa, y más allá se
ve al Zurdo j á Gamba síoria, á la Nena, á Ronqutto,
á Alfeñique, al Piojito, á cien más, eternas repro-
ducciones de los héroes de Hurtado de Mendoza,
de Mateo Alemán, de Ladrón de Guevara, de Le-
sage; colegas de los pelaires de Segovia, de los
SANSÓN CARRASCO
Agujeros del potro de Córdoba y de los mozos de
la feria de Sevilla que mantearon al malaventu-
rado Sancho; afines de Ginesillo de Pasamonte y
de Gil Blas de Santillana; y llegando más á nues-
tros días, hermanos del inolvidable Gavroche, cu-
yas heizañas y pillastronadas copian y parodian
instintivamente, sin haber nunca leido ni oido
hablar de lo que esos sus ilustres antecesores hi-
cieron para conquistar la imperecedera gloria de
servir de carozo á los más sabrosos y sazonados
firutos de nuestra habla castellana.
Causa risa el ver la importancia y prosopopeya
con que esos chicuelos se hacen servir por el ven-
dedor de helados, cuya mercancía saborean en
una copa con más vidrio que hueco, pagando el
importe con todo el desprecio de quien tiene en
menos el dinero ó fácilmente lo adquiere. Pero la
gracia no está en tomarlo de un color, blanco ó
rosado, sino mixto, de uno y otro, disciplinado,
como dicen los franceses, mostrando de esa ma-
nera que saben darse un corte, al decir de los que,
sin un centavo, vengan su pobreza satirizando á
los opulentos.
¡Y con qué escrupulosidad juegan sus reales!
No se trampean, no se alteran, ni pierden la gra-
vedad, ya les sea adversa ó favorable la suerte. Si
se presenta la dificultad de un empate dudoso, ó
de un caso no previsto en sus códigos, se recurre
al arbitrage de Andina, que falla sin apelación en
favor de quién, á su parecer, tiene de su parte á
la justicia. Si por casualidad Andina está ausen-
te, entonces ya es otra cosa ; la dificultad se re-
suelve generalmente con arreglo al mote del
EL PATIO DE «EL NACIONAL» 1 89
escudo chileno : ¡ por la razón ó la fuerza ! La úl-
tima es la que dirime la cuestión.
A todo esto está el viejo masitero atento, si-
guiendo las peripecias del juego y haciendo vo-
tos Íntimos á favor de sus habituales consumido-
res, esperanzado en que la ganancia de estos ha
de redundar en pro de la suya, dando despacho
á aquellas desgraciadas masas, aburridas á fuer-
za de viejas, moteadas por las moscas que logran
evitar el continuo abanicar del vendedor, y em-
pedernidas como un criminal recalcitrante.
Hay momentos en que se hace insoportable
para los que trabajamos aquí, puerta de por me-
dio con ellos, el vocerío y la algazara que arman
con cualquier motivo, y entonces son inútiles las
amonestaciones y los discursos. Para aplacar
aquella polvareda de descompasados gritos y de
ruidosas carcajadas, hay que regarlos con dos ó
tres jarros de agua, que siembran la dispersión
en los apretados grupos y sirven de elocuente y
húmeda advertencia para hacerles entender que
molestan .
A las tres empiezan á oirse los latidos del mo-
tor y el voltear del volante de la máquina, y mo-
mentos después, este monstruo del arte y de .la
mecánica empieza á vomitar por arriba y por
abajo, por derecha y por izquierda, las hojas de
papel impreso que sirven durante una hora de
alimento á la curiosidad pública, ávida siempre
de novedades, como si estuviese en mano de los
que escriben el hacerlas. Cada vuelta de la rueda
marca ocho ejemplares que van á la circulación,
y en menos de una hora salen á la calle más de
igO SANSÓN CARRASCO
cinco mil números, que á poco rato llegan á los
más apartados barrios de la ciudad llevados y
pregonados por los tertulianos del patio, que á
paso de trote y con la voz anhelante, van gritando
de calle en calle y de puerta en puerta, trepando
á los tram-ways y deteniendo á los transeúntes:
« i EL NACIONAL 1 ¡Última hora! ¡Nacional-Cionalh
Los primeros 2.500 números que la máquina
imprime pertenecen á un comprador por mayor,
á Sarategui, quelos detalla entre sus marchan-
tes y monopoliza las estaciones de las vías férreas,
la Bolsa y otros puntos de reunión. Después vie-
ne el despacho menudo; cien á un muchacho que
los reparte con sus socios; cincuenta al otro, vein-
te al de allá, diez al de acá, guardando todos su
número de orden, y ayudando á doblar los de
sus compañeros mientras les llega el turno. En el
lenguaje técnico de los muchachos, el diario se
vende y se compra como los comestibles.
—Déme cinco pesos de Nacional.
— ; Á mi quince pesos !
—Vendo diez pesos de Libertad doblada.
A las cinco, el patio, aquel patio tan animado y
bullicioso dos horas antes, está muerto y mudo,
con sus losas desiguales y resquebrajadas que
conservan las huellas indelebles del continuo sa-
livar y de las cascaras de duraznos y bananas
pisoteadas, que amenazan con un porrazo al in-
cauto que por allí pasa distraído.
¿Dónde están los alegres pobladores del patio
de El Nacional?
Por ahí van; por calles y por plazas, haya sol ó
lluvia, granice de frío ó sofoque de calor, llevan-
EL PATIO DE a EL NACIONAL » I9I
do bajo el brazo su mercancía política, literaria,
comercial y noticiera, que reparten y venden en
bien de ellos, de sus madres que esperan la mo-
desta ganancia del día para poner la olla al fuego,
y de sus hermanitos, que con los diarios viejos
que el hermano no pudo vender, ensayan el ofi-
cio corriendo por los patios y corredores del con-
ventillo que habitan, y gritando con sus vocecitas
agudas y penetrantes, los pies descalzos y la ca-
misita que apenas les cubre el vientre: ¡El Nacio-
nal! ¡NacionalJ ¡CionalJ ¡Última hora!
Marzo 14 de 1882.
'\
SAN PEDRO
O fué de los destituidos, el santo portero
del cielo. San Pedro revista aún en la
lista activa: es un santo de curso legal,
no desmonetizado como San Juan, que
ha quedado relegado á la categoría de Santo de
pacotilla.
No goza San Pedro de la popularidad de San
Juan, pero aun asi es festejado con bastante entu-
siasmo: con murgas y con cohetes; con pasteles y
ramilletes ; con comilonas y cenas en que repre-
sentan el papel de protagonista las aves de corral,
desde el vanidoso pavo de moco rojo, hasta los
suculentos pollos de pechuga mantecosa.
San Pedro no tiene fogatas, como San Juan, pe-
ro en cambio tiene bailes. Tampoco tiene el por-
tero de los cielos la virtud del Bautista para dar
novios á las niñas casaderas, pero combina los
>3
194 SANSÓN CARRASCO
compadrazgos, y sabe Dios si á la sombra de ese
sacramento no combina el viejo zorro más volun-
tades que su rival.
San Pedro ha gozado de una fama aristocrática
en Montevideo, como que era en su honor que
año tras año se celebraban los fastuosos bailes de
Zumarán, á los que concurría lo más granado
de nuestra sociedad. Ser invitado á los salones de
don Pedro importaba, entonces, poco menos que
calzar la espuela y recibir el espaldarazo para ser
admitido como caballero armado en los torneos
del buen tono.
Los grandes salones de la espléndida casa de la
calle Zabala no bastaban para contener la inmen-
sa concurrencia que acudía á la invitación de
don Pedro Saenz de Zumarán, antiguo vecino de
Montevideo, vinculado á una numerosa y distin-
guida familia, y relacionado con todo lo que tenía
un nombre, una posición ó un título. Investido
con un cargo honorífico por el Gobierno de Es-
paña, era su casa el punto de reunión del Cuerpo
Diplomático, de los oficiales de las estaciones na-
vales surtas en el puerto, y de todos los viajeros
distinguidos que llegaban á Montevideo.
Con tales relaciones y con la justa fama que sus
reuniones tenían, no hay para qué decir que, en
las vísperas de San Pedro, no se hablaba de otra
cosa sino del próximo baile. Todo Montevideo ele-
gante estaba de preparativos, y hasta de Buenos
Aires venían señoritas y caballeros con el único
ñn de concurrir á la fiesta.
La casa se prestaba admirablemente para dar
al baile toda la suntuosidad que correspondía á
SAN PEDRO 195
los concurrentes que la frecuentaban. La entrada
amplia, la escalera cómoda, dando acceso á una
espaciosa galería de cristales, en cuyo extremo se
abrían, á uno y otro lado, las puertas que condu-
cían á los dos vastos salones, divididos por una
pequeña salita, en la que se instalaba la orquesta.
Todo era allí elegancia y compostura, debido á
la discreta selección de los dueños de casa en lo
tocante á las invitaciones. Los polluelos estaban
absolutamente proscritos de aquellos bailes, y
los jovencitos se pasaban los años mirándose al
espejo para ver si les apuntaba el bozo que ha-
bía de franquearles la entrada que anhelaban.
Cuando les llegaba el día de ser invitados, ya se
creían otros. Al día siguiente ya vestían sombre-
ro de copa y se paseaban con cierta gravedad,
plenamente convencidos de que habían pasado á
la categoría de hombres formales, formalidad que
acreditaban con la tarjeta de invitación, que á
guisa de diploma ostentaban con orgullo.
Tres generaciones de jóvenes de ambos sexos
han pasado por los salones de don Pedro Zuma-
rán. Cada año se notaba la falta de algunas pare-
jas de los anteriores, pero llenaban el hueco otras
nuevas, y así seguía renovándose la concurrencia
siempre, ó reaparecían ya casadas las parejas que
en el año precedente cuchicheaban con misterio,
prolongando las temporadas^ no sin que la señora
dueña de casa las apercibiese con esquisita ama-
bilidad.
En cambio de esas parejas que desaparecían de
los bailes por la puerta del matrimonio, había
otras, recalcitrantes, veteranas, que montaban la
196 SANSÓN CARRASCO
guardia año tras año, hasta que dejaban de figu-
rar en las fuerzas activas de la danza y pasaban á
revistaren la pasiva, atrincheradas en los sillones
y sofaes que contorneaban el salón.
Todavía hay bailarines y bailarinas de aquellas
fiestas de San Pedro que están esperando su tur-
no de salir de novios, siquiera sea en las cedulillas
de San Juan; de esas que reparan las ruinas del
tiempo con cosméticos, como se reparan con pun-
tales los desperfectos de las casas.
El cataclismo del 75 arrastró también á don Pe-
dro Zumarán, como arrastró muchas otras fortu-
nas, y á diferencia de otros, que por conservar su
rango sacrifican á los demás, él se sometió á su
situación y se retiró á más sencilla vida, acompa-
ñándole á su retiro todas las simpatías y afeccio-
nes que le rodeaban cuando vivía en la opulencia.
Su sala es hoy tanto ó más concurrida que en
aquellos tiempos. Pero los bailes se acabaron. Ya
no queda de ellos más que el recuerdo de los bue-
nos ratos pasados en aquellas soberbias fiestas á
que concurría la sociedad distinguida de Monte-
video.
El año pasado resucitaron los bailes de San Pe-
dro, pero no en casa del señor Zumarán, sino en
la de don Pedro Piñeyrüa, uno de los principes
de la fortuna hoy en día. La inauguración de sus
bailes fué espléndida, y escogida la concurrencia
que á ellos asistió. Fué una fiesta que hizo época,
como la hubiera hecho la de este año, si una des-
gracia de familia no hubiese venido á sembrar de
duelo el hogar en que todo sería hoy animación y
regocijo. El tiempo, ese gran médico del dolor,
SAN PEDRO 197
se encargará de devolver á ese hogar la alegría; y
los bailes de Piñeyrüa volverán á ser para Monte-
video lo que fueron los de Zumarán, fiestas clási-
cas en las que todos tenían á distinción el ser in-
vitados, y á las que se hacían un deber en concu-
rrir, como contribuyendo á reflejar en un solo
grupo todo lo que nuestra sociedad tiene de cul-
to y distinguido.
San Pedro seguirá, pues, siendo un santo aris-
tocrático, y gozando de todas sus prerogativas y
fueros, mientras el benemérito y popular San
Juan queda relegado á la categoría de los santos
de menor cuantía, en cuyo honor no repica la
iglesia ni enciende sus cirios, pero el pueblo se-
guirá festejándole con cohetes y fogatas, y mur-
gas y serenatas, y pasteles y ramilletes, y opípa-
ras comidas y cenas suculentas, mientras galanes
y doncellas cifran en él su destino matrimonial ,
misteriosamente envuelto dentro de las cedu-
Ullas.
Á los frutos de esos enlaces sanjuanescos, San
Pedro se encarga de darles padrinos, pasatiempo
propio de santo tan respetable como lo es el lla-
vero celestial, encargado de dar entrada en aquel
reino á todos los que en la tierra han sufrido, con
escepción de los viudos reincidentes en el delito
de matrimonio.
¿Por qué esa escepción? preguntarán ustedes,
lectores míos. Van ustedes á saberlo, si es que
quieren dar fé á lo que voy á contarles, y es lo
siguiente :
Murió un tal, que no hay para que nombrarle,
y, como todos los que mueren^ fué derechito á
19^ SANSÓN CARRASCO
golpear las puertas del cielo, ansioso de gozar de
las delicias prometidas á todos los que han sufri-
do en este valle de lágrimas. Golpeó, pues, como
decía, y al golpear acudió San Pedro, abrió el
ventanillo de la puerta para informarse primero
de quién era el que solicitaba la entrada, y le pre-
guntó:
—¿Qué te se ofrece, hijo?
—Quiero entrar al reino de los cielos.
— ¿Y qué méritos has contraído para merecer
tal favor?
—He sufrido todas las amarguras, he sido ca-
sado
—Basta, basta hijo, dijo San Pedro abriendo de
par en par la puerta, entra sin más esplicación,
que con solo decir que fuiste casado, tienes bas-
tante y sobrante para haberte ganado la gloria
eterna.
Este diálogo oyó otro muerto que tras del pri-
mero venía, y sabiendo ya que los casados tenían
entrada franca, se presentó muy orondo, dio su
golpecito, y abriendo San Pedro el ventanillo, co-
mo al anterior le preguntó:
—¿Qué te se ofrece, hijo?
—Quiero entrar al reino de los cielos.
—¿Y qué méritos has contraído para solicitar
esa gracia.
—La de haber sido casado, y no una, sino dos
veces, contestó el solicitante, creyendo de esa
manera asegurar más la entrada.
Pero, con gran sorpresa suya, San Pedro le dio
un portazo en las mismas narices, y por el aguje-
ro de la llave le gritó:
SAN PEDRO 199
—Vete al infierno, zopenco, que los tontos no
tienen entrada en el reino de los cielos.
Por donde se verá que San Pedro tiene la más
triste idea del matrimonio, y eso que no cuenta la
historia que fuese casado.
Cierto que, como santo que es, debía tener al-
guna intuición profética !
Y aquí concluye el cuento, y con él, este artícu-
lo, que es escrito en recuerdo de todos los Pedros
que me lean, á los que deseo felices años y que
Dios les libre de tener que habérselas con
—¿Con el matrimonio?
—No, hombre con un Fiscal del Cnmen.
Junio 29 de 1883.
w
EDUARDO CARMONA
PRIMER ACTOR CÓMICO
ON Antonio Carmona, actor dramático,
español, casado con doña Belén Vigones,
primera actriz de los teatros de la Corte,
andaba allá por el año 1850 haciendo una
escursión artística por el Sud de la Península, y
estando Belén en Jerez de la Frontera, hubo de
retirarse temporalmente de la escena para dar á
luz lo que en sus entrañas llevaba, fruto, no por
cierto del Espíritu Santo, sino antes bien del mis-
mísimo demonio, según salió de endiablado y tra-
vieso el chiquillo, que nació en aquella tierra clá-
sica de la gracia y de la picardía.
Pusiéronle en la pila por nombre Eduardo, y
más le valiera que jamás se lo pusieran, pues fué
el tal bautizo causa de que el chicuelo quedase
tuerto, por donde se verá que hasta los sacramen-
tos de la Santa Madre Iglesia tienen su peligro.
202 SANSÓN CARRASCO
Es el caso que á los veinte días de nacido el ni-
ño decidieron sus padres que era* ya tiempo de
aceitarle y ungirle como corderillo del católico
rebaño, y al efecto salió la familia en son de fiesta,
acompañada de amigos y padrinos y compadres,
llevado el niño en brazos por la robusta pasiega
que le ameimantaba, cubierto el rostro para pre-
servarle del aire y de la luz. Antojósele á una co-
madre del barrio ver la cara del angelito, y la
pasiega por complacerla levantó el pañizuelo que
la cubría, sin soñar siquiera que aquello había de
ser causa de la futura desgracia de su hijo de
leche.
Llegó la comitiva á la iglesia, tomó el padrino
de los pies al chiquitín, y la madrina por la cabeza,
resongó el cura su fórmula, dijo el sacristán Amen
con voz gangosa, y en seguida hicieron una ensa-
lada de aceite y sal en la mollera del bautizado,
que berreaba á grito pelado, mostrando así desde
chiquillo sus endemoniadas tendencias.
Vuelta á casa la comitiva, y después de festejar
al bautizado, como es de práctica en esos casos,
retirados los padrinos y visitantes, echaron de
ver los padres que Eduardito seguía llorando más
de lo que al sosiego de la casa convenía, y tratan-
do de indagar qiiale caiisam, notaron que tenía los
ojos muy irritados, y que de ellos le lloraba algo
más espeso que lágrimas.
Llamado en el momento el médico que más á
mano se encontró, dijo éste, después de exami-
nar al chiquillo, que el mal estaba en un aire que
había recibido, culpa de aquella maldita curiosi-
dad de la comadre que quiso ver al angelito, y
EDUARDO CARMONA 203
para curarle, recetó un colirio, con el cual asegu-
ró el físico que se pondría bueno Eduardito á po-
co andar.
Todavia no había salido el médico, y ya el pa-
dre de la criatura salía echando diablos por las
calles del pueblo en busca del afamado colirio.
Hizo el menjurje el boticario, lo encerró en un
frasquito, pagó el padre ocho por lo que no valía
dos, y volvió de carrera á su casa, llevando en la
mano el elixir que había de calmar los sufrimien-
tos del niño. Loca de alegría la madre, tomó á su
hijito querido en los brazos, le acostó en su rega-
zo, y haciéndole fiestas para que abriese los ojos,
dejóle caer una gota de colirio en el izquierdo.
I Aquí fué el chillar como un marrano el Eduardito
y patalear como si le estuvieran matando! Creyó
la madre que aquello sería un ardor pasajero, pe-
ro viendo que el llanto continuaba, y que los ges-
tos de dolor eran cada vez más angustiosos, man-
dó al instante al sirviente en busca del médico,
mientras el padre ensayaba todos los medios
imaginables para hacer callar á la víctima.
Á poco rato llegó el médico, y viendo á la ma-
dre deshecha en un mar de lágrimas y al padre
mesándose las barbas, preguntó algo alarmado:
—¿Qué es eso, señora? ¿Por qué se aflije usted
de esa manera?
— ¡Ay! ¡doctor! exclamó doña Belén entre sollo-
zos: ¡el ojo! ¡el ojo de mi hijo!
—¿El ojo? No se alarme, señora, respondió el
médico con tono tranquilizador; no se alarme us-
ted; no es nada lo del ojo!
—¿Como que no es nada? interrumpió el padre
204 SANSÓN CARRASCO
desesperado. ¿Le parece á usted que no es nada
lo del ojo, cuando le tengo aquí en la mano?
Y al decir esto estendía la mano derecha, mos-
trando én la palma de la mano una materia visco-
sa, que el médico examinó, convenciéndose de
que efectivamenfe aquello era el ojo de Eduardi-
to. Aprovechó el físico aquel momento de confu-
sión que la noticia produjo para salir de la casa
poco menos que volando, é hizo bien, porque, á
pescarle don Antonio, no se escapa con todos sus
huesos sanos.
Causado el daño, consoláronse como pudieron
ios padres, dándose todavía por muy felices con
no haber aplicado el colirio al chiquillo en los dos
ojos; y gracias á esa previsión inesplicable de
una madre, tenemos hoy ocasión de aplaudir
al más gracioso de los tuertos, y al más tuerto de
ios graciosos, que, si se sigue la prescripción mé-
dica, esta sería la hora en que andaría Eduardo
Carmona con lazarillo ó tropezando con las es-
quinas.
Salvado el ojo, creció el hijo de doña Belén Vi-
gones al lado del regazo de la madre, y no tenía
todavía cinco años cuando ya sabía más de bam-
balinas y telones, que de letras y palotes. La
pierna de mandinga era el tuertecito en el teatro,
y no pasaba noche sin que cometiese algún desa-
guisado, ya poniéndole colas de papel al galán,
ya tirándole pelotillas al barba en las más patéti-
cas escenas, ya haciendo judiadas de todo género
con las comparsas. Llegó á hacerse tan insopor-
table, que en las contratas que los empresarios
ajustaban con doña Belén, se establecía como
EDUARDO CARMONA 20$
cláusula principal la de que el tuerto no había de
entrar al teatro bajo ningún pretesto; pero ni por
esas : Eduardo se metía á la escena aunque fuese
por el ojo de una cerradura, y al poco rato ya se
hacía sentir con alguna trastada.
A todo esto había ya muerto don Antonio Car-
mona, padre del endiablado tuerto, y casada en
segundas nupcias la Vigones con aquel Fernán-
dez Guitard, de bien querida memoria, decidió
sujetar al travieso Eduardito, poniéndole bajo la
custodia de los Reverendos que dirigían el Cole-
gio del Salvador en Sevilla. Pero no por eso se
sosegó el endemoniado, pues seguía haciendo
diabluras á más y mejor, peleando con cuanto
muchacho le mojaba la oreja, sin reparar en si
era chico ó grande, hazañas que le valieron el ver
su rostro condecorado con numerosas cicatrices,
que conserva hoy todavía, y que le sentaron á su
belleza como pedrada en ojo tuerto, pues si feo
era por no haber nacido bonito, reagravado con lo
del colirio, más feo quedó con aquellos costuro-
nes y cardenales que ganó en sus infantiles re-
yertas.
El año 58 hizo la señora Vigones una ventajosa
contrata para venir á América como primera da-
ma, en compañía de su esposo, ajustado también
como primer galán con un pingüe salarió, y qui-
so, como era natural, traer consigo á su hijo, que
era el Benjamín de la familia, por lo mismo que
había sido el más desgraciado, merced al malde-
cido médico de Jerez de la Frontera. Pero tales
razones adujeron los Reverendos Sevillanos del
Colegio del Salvador para retener al niño, que
206 SANSÓN CARRASCO
era muy despierto y aprovechado apesar de sus
fechorías, que la madre consintió en dejarle, vi-
niéndose ella inmediatamente con ánimo de re-
gresar una vez concluida la contrata. Hace de
esto veinticinco años y ¡todavía está aquí!
Cuadró la casualidad de que en el mismo colegio
en que Eduardito se educaba había, también, dos
hijos del reputado actor don José Valero, con
quienes trabó estrecha amistad, y cada vez que
ellos salían del pupilaje, llevaban á su casa al tuer-
tito, á quien festejaba mucho don José, como que
apreciaba bien ádoña Belén, por haber esta traba-
jado con aplauso en compañía de quien entonces
compartía con Julián Romea las glorias de la es-
cena española. Viendo al chicuelo tan despejado,
y adivinando tal vez en él las dotes de un buen
actor cómico, propúsole Valero que tomase parte
en una función que á su beneficio había de darse
en el teatro de San Fernando de Sevilla ; y reca-
bado el permiso de los maestros, empezó el chico
Carmona á ensayar el papel de Joaquiniio Rodajas
que había de hacer en la peti-pieza El maestro de
Escuela, en la que el gran actor representaba el de
protagonista.
Toda Sevilla fué al beneficio de don José Vale-
ro, y toda Sevilla tuvo, ocasión de aplaudir en
aquella noche á Eduardo Carmona, que á la edad
de ocho años hizo un Joaquiniio Rodajas inimita-
ble . Guarda Carmona como reliquia un número
de Las Novedades, diario importante de Sevilla,
en el que se le tributaban cumplidos elogios por el
talento qne había demostrado en tan corta edad,
y desde entonces el hijo de don Antonio Carmona
EDUAítDO CARMONA 2O7
y de doña Belén Vigones solo fué conocido por el
alias de Joaquiniio Rodajas, borrando así con su
habilidad el apodo de tuerto con que se le nom-
braba desde la malhadada gracia del colirio.
Y aquí apuntaré una coincidencia : quince años
después de su estreno en el San Feínando de Se-
villa, volvió Carmona á desempeñar el mismo
papel de Joaquiniio Rodajas^ en Montevideo, ha-
ciendo don José Valero el Maestro de Escuela, re-
cordando ambos con ese motivo aquellos tiem-
pos en que el tuerto traía desazonados á todos los
empresarios con sus insoportables travesuras.
Apuntada la coincidencia, continúo mi relato.
A los dos años de andar por estas playas la Vi-
gones, decidió traer á su Eduardito, pues temía,
y con razón, que en mucho tiempo no había de
volver ella jt España : y apesar de los rezongos de
los Reverendos, que á toda costa querían hacer
fraile á su endiablado discípulo, hubieron de
mandarle, llegando aquí el arrapiezo á mediados
del 60. Tenía entonces diez años de edad y veinte
de picardías, pero fuera de su centro y alejado de
sus compinches, se sosegó, y sin dejar de ser
tuerto empezó á ser muchacho de provecho, ayu-
dando como podía á sus padres, y digo así en
plural, por que, apesar de haber perdido el suyo,
Carmona encontró otro tan cariñoso como el pro-
pio en el bueno de Fernández Guitard.
Á los doce años hizo en el teatro Solís el papel
de negro en El último mono, y tan bien lo desem-
peñó, que el malogrado Fermín Ferreyra creó
apropósito un papel de negro en su proverbio có-
mico Donde las dan las toman, para que lo repre-
208 SANSÓN CARBASCO
sentase Carmona, papel en que se lució el tuerto,
y le valió sentar plaza en la compañía desempe-
ñando papeles secundarios, ó haciendo de segun-
do apunte, según las circunstancias.
Así, promiscuando entre apuntador y apuntado,
según estuviese dentro de la concha ó sobre el
tablado, vivió hasta el año 70, época en que por
una casualidad se elevó á la categoría de primer
actor cómico . — Formaba parte Carmona á la sa-
zón de la compañía Berenguer, que actuaba en el
teatro de La Alegría, en Buenos Aires, compañía
en la que el célebre Cubas figuraba como primer
gracioso. Tuvo, no sé por qué compromisos, que
ir Cubas al Rosario, y bajo formal promesa de
estar para el día del estreno en Buenos Aires, per-
mitióle Berenguer que fuese. Pero sucedió que,
llegado el día convenido, no estaba Cubas de
vuelta, y no había como postergar la función,
pues era el primer día de las fiestas Mayas, y sa-
bido es que en Buenos Aires no queda en esas no-
ches una localidad vacía en ninguno de los tea-
tros. Berenguer estaba dado á todos los diablos
con aquel retraso injustificable de Cubas. Estaba
anunciado en los carteles el saínete Sálvese el que
pueda, en que el gracioso tiene una parte impor-
tantísima, y hubiera sido gran descrédito para la
Empresa faltar al programa precisamente en la no-
che de estreno de la compañía. Dando y temando
en aquella contrariedad, ocurriósele á Berenguer
que podría fácilmente salir del paso encargando
á Carmona de reemplazar á Cubas, y no bien lo
pensó, cuando ya se lo comunicó al ex-discípulo
del colegio del Salvador. Oyó Carmona la pro-
EDUARDO CARMONA 209
puesta, guiñó el único ojo que le quedaba, rascó-
se la mollera, y se quedó pensando por largo rato
lo que había de contestar. Por un lado le tentaba
aquella ocasión que se le ofrecía para mostrar lo
que él se creía capaz de hacer, pero por otro le
escocía el temor de un fracaso. «Quien no se aven-
tura, no pasa la mar», dijo Carmona para sí, y re-
suelto ya á jugar el todo por el todo, aceptó el en-
vite, y aunque era ya medio día, se comprometió
á desempeñar esa misma noche el papel que á
Cubas correspondía. Llegó la hora, salió Carmo-
na, sorprendióse un tanto el público al encon-
trarse con un Cubas tuerto, pero á poco que em-
pezó el Joaquinito Rodajas de Sevilla á lucir sus
gracias, echó la concurrencia á reir de tan buena
gana que el teatro se venía abajo á aplausos y car-
cajadas.
¡Sálvese el que pueda I era el título de la obra, y
como Carmona podía, se salvó ileso, sacando co-
mo gaje una reputación de cómico escelente,
amén de las simpatías que se captó en aquella no-
che. ¡Y ya no hubo más ! El tuertito fué el chiche
del teatro, el niño mimado del público, y cuando
volvió Cubas se encontró con la plaza tan bien to-
mada, que tuvo por más prudente no tentar la
reconquista. Desde entonces, Eduardo Carmona
fué el primer actor cómico obligado de todas las
compañías dramáticas que se organizaron en
Montevideo, Buenos Aires y Rosario, alcanzando
inmensa boga, realzada su natural travesura por
aquel gesto de picaro que le daba el ojo tuerto.
Allá por el 74 el drama español iba muy de ca-
pa caida en el Río de la Plata, dominado por la
8. C. * 14
210 SANSÓN CARRASCO
» •
zarzuela que hacía furor en todas partes. Carmo-
na se desesperaba por verse sin trabajo, y una ma-
ñana, conforme había de hacer otra cosa, se puso
á cantar en su cuarto inconcientemente, obede-
ciendo sin duda á aquella máxima que dice : « el
que canta, sus males espanta» : y á fé que no eran
pequeños los que aflijían al hijo de doña Belén.
Cantando, cantando, se le ocurrió á Carmona
que tenía voz de tenor. Yo creo que esto fué sim-
plemente una invención del travieso tuerto, pero,
ya fuera aquella voz real ó ficticia, él la diputó y la
tuvo por de tenor absoluto, y con el mayor des-
parpajo se presentó como tal, y como tal se con-
trató, estrenándose en Buenas noches don Simón,
con aplauso. De música, no sabía Carmona ni
que el pentagrama tuviese cinco rayas, pero él se
hacía tocar su parte en el piano y la retenia con
más precisión y ajuste que si se hubiera pasado
los años solfeando. Fernández Guitard no quiso
ser menos que su hijastro, y como ya había un
tenor en la familia, él se arregló una voz de barí-
tono que podía también servir para bajo, y otra
de bajo, que se acomodaba á la de barítono, se-
gún las cirunstancias lo requerían .
Carmona, á pesar de toda su travesura, topó
en su carrera artística con otro travieso con
quien no le valieron mañas, pues, aunque no tiene
más que un ojo, por allí le encajó una flecha Cu-
pido; y cata aquí al hijo de doña Belén Vigones,
cojido entre las redes del hijo de Venus; por don-
de verá el lector que á veces puede más un ciego
que un tuerto. El ciego Cupido revolcó y zaran-
deó de tal manera al tuerto Carmona, que á me-
EDUARDO CARMONA 211
■
diados del año 75 le hacía entrar como un corde-
rino por las puertas de la sacristía, saliendo de
allí con una compañera del brazo para todos los
días de su vida ! Fatal le ha sido la iglesia
á Eduardo Carmona. La primera vez que entró
en ella con motivo del bautizo, le costó literal-
mente un ojo de la cara, y la segunda vez, salió
con una costilla menos; á bien que ésta no la per-
dió del todo, pues todavía la tiene 4 su lado.
Aquí se duplicaron los trabajos de mi hombre.
Ya no era él solo, dispuesto á pasarse las noches
en una rama, como buen pájaro que era. Ahora*
había también la pájara, y para ella era necesario
tener un nido mullido y calentito, á la espera de
los pichones, que no tardaron en venir, y más de
prisa de lo que convenía á quien tenía que bus-
carse la vida, cantando como la cigarra en el
buen tiempo, y pasando frío y estrecheces cuan-
do la temperatura artística descendía.
Así pasó un año, y otro, y otro, cantando en
nuestros teatros y en los de Buenos Aires, llegan-
do á hacerse insuperable en los papeles deliego
de Los íMadgyares, del Blas de Mis dos mugeres,
del primo del Jielámpago, y varios otros, en que
alcanzó y excedió á AUú.
Pero no todo han sido flores en la carrera para
Carmona. También ha sufrido los más crueles
sinsabores que pueden destrozar el corazón de
un padre. A principios del 80 trabajaba como
primer tenor cómico en La Alegría de Buenos Ai-
res, cuando se le enfermó un hijito de dos años,
querido como todos los hijos. El niño se empeo-
ró, y Carmona, atado al teatro por el doble yugo
212 SANSÓN CARRASCO
del contrato y de la necesidad, siguió trabajando,
haciendo reir con sus gestos, mientras por dentro
lloraba. Una noche, en momentos en que se pre-
paraba para ir al teatro, el médico que asistia al
niño le detuvo diciéndole :
—No salga usted; se lo aconsejo como amigo.
—¿Cree usted que. . . ? exclamó Carmona pre-
sintiendo la horrible desgracia.
—Sí, mi amjgo. Creo que el , niño no pasa de
esta noche, contestó el médico inclinando la ca-
beza.
Carmona quedó aterrado. Por una parte, el
teatro reclamaba con imperiosa exigencia á su
contratado ; pero, por la otra, la esposa afligida
requería al esposo, y el hijo moribundo al padre.
¿Qué hacer.^. . . Sonó en la puerta un golpe, cuyo
eco penetró como una hoja afilada hasta el cora-
zón de Carmona.
—Manda decir el empresario que solo por us-
ted se espera, dijo el avisador del teatro.
—Es que mi hijo. . . . exclamó Carmona entre
sollozos. . . .
—Que son las ocho y media, interrumpió el
otro, y el publico está que trina, y es capaz de
prender fuego al teatro si no se levanta el telón.
¡Horrible situación! El actor tenía que ir al tea-
tro so pena de ser compelido por la fuerza públi-
ca. Para los espectadores, los cómicos no tienen
padres, ni hermanos, ni hijos.
Si el director hubiese salido á la escena á decir
que no podía darse la función anunciada porque
á Carmona se le estaba muriendo un hijo, de se-
guro que el publico, el respetable é ilustrado pú-
EDUARDO CARMONA 21 3
blico, le recibiría con una silbatina, si es que no
le tiraba con las butacas á la cabeza.
¡Pobre Carmona! Entre la obligación y la devo-
ción tuvo bastante fuerza de voluntad para cum-
plir con la primera. Fué al teatro, como fué al
baile el Gaitero de Gijón, cuya triste condición
pinta Campoamor en aquella preciosa dolora que
empieza:
Ya se está el baile arreglando;
V el gaitero ^donde está?
— Está á su madre enterrando,
Pero en seguida vendrá.
— ^Y ^vendrá? — Pues ^qué ha de hacer?
Cumpliendo con su deber
Vedle con la gaita.... pero,
¡Como tQ^erá el corazón
El gaitero,
El gaitero de Gijón!
¡Cómo llevaría el corazón el pobre Carmona al
teatro de La Alegría! Pero fué, 'y recitó su papel
y el público se desternillaba de risa viéndole ha-
cer El oro y el moro, mientras que él
¡Pobre! ¡AI pensar que en su casa,
Toda dicha se ha perdido,
Un llanto oculto le abrasa
Que es cual plomo derretido!
Mas como ganan sus manos
El pan para sus hermanos,
En gracia del panadero
Toca con resignación,
El gaitero
El gaitero de Gijón.
Cuando Carmona llegó á su casa libertado del
214 SANSÓN CARRASCO
yugo que su obligación le imponía, encontró á su
hijo sobre el mezquino lecho, ríjido, pálido, en-
trelazadas las manecitas sobre el pecho. . . . que
ya no latía. Solo se oían en la solitaria alcoba los
sollozos entrecortados de la madre; de aquella
pobre madre de entre cuyos brazos había volado
el hijo de sus entrañas, llevándose consigo sus
sonrisas y sus balbuceos, y dejando solo su cuer-
pecito lívido y marchito, como una flor arran-
cada de su tallo.
De vuelta Carmona á Montevideo, cicatrizada
la herida que en su corazón de padre había reci-
bido, organizó una escursión artística á Minas,
con motivo de la inauguraciórf de aquel célebre
teatro de Escudero que ya conocen mis lectores
por mi artículo del Jueves. Hizo furor el tuerto
en el pueblo de los Cerros, pero, como nunca falta
quien pretenda echarlas de crítico, dio uno en
decir que el gracioso no se ajustaba al papel, acu-
sándole de agregar dichos y hechos que no esta-
ban en la pieza. El cargo era, hasta cierto punto,
exacto, pero injusto, porque lo más que se permi-
tía Carmona era sustituir alguna frase de colori-
do local en España, por otra que tuviese su opor-
tunidad entre nosotros, y sabido es que tales sa-
lidas son, no solo toleradas, sino hasta muy bien
recibidas por el publico.
Fastidióle á Carmona la censura, y resolvió to-
mar venganza del crítico en la primera oportuni-
dad que se le presentara, como efectivamente se
le presentó en la noche siguiente. Dábase la zar-
EDUARDO CARMONA 21$
»
zuela Entre mi mujer y el negio, y en una de las
escenas, en que el tenor sorprende al barítono en
no sé qué picos pardos con la dama, debía Car-
mona decir: «La gratitud me obliga á cerrar los
ojos.»
Pero, con gran sorpresa de los actores, del
apuntador, y de los concurrentes, Carmona, en
vez de seguir su papel, se detiene, y dirijiéndose
á los espectadores, dice:
—Respetable público:— Obediente á las indica-
ciones de la crítica, desearía no adulterar en nada
el papel que represento, pero, al mismo tiempo,
como buen cristiano, debo y quiero cumplir con
el mandamiento que me ordena no mentir. Se-
gún el autor de la obra yo debería decir en esta
escena: «La gratitud me obliga á cerrar los ojos»;
pero, como ustedes ven, quiere mi desgracia que
no tenga más que uno, así es que, por no mentir,
pido perdón á mi crítico, y digo, siguiendo la es-
cena :
— « La gratitud me obliga á cerrar el único ojo
que tengo.»
Pintar la que se armó con esta salida en el tea-
tro de Minas, es punto menos que imposible.
A Carmona se le aplaudió, se le vivó con frenesí,
mientras que al critico, que estaba muy ufano en
su silla, le apostrofaron de tal manera, que no
veía el pobre hombre el momento en que se le
abría el suelo bajo los pies para que se le tragase
la tierra.
¡Diablo de tuerto! Nunca le falta una salida pa-
ra salvar una situación por difícil que sea. Sus
compañeros, unos por envidia y otros por gracia,
2l6 SANSÓN CARRASCO
-» .
le han hecho todo género de travesuras para de-
jarle cortado en la escena; pero él nunca ha per-
dido el tino, y allí donde se creía que era inmi-
nente un fracaso, salía él más airoso que nunca,
haciendo desternillar de risa al público y á los
mismos autores de la broma.
Gran hazaña realizó Carmona el año 79 cuando
la inauguración del teatro San Felipe. Represen-
tábase Los Diamantes de la Corona^ y hacia de
Marqués de Sandoval un tal Enrique García, que
era una doble calamidad, como tenor y como ac-
tor. Aquello no tenía nombre, y cuando Rebolle-
do cantaba:
Yo quisiera
Verme fuera,
Esto huele
Á ratonera,
tenía razón que le sobraba, pues estaba á punto
de llover sobre la escena una granizada de papas
y tomates. Felizmente estaba allí el gran Ministro
de Portugal, y gracias á él se conjuró el peligro,
pues en esa noche Carmona hizo prodigios para
llenar él solo la escena, disimulando con sus gra-
cias la desgracia del tenor y compañeros már-
tires.
Cómo entró Carmona en trato -con las Musas
es cosa que yo no sé ni me entrometo á averiguar;
pero el hecho es que desde hace algún tiempo,
ayudado tal vez por la tercería de MomOj ha lo-
grado meterse en el Parnaso, y allí retoza el mal-
dito como antaño retozaba en el colegio del Sal-
vador.
EDUARDO CARMONA 217
».
Ello es que aparte de muchas poesías sueltas,
ha compuesto varios dramas, Los dos expósitos^
Al doblar de las campanas. El loco de la aldea^ En-
tré la vida y la muerte^ y algunos juguetes cómi-
cos como Recela para casarse, El apuntador, 'Mun-
do, demonto y
I Apropósito! Sábete lector que esta noche ten-
drás ocasión, si quieres, de cerciorarte de la
verdad de todo lo que de Carmona dejo dicho,
pues ¡oh coincidencia casual! hoy se dá en San
Felipe una función á su beneficio, y en ella apa-
recerá, no solo como gracioso, sino también como
autor, como que son obras suyas Mundo, demonio
y suegra, saínete en un acto, y Un cuento,
monólogo cómico que Carmona recitará desde
la platea.
¡Otro atractivo! Carmona aparecerá ante el ilus-
trado y respetable público completamente cura-
do del desaguisado del colirio recetado por aquel
famoso médico de Jerez de la Frontera.
—¿Con los dos ojos?
— ¡Con los dos!
—Si;, pero uno será de vidrio.
—¡No señor! no hay tal ojo de vidrio, sino. . . de
cristal legítimo.
Marzo 25 de 1883.
^'^.^
m:'^
EL VIAJE A MINAS
OMÉ mi boleto, arreglé mi equipaje, dor-
mí con sueño entrecortado, como siem-
pre que está uno en vísperas de un viaje,
y al primer golpe que dio el cochero en
mi ventana ya estaba yo de pié, vistiéndome de
prisa para no perder el tren que había de salir á
las cinco y media.
Á las cinco, ya estaba yo en la calle. La luna
apenas lograba hacer llegar hasta la tierra sus
débiles reflejos, corridos por el haz de luz que
brotaba del naciente. Las estrellas se borraban
del cielo como lavadas por la gran esponja ama-
rilla oculta todavía tras del horizonte, y ni una
sola nube manchaba la bóveda azulada.
La mañana era tibíli y serena. El mar estaba
quieto y liso, como si de una sola plancha fuese
hecho, y en ella enclavados los buques, de cuyos
220 SANSÓN CARRASCO
mástiles y vergas pendían lacios los paños, iza-
dos para secarlos de la humedad de la noche.
La ciudad todavía no había despertado. Como
sus habitantes, dormían sus ruidos y sus palpi-
taciones. Alguna que otra chimenea dejaba esca-
par un largo penacho de humo que subía hacia el
cielo, hasta perderse en las alturas.
En las inmediaciones dé la estación notábase
algún movimiento. Carruages que llegaban ates-
tados de balijas y pasajeros; peones que carga-
ban los bultos; idas y venidas de los viajeros que
atendían á que nada se les quedase, tomando sus
guías y pasaje; despedidas más ó menos íntimas;
y al cabo de poco rato, todos quedamos enjaula-
dos dentro de los wagones.
Sonó una campana; luego redobló un pito; sil-
bó la locomotora con un ronquido; chilló el va-
por al circular por las arterias de la máquina: y el
tren arrancó lentamente, al paso, acompañando la
marcha con toques de campana, tristes y monó-
tonos, como si doblaran á muerto.
Conversé durante algún tiempo con mis com-
pañeros de wagón, que eran dos amigos, y ago-
tado el tema sobre las probabilidades de que fue-
se bueno el viaje, y de cómo estaban los cami-
nos, y de si había ó no había matreros, cada cual
se entregó á sus pensamientos, y yo á observar lo
que. me rodeaba. El tren se. había detenido en
la Unión, y en ese momento, el sol desbordaba el
horizonte, rojo como púrpura, presagiando un
día de fuego. Las casas y los árboles proyectaban
sus sombras largas en las ondulaciones del te-
rreno, y los rayos horizontales agujereaban el fo-
EL VIAJE Á MINAS 221
llage y se filtraban por todos los resquicios, pro-
longándose en chorros de luz en que hormiguea-
ban millones de corpúsculos casi imperceptibles,
de esos que pueblan el aire que respiramos.
El tren emprendió nuevamente la marcha, y
pronto llegamos á las alturas de Toledo, dete-
niéndose cerca de la antiquísima y tradicional
capilla de Doña Ana.
¡ Magnífico panorama ! El campo se abre en to-
das direcciones sin más horizonte que el de las
lejanas lomas, manchado el terreno de verde aquí
y allá con los maizales de las chacras. — De Monte-
video no queda más vestigio que el Cerro, que
recibe de lleno la luz del sol, uno de cuyos rayos,
filtrándose por los cristales de la farola, la ilumi-
na con resplandores radiantes. Por el Norte, co-
mo naciendo de la cuchilla, surjen las torres de
la iglesia del Sauce; el Oeste lo cierra la ceja ne-
gra de los eucaliptus de Villa Colón sobre los
cuales se destaca la empinada chimenea de la fá-
brica de ladrillos, y al Este se ve festoneado el ce-
leste claro del cielo con los perfiles oscuros de las
sierras de Maldonado y Minas.
El tren sigue su marcha, se detiene un instante
en Joaquín SuareZj cuya principal casa es la es-
cuela, y en seguida vuelve á rodar hacia la llanu-
ra en que blanquea la villa de Pando. En pocos
minutos hemos llegado, y todos nos disponenaos
á seguir viaje en las diligencias que esperan cer-
ca déla estación.
—¿El mayoral de la diligencia de Minas? pre-
gunto á un viejo que activa el desembarco de los
equipajes.
222 SANSÓN CARRASCO
—Servidor, señor, me contesta él mismo— ¿Us-
té va conmigo?
—Para Minas voy, con quien me lleve; y sin
más diálogo, hice cargar mi equipaje, me metí
dentro de la diligencia para tomar el mejor sitio,
y allí esperé el momento de la partida. Al lado
de la nuestra había otra diligencia que salía para
San Carlos y Rocha. En ella tomaron asiento mis
compañeros de tren y yo me quedé solo, á la es-
pectativa de mis nuevos compañeros, que fueron
llegando uno á uno, haciendo mil recomendacio-
nes al cuarteador para que arreglase bien los
equipajes en la vaca. Todos eran desconocidos
para mí. Unos subieron al pescante y otros al in-
terior, completando entre todos el respetable nú-
mero de quince, bastantes y aún sobrantes para
ir todos incómodos, sentados de medio lado pa-
ra ocupar el menor espacio posible. Mi vecino
llevaba sobre las faldas una jaula de loro con su
lorito dentro. No se crea que sea esto un detalle
inventado para dar más colorido al viage en dili-
gencia: no tal. Llevaba su loro muy ufano, y no
parecía mortificarle aquella molesta carga. Feliz-
mente el loro no hablaba, ni su dueño se empe-
ñaba en hacerle hablar, por donde verá el lector
cómo puede un animalito parecerse á un dipu-
tado.
Yo soy algo práctico ya en esto de viajar en di-
ligencia, y como arma de defensa contra uno de
los peligros más frecuentes, llevaba un libro, dis-
puesto á hacer uso de él solo en último caso, por-
que deseaba contemplar aquel paisage descono-
cido para mí.
EL VIAJE Á MINAS 223
Embutidos todos en nuestros asientos, como
piezas de mosaico, tomó el mayoral las riendas,
enarboló el látigo, montó el cuarteador, y á un
« ¡ vamos ! » salpicado de tres ó cuatro latigazos,
arrancaron los caballos, rodó la diligencia, y em-
pezaron los barquinazos.
No habíamos caminado dos cuadras, cuando
oimos los gritos y vimos los manoteos que hacía
un hombre que corría á pié en dirección á nues-
tro vehículo; Paró la diligencia, y llegó el de los
gritos todo sofocado, diciendo que inadvertida^
mente se había metido en la galera que iba para
San Carlos, error de que se había apercibido fe-
lizmente á las pocas cuadras de haber emprendi-
do la marcha.
Todo aquello estaba muy bueno, pero la cues-
tión era que no había dónde meter á aquel viaje-
ro de última hora. Always place for one more, di-
cen los tramways norte-americanos: siempre ha-
ya lugar para uno más; y el mayoral Trías, aunque
no esyankee, parece serlo, pues hizo de manera
que hubiese lugar para uno más donde apenas
cabían los que ya íbamos.
Todo fué ver á mi nuevo compañero y quedar-
me hecho una pieza. Comprendí que iba á tener
que hacer uso de mi libro. Yo le conocía, de vis-
ta nada más, y temía que él también me conocie-
se, porque de seguro íbamos á tener diálogo.
— ¡ Buenos días ! dijo el recién llegado con una
sonrisita plácida, como de quien quiere captarse
la buena voluntad de aquellos á quienes va á in-
comodar.
—Buenos días, le contestaron con cara de po-
224 SANSÓN CARRASCO
eos amigos mis compañeros, y yo apenas rezon-
gué un saludó, esquivando en lo posible darle el
frente para evitar un reconocimiento.
Entró el hombre en su asiento como taco en
su escopeta, y no bien estuvo medio arreglado,
comenzó á contar el chasco que le había sucedido,
y el peligro que había corrido de llegar á San
Carlos cuando él creería encontrarse en Minas.
Yo saqué la cabeza por la ventanilla para mirar
al campo, y al mismo tiempo acariciaba con la
mano el lomo de mi libro, como se acaricia la cu-
lata de una pistola cuando se presiente un pe-
ligro.
—¡Vamos, pingo! jheih! ¡fuera! ¡firme, boleros!
gritaba el mayoral distribuyendo latigazos á de-
recha é izquierda cada vez que llegábamos á un
barranco, y la diligencia pasaba á la disparada,
dando tumbos violentos que nos hacían saltar
á pesar de ir empaquetados como si fuéramos
mercancía frágil.
El sol bañaba los campos reverberando sobre
el pasto como si de la tierra saliese humo; la di-
ligencia iba envuelta en una nube de polvo, y
los caballos sudaban desde las orejas hasta las
ranillas, llenos de espuma allí donde les rozaban
los arreos, abriendo tamañas narices para aspirar
el poco aire que corría.
De un solo tirón nos hicimos seis leguas, dete-
niéndonos tan solo á la subida de los repechos,
apa dar un poco de resuello á estos mancarrones»,
decía el mayoral, y como cuadraba la casualidad
de que siempre que parábamos era frente á una
pulpería, él también tomaba, no sé si resuello,
i
EL VIAJE Á MINAS 22$
pero si algo que se tomaba en vaso, y en seguida
volvíamos á emprender la marcha, hasta que lle-
gamos á la costa de Solís Chico, donde está la
posta y la posada.
Bajamos como pudimos, pues estábamos entu-
midos, como esos pollos que traen maneados al
Mercado, y una vez en tierra, nos entregamos to-
dos á ejercicios gimnásticos de brazos y f)iernas
para restablecer la circulación. Entre tanto, el
mayoral y el cuarteador se ocupaban en desensi-
llar los caballos. Salían los pobres mancarrones
macilentos y trasijados, con el pescuezo agacha-
do, oliendo el suelo, hasta que encontraban la tie-
rra blanda, y allí se revolcaban, sin fuerzas casi
para darse vuelta, y volvían á levantarse hechos
unos demonios, llenos de polvo desde el hocico
hasta la cola, ó mejor dicho embarrados con el
polvo y el sudor que los bañaba.
Á la voz de que la comida estaba pronta, nin-
guno de los viajeros se hizo esperar. Entramos
todos en el comedor, así llamado porque allí se
comía, y nada más que por eso, pues servía tam-
bién de alcoba y de sala, según la hora; y nos sen^
tamos en torno de una mesa muy larga y muy
ancha, en cuyo centro humeaba una gran sopera
que contenía un cocido de fideos.
Este momento de la comida era el que yo te-
mía, porque comprendía que no me sería posible
seguir guardando el incógnito sin pasar por un
grosero. El uno que pasa un plato, el otro que se
empeña en servir vino, el de más allá que ofrece
una presa más suculenta que la que á uno le ha
tocado en suerte; todas esas son finezas á que
s. c. 15
220 SANSÓN CARRASCO
hay que corresponder, dando las gracias, contes-
tando á las preguntas, y entrando en conversa-
ción con los vecinos.
Apoco rato ya chacoteábamos sobre el pan,
sobre la procedencia leguminosa del café que nos
servían, y ya creía yo que pasaría la cosa sin te-
ner que exhibir mi fé de bautismo, cuando cata
aquí que el que estaba á mi lado me dice:
—Usted ha de ser de la familia de fulano.
—No señor, le contesté.
—Pues hombre, es usted tan parecido que hu-
biera jurado que era hermano de mengano.
El hombre había errado el golpe, y yo, dis-
puesto á sostener mi incógnito como si fuese una
plaza de guerra, me encerré en un absoluto mu-
tismo. En balde me buscaban la boca; las pre-
guntas y las indirectas me pasaban zumbando
por el oido, y yo, ¡chito! ni siquiera pestañeaba.
No sabiendo ya cómo buscarme la lengua, uno
de mis compañeros me ofreció de sobremesa un
diario.
■ —Gracias, le contesté; soy confitero.
Miróme mi hombre un tanto sorprendido, du-
dando entre si estaba loco ó pretendía burlarme
de él, y yo, temeroso de que fuese á creer que
quería hacer mofa, caí en la tontería de añadir:
—Le he dicho á usted que soy confitero, que-
riendo con eso significarle que, así como no hay
nada que empalague más á un confitero que los
confites, así, también, nada hay que empalague
tanto como un diario á quién se ocupa, como yo,
en hacerlos.
¡Nunca lo hubiera dicho! Todo fué descubrir mi
EL VIAJE Á MINAS 227
malhadada profesión y caerme encima veinte y
ocho ojos, correspondientes á catorce caras, que
me refistoleaban de arriba abajo.
Aquella debilidad mía fué como abrir una bre-
cha en la muralla de una plaza sitiada, y por allí
me entraron á la carga.
—¿Escribe usted en El Siglo, en La España,
en la .... ?
—Escribo en La Razón,
¡Bomba! me miraron entonces con cara más es-
pantada, y hasta creo que alguno me observó por
detrás para ver si tenia la cola del diablo.
— ¡Ah! dijo uno, ya le conozco á usted— us-
ted es
Y sin dejarle concluir, para evitar más interro-
gatorios, le interrumpí diciendo :
—Eso es, si señor; soy Sansón Carrasco, servi-
dor de ustedes.
. —¿Hijo de . . .
—No señor; sobrino.
—Casado con la hija de. . .
—No señor; con una sobrina.
—¿Y va usted á Minas?
— Si señor, á Minas.
—¿Por la salud?
—No señor, por paseo.
—¿Y qué dice usted de la situación, señor Ca-
rrasco? me preguntó uno que las echaba de po-
lítico.
—No digo nada, le contesté. Me he recetado
ocho días de abstinencia política, y usted me per-
donará si no le contesto, porque estoy firmemen-
te resuelto á cumplir mi propósito.
228 SANSÓN CARRASCO
—Con que usted había sido el bachiller Ca-
rrasco
—Si seoor, si usted no manda otra cosa.
Comprendí que estaba perdido. Tenía por
delante doce leguas mortales, sin la defensa del
incógnito que tan útil me había sido hasta allí
para observar la campiña que íbamos reco-
rriendo.
Entonces, como el viagero que apercibe sus ar-
mas cuando va á pasar una espesura, acudí yo á
preparar, las mías. El libro que tenía estaba toda-
vía con las hojas plegadas, y me apresuré á abrir-
las con un cuchillo desde el principio hasta el fin
para que no llegase un momento en que me que-
dara en descubierto.
— ¡Á bordo! ¡á bordo! gritó el mayoral golpean-
do las manos, y volvimos á empaquetarnos dentro
de nuestro vehículo. Yo subí el primero, me colo-
qué en mi rincón, dirigí una última mirada á la
sierra que sombreaba delante de mí, mostrán-
dome ya algunos de sus detalles, y abrí mi libro,
colocándolo á la altura de los ojos para conser-
varme á la defensiva.
—¡Vamos! gritó el mayoral al cuarteador, y éste
dio una media vuelta, empuñó la cuarta, y tomó
el camino. íbamos despacio, bajando las barran-
cas del arroyo que corría muy angosto sobre su
lecho de arena. Cuando llegamos á la orilla, el
mayoral hizo chasquear el látigo, gritó :. « ¡ hcih !
¡tiren guapos! ¡firme boleros!» se oyó el chapaleo
de los caballos en el agua, las ruedas despidieron
rayos líquidos al girar rápidamente dentro del
arroyo, y á todo escape subimos la barranca
EL VIAJE A MINAS 229
opuesta, dando tumbos y barquinazos que hacían
crujir el maderamen del vehículo, entre los gritos
roncos del mayoral que azuzaba á las bestias para
que repechasen la cuesta.
Normalizada la marcha al trote, volví á mi libro
y empecé á devorarme las páginas, mientras á
mi alrededor se entablaban conversaciones ani-
madísimas sobre el precio de los ganados, la du-
ración de la sequía, los destrozos de la langosta y
otros tópicos de circunstancias. Mareado con el
tambaleo de la diligencia y con tener los ojos fijos
sobre el libro, tuve forzosamente que dejar por
un momento la lectura, y no bien levanté la vista,
ya se me vino encima el viajero de última hora, á
quien tanto miedo tenía desde que subió.
Me preguntó por mi familia hasta la cuarta ge-
neración, me contó cómo había sido él muy ami-
go de un mi tío á quien yo no conocí, me hizo sa-
ber que tenía relaciones con mi suegro, y con mi
cuñado, y con mi concuñado, y una vez que con-
cluyó con mi familia, iba ya á empezar con la
suya; pero se tomó.un momento para respirar, y
ese momento lo aproveché yo para engolfarme
nuevamente en mi lectura, cubriéndome la cara
con el libro.
Aquello era un duelo sin cuartel. Mi contrin-
cante esgrimía la lengua y yo mi libro, cubrién-
dome, atajándome, haciendo fintas para no darle
entrada, pero así que el cansancio ó algún barqui-
nazo me hacían abandonar mi posición ¡ zas ! ya
se me venía á fondo, me atacaba sin descanso, y
no me dejaba hasta que yo no conseguía volver á
restablecer mi sistema de defensa, abroquelan-
230 SANSÓN CARRASCO
dome con aquel libro salvador que la intuición
delpeligro me había puesto en las manos.
Nada vi desde SoHs Chico hasta Solís del Me-
dio. Cuando pasamos el arroyo, en seco casi, la
diligencia se detuvo; habíamos llegado á la posta
donde debíamos mudar de caballos.
Era la unSí del día. El sol caía á plomo, encan-
deciendo la tierra y aplastando los pastos ruines
que habían sobrevivido á la seca. Para dominar
el paisaje subí á una pequeña altura, y desde allí
ya pude divisar la sierra con todos sus accidentes.
Ya no era aquella muralla compacta, azulada por
las brumas matinales, que había visto desde las
cuchillas de Toledo. Ahora se distinguían los ce-
rros, y se veían las hondonadas sombreadas con
los matorrales de espina de cruz, de chilca y de
esas otras plantas de follaje oscuro que crecen
entre las breñas. Mirando hacia Minas, veía á mi
derecha la cordillera que nace en la costa del mar
con el Pan de Azúcar y que cruza todo el territorio
internándose en el Brasil.
— ¿\^e usted ese cerro redondo que tenemos por
delante, aislado de la cadena de la serranía? me
dijo un caballero que hacía el viaje en el pescan-
te, y á quien tengo que agradecer la cortesía con
que me trató.
— Sí veo, le contesté.
— Pues nosotros vamos á pasar precisamente
por el pié de ese cerro, que es el de Verdún.— La
abertura que se ve á la derecha es el abra de la Co-
ronilla, y por la izquierda va el camino real. De
allí ya veremos el pueblo de Minas.
—Entonces ya estamos muy cerca, le dije.
EL VIAJE Á MINAS 23I
•
—Le parece á usted. De aquí, de donde esta-
mos, á ese cerro, hay por lo menos nueve leguas...
— De las que anduvo el diablo, interrumpió
otro viajero, hombre graciosísimo y alegre, que
salpicaba su conversación con cuentos y refranes,
y conocía á medio mundo.
Aquí se armó una gran discusión, sobre si eran
nueve ü once las leguas que había de Solís del
Medio á Verdún. El uno decía que de lo de la Su-
cia á lo de don Pedro, había tanto; de lo de don
Pedro, á la cañada, cuanto; de la cañada á la pul-
pería del francés, esto; de la pulpería al arroyo,
aquello ; y así sacaba la cuenta minuciosamente,
sin quitar ni poner una cuadra. Objetábale el
otro que no había tal, porque no era cierto que
de lo de fulano á lo de zutano hubiese tanto ó
cuanto, que aquello había sido medido á cordel
cuando el pleito de doña Mengana con su com- .
padre; y así hubiera seguido la discusión, sabe
Dios hasta cuando, si el mayoral no le hubiese
dado un corte, diciendo:
— Á bordo, caballeros, que ya la mancarronada
está pronta.
Volvimos todos á nuestros puestos, y yo á mi
libro, dispuesto á defenderme con todo heroísmo.
Me había caido á la mano un ejemplar de los Cua-
dros Parisienses de Federico de la Vega, y era por
consiguiente divertida la lectura. Había allí pin-
tados de mano maestra muchos de los tipos que
abundan en aquella gran ciudad, índice, por de-
cirlo así, del mundo entero, donde se encuentran
todos los rasgos que caracterizan á las diversas
nacionalidades. Desgraciadamente no encontré
232 SANSÓN CARRASCO
retratado al* hombre hablador, para verme siquie-
ra vengado de aquel de quien venia defendiéndo-
me hacia cinco horas, con grave perjuicio para el
objeto ¿Q mi viaje, pues nada podía observar, te-
meroso de que en cuanto me sorprendiese sin
mirar al libro, se me vendría al pelo, como efecti-
vamente lo hizo dos ó tres veces que intenté dar-
me cuenta de las particularidades del panorama
que tenía por delante.
Antes de llegar á Solís Grande, nos detuvimos
en una nueva posta, y allí, libre de mi adversario,
pude observar detenidamente el paisaje.
Del otro lado del arroyo, que corría apenas á
dos cuadras, empiezan ya los estribos de la sie-
rra. El terreno está todo salpicado de hinchazo-
nes que van creciendo hasta convertirse en verda-
deros cerros. Se ve que aquellas turgencias
son el resultado de los últimos esfuerzos del fue-
go interno que causó el-inmenso, descalabro de
que es teatro aquella gran zona del territorio. Hay
piedras grieteadas, arrancadas de la profundidad
y enclavadas en las cimas, como jalones que
muestran hasta donde llegó el poder dé las fuer-
zas de la naturaleza, convulsionadas en el seno
de la tierra en la remota edad de*las trasforma-
ciones plutónicas.
Todas las laderas están sembradas de guijarros
sueltos, y en las hondonadas crecen arbustos de-
formes, raquíticos y nudosos, entrelazados con
malezas espinosas. No verdean aquellos cerros
como este nuestro cerro de Montevideo, siempre .
alfombrado de gramilla en verano y de trébol en
invierno.— Aquellos son áridos, ásperos, llenos
EL VIAJE Á MINAS 233
de jorobas y de huecos, erizados de peñascos, en
cuyas puntas hacen equilibrios las águilas y los
cuervos que anidan en las alturas inaccesibles.
Pero es más grandioso aquel espectáculo, por
lo mismo que es más agreste. Hay sitios desde
donde no se ve ni una sola casa en todo el radio
que la vista abarca; pero de trecho en trecho
blanquea, por entre el abra que forman dos ce-
rros, la población de alguna estancia, cobijándo-
se en el valle contra las inclemencias y arideces
de la sierra.
Ya estamos otra vez en viaje, y vamos apuran-
do* porque son más de las tres y no es cosa de
llegar á Minas de noche. El camino va subiendo,
subiendo siempre, las lomas que hemos repecha-
do van quedando atrás y nos parecen llanuras.
Cada cuchilla es como el peldaño de una gran es-
calera que conduce á la cima de la serranía.
—Estos que se ven á la izquierda, me dice uno
de los viajeros, son los verdaderos cerros de Ver-
dún. Ese que tenemos por delante es el cerro de
Ibargoyen, conocido por el Cerro de la Calera,
pero hay muchos que le llaman el Verdün y ya le
va quedando ese nombre.
Parece que ya vamos á llegar al cerro, y sin em-
bargo, cada vez que repechamos la colina que
creíamos la última, divisamos por delante otras y
otras que nos separan de aquella gran mole de
piedra y tierra.
El mayoral repite con demasiada frecuencia las
paradas « pa dar resuello á los mancarrones » y
siempre la resollada es frente á alguna pulpería.
Los caballos respiran anhelosamente, palpitan-
234 SANSÓN CARRASCO
doles con violencia los vacíos, gachas las orejas, el
pescuezo agobiado, derrengadas las piernas, for-
mando en derredor de cada vaso un charco con
el sudor que gotea de cada pelo. El cuarteador en-
fila su caballo al viento para que aspire un poco
de aire fresco, y él no toma más descanso que
apoyar la pierna derecha en el estribo del lado de
enlazar, y sujetarse con el muslo de la izquierda
sobre los cojinillos del recado.
Por detrás de nosotros, todo el camino recorri-
do parece llano, pero, mirando hacia adelante,
cree uno que todavía está en la llanura. El mayo-
ral cambia las últimas chanzas con los pulperos,
empina el vaso hasta las heces, se enjuga el su-
dor que le baña el rostro y vuelve á ocupar su
incómodo asiento sobre la tabla.
Es la última cuesta. Chasquea el látigo «¡vamos
pingo! ¡tiren guapos! ¡firme bolero! ¡heik! ¡yup!»
y salen los caballos al galope, guiados por el cuar-
teador, que va haciendo eses en el camino para
aliviar la fatiga del repecho. Es larga la subida.
Ya los caballos no galopan; el mayoral menudea
los latigazos, y se enronquece gritando á las bes-
tias para animarlas : «¡firme, yegua! ¡tira, rosillo!
¡vivo, malacara! ¡vamos! ¡yup! ¡yup! ¡firme!» y
así, entre gritos, latigazos y recuarteadas, llega-
mos á la cima.
¡Todo un paisaje se abre por delante! Es el va-
lle verde, risueño, vestido de árboles, serpentea-
do de arroyos, rodeado con un marco de cerros,
y en el centro, blanqueando, la villa de Minas,
con sus casas doradas por los rayos tendidos del
sol poniente, dominadas todas ellas por el moli-
EL VIAJE Á MINAS 235
no de viento de Ladoz, que se levanta en la parte
más elevada de la población, con sus grandes as-
pas abiertas como los brazos de una cruz, no de
esa cruz en cuyo nombre se mata y se persigue,
sino de la cruz del trabajo, que redime al hombre
de la esclavitud de la miseria, y le hace libre me-
diante sus propias fuerzas, sin necesidad de in-
termediarios que holgazaneen á costa del sudor
agen o.
A lo lejos se divisan los acantilados de Arequt-
ta, los conos simétricos de los Campaneros, y en
todo lo que la vista abarca, no se ven más que ce-
rros y cerros, que semejan un mar encrespado de
olas gigantescas. Saco la cabeza por la ventani-
lla para mirar hacia la derecha, y me encuentro
con la inmensa mole del Verdún que está ahí, so-
bre nosotros, tapándonos todo el paisaje de aquel
costado.
Ya están oreados los caballos y emprendemos
la marcha, que es fácil ahora, pues solo se trata
de bajar. Antes de llegar al pueblo topamos con
el arroyo de La Plata, así llamado porqué, según
los antiguos, arrastraban plata sus arenas. Allí
está el molino de agua de Ladoz, vasto estableci-
miento del- cual me ocuparé detenidamente en
otro artículo.
A pocas cuadras se pasa otro arroynelo, y cuan-
do parecen salvados todos los obstáculos para
llegar al pueblo, se encuentra todavía el arroyo
San Francisco, frangeado de sauces, que corre
ahora manso y pobre, pero que, en invierno, enri-
quecido con las aguas que le llegan de toda aque-
lla inmensa cuenca, setrasforma en un verdadero
236 SANSÓN CARRASCO
torrente que corta el paso durante varios días.
Ya hemos llegado. La diligencia se detiene
frente al Hotel Francés, y allí me apeo, encontrán-
dome á los pocos momentos rodeado de amigos
que me agasajan de todas maneras. Uno de ellos
se empeña en que he de ocupar su casa, y agota-
dos todos mis argumentos sobre incomodidades
y trastornos, me dejo convencer y me encuentro
soberbiamente instalado en una pieza amuebla-
da hasta con coquetería. Inútil creo decir que
para nada echo de menos mi cuarto del Hotel
Francés. La- cama que en éste me tenían destina-
da encerraba para mí más misterios que una
esfinge. — Por no descifrarlos, opto, pues, por la
del generoso amigo que me ofrece la suya.
— Mañana, vamos á Arequita.
—Pasado, iremos á Verdún.
— Quiero que venga conmigo al Campanero.
— ¿Y.^ ¿cómo ha quedado aquello? me pregunta
uno después de haber proyectado todos los pa-
seos imajinables.
— ¿Aquello? Ha quedado muy bien, mis amigos;
y para evitar más preguntas de ese género,
agregué:
— Han de saber ustedes que me hé recetado
ocho días de abstinencia política, y no pienso
en otra cosa que en hartarme de cerros, con que...
¡ Mañana á Arequita !
Marzo 16 de 1883.
AREQUITA
A LAS siete! — Los CABALLOS DE FrAN^OIS — LoS
NERVIOS DELeNZI — Los MÚSICOS DE LA LEGUA —
El FACÓN deBrus— La cueva— El país délos
MURCIÉLAGOS — La HAZAÑA DE CaRBALLIDO.
A noche antes habíamos quedado ya con-
venidos en la hora á que debíamos partir
los del paseo á Arequita, que éramos
cinco: Don Domingo Lenzi, don Eduardo
Torres, español, avecindado de años atrás en Mi-
nas, donde desempeña el cargo de Vice-Cónsul
de España, don Ángel Brus, compatriota nues-
tro, oriundo de la localidad, y don Sebastián To-
rres, director y redactor de E/ Clamor Público^
diario independiente que ha prestado decidido
concurso á la buena causa. El quinto paseante
era, lector, éste tu seguro servidor, que besa tus
manos y pasa á contarte lo que vio, oyó, é hizo en
aquella memorable jornada.
238 SANSÓN CARRASCO
— Á las siete en punto saldremos del pueblo,
había dicho el director del paseo la noche antes,
y efectivamente, alas nueve, ya estábamos dentro
del vehículo que nos había de conducir al famoso
cerro.— Aquello era apenas un retraso de dos ho-
ras que no había para qué tomar en cuenta.
Ninguna de las clasificaciones especiales que
hay para designar las diversas clases de vehícu-
los, convenía al nuestro. No era ni breck,ni jardi-
nera, ni diligencia, ni carretela, pero tenía de todo
un poco: era el eclecticismo en materia de medios
de locomoción. Tiraban de él cuatro caballos,des-
cendientes de Rocinante en línea recta, á juzgar
por la flacura de cada uno de ellos, y confieso que
tuve mis escrúpulos de recargar con mi peso á
aquellas pobres bestias, que no podían con el
cuero.
Fran^ois, que era el cochero, un buen hombre,
gordo como todos los hombres buenos, me ga-
rantió que los caballos estaban en perfecto estado
y que con ellos podríamos ir hasta el Brasil. A pe-
sar de mis dudas, el hecho es que los mancarro-
nes arrancaron, y al trote cruzamos las calles de
Minas, haciendo entreabir algunas ventanas y
asomar á las puertas algunas cabezas, atraídas
por la curiosidad de ver la comitiva, cuyo viaje
había sido más cacareado que huevo fresco.
La mañana era espléndida. Azul el cielo, el va-
lle alegre, el aire fresco: todo convidaba á diver-
tirse. Saliendo de las orillas del pueblo, el cami-
no es escarpado y difícil en varios puntos, pero á ^
poco andar el terreno se allana y el camino se ha-
ce más soportable. De vez en cuando, Lenzi
AREQUITA 239
y yo, que somos los nerviosos de la caravana, re-
comendamos á Frangois que tenga mucho cuida-
do en los pasos. Brus se ríe, y desde dentro del
vehículo grita á los caballos para que se apuren;
pero Lenzi va en el pescante, al lado del cochero,
velando por si y por sus compañeros, así es que
no hay peligro de un vuelco. Cuando el carruaje
se inclina hacia la derecha, Lenzi y yo le hacemos
contrapeso sobre la izquierda, con gran jarana de
los otros, que se ríen de nuestras precauciones.
Lenzi se amosca un poco con las bromas, pero
yo le sosiego, diciéndole-
—Déjelos, compañero; hombre prevenido vale
por dos, y lo que es nosotros cumplimos con
nuestro deber al velar por la integridad de nues-
tras costillas.
Ya hemos andado una legua. Atrás queda el
pueblo, con sus casitas blancas, capitaneadas por
el molino de viento de Ladoz, cuyas aspas voltean
lentamente, impulsadas por la débil brisa que so-
pla. A la izquierda se levanta el Cerro del Negro,
con su mota de piedras apiñadas sobre la cima, y
á su pié corre el San Francisco, escamadas de
plata sus aguas que retratan á los sauces y talas
que crecen en sus orillas.
A la derecha se ve un cerrito precioso, muy re-
dondo, el más cercano al pueblo, en cuya falda
mueren las tapias del Cementerio. Llámase aquel
cerrito de la Filarmónica, y cuenta la historia que
el nombre le viene de haber sido, allá por los años
cuarenta y tantos, punto de reunión de varios jó-
venes que habían organizado una sociedad musi-
cal en la que figuraban Santiago Boada, Guiller-
240 SANSÓN CARRASCO
mo Bonilla, Ramón Matta, Ángel y Pedro Pico,
Timoteo Rodríguez, Jorge Carballido, Eulogio
Ladereche y varios otros, todos vecinos de la vi-
lla, gente alegre y dispuesta siempre á divertirse.
Este tocaba el violin, aquel soplaba el clarinete,
ei otro manejaba el fagot, cual empuñaba el
trombón, tal pifiaba en la flauta, y hasta no falta-
ba quien hiciese retumbar el bombo, tarea que
creo estaba á cargo del señor Ladereche, hoy Res-
petable y estimado hacendado del departamento.
Por qué iban los filarmónicos minuanos á en-
sayar al cerrito, es cosa que nadie ha querido
contarme, pero fácilmente se comprende que
aquel alejamiento era impuesto por el vecindario,
al cual le sería insoportable la algarabía que ar-
maban en los ensayos aquellos devotos de Eu-
terpe.
El hecho es que ensayaban en el cerrito, y cuen-
tan las crónicas que no quedó en todos aquellos
contornos ni un lagarto ni una víbora, espanta-
das todas las alimañas y sabandijas con la bara-
búnda que allí metían los músicos, á quienes po-
dría llamárseles los músicos de la legua. . . . por
el hecho de ejercitarse á una legua del pueblo.
Pero no se crea que los desterrados al Cerrito lo
pasaban del todo mal, pues, so pretexto de hacer
oir lo que ensayaban, llevaban allí á todas las fa-
milias del pueblo, y con ese motivo se bailaba á
más y mejor sobre la verde alfombra de pasto que
tapiza aquella verde colina.
Mientras les he contado esto, hemos adelanta-
do mucho camino. El Cerro de la Filarmónica lo
hemos perdido ya de vista, quedando oculto tras
AREQUITA 241
de Otros cerros, y solo se ve por delante la
mole de Arequita, con sus paredes á plomo, cer-
niéndose sobre la cima una bandada de golon-
drinas.
—¿Qué golondrinas? me pregunta Brus.
—Esas que andan volando sobre el Cerro.
—Pues Dios le libre de las garras de esas go-
londrinas.
—¿Cómo? ¿tienen garras?
—¡Ya lo creo I como que son águilas, y caran-
chos. . . .
Aquello me descorazonó, pues, si las águilas me
parecían golondrinas, debíamos estar todavía
muy distantes de Arequita, y yo creía que apenas
nos separaban diez cuadras del Cerro. ¡Faltaba
todavía una legua y media. . . I
Los caballos de Frangois ya no trotaban con el
brío que mostraban al salir del pueblo. El coche-
ro tenía que menudear los latigazos para hacer-
les mantener el tiro, y aún así, no se apuraban
mucho aquellas osamentas ambulantes. Parecían
sordos de lomo, pues maldito si los mancarro-
nes se daban por entendidos del vapuleo que les
llovía. ¡Así estarían de curtidos. . . ! Brus, desde
adentro del carruaje, apostrofaba á las bestias
con todos los gritos inventados para hacerlas
andar más de prisa : « ¡vamos, pingo! ¡hep! ¡hep!
¡yup! ¡firme! ¡firme! ¡tiren, valientes! ¡je, je, jel
¡ arriba mancarrones ! »
Los caballos sacudían las orejas y seguían al
trotecito, sin importárseles gran cosa de los dis-
cursos que se les dirigían. Delante galopaba un
muchachón de unos quince años, hijo de Fran-
8. c. 16
242 SANSÓN CARRASCO
90ÍS, que simulaba hacer de cuarteador para en-
gañar á los pobres rocines. A medida que avan-
zábamos, se ofrecía á nuestra vista un nuevo pa-
norama: ahora se veían los Campaneros, los ce-
rros del Penitente, así llamados porque corona
uno de ellos un grupo de piedras que de lejos se-
mejan un fraile arrodillado; y el de Arequita, ó
más bien dicho, los de Arequita, pues dos son los
cerros que llevan el mismo nombre, idéntico el
uno al otro, del mismo corte, y de igual altura.
Estábamos en pleno terreno plutónico. Miles
de años atrás, debió arder toda aquella zona que-
mada por el fuego interno, haciendo volar aque-
llas piedras que van enterrándose por su propio
peso, pero que bien se echa de ver fueron des-
arraigadas de sus naturales cimientos en la terri-
ble convulsión que trastornó la comarca que re-
corríamos.
Por fin llegamos al pié del Cerro, interrum-
piendo el almuerzo de unos doscientos cuervos
que picoteaban no sé qué en el suelo, y que al
acercarnos con el carruaje no hicieron más que
abrirse para darnos paso, sin que uno solo toma-
se el vuelo. Se retiraron dando saltos y abriendo
las alas, pero así que pasamos volvieron á reunir-
se para continuar su desayuno. Noté con estra-
ñeza que el carruaje se detenía precisamente
frente á los acantilados del Cerro, donde era im-
posible toda ascensión, pero me esplicaron los
compañeros que por allí era por donde se llegaba
á la gruta. Bajamos todos y nos pusimos en mar-
cha ascendente hacia la montaña, que aparecía
imponente con su inmensa mole de piedra cortada
AREQUITA 243
á pico, tapizadas las paredes con las más variadas
especies del género de las bromelias, particiilar-
mente de las llamadas claveles del aire, con sus
largas hojas de un verde ceniciento.
Capitaneaba la caravana el atlético Brus, arma-
da la diestra de un gran facón, para abrir paso
por entre las malezas que cierran el camino, y se-
gui'amosle todos en fila india, agachándonos para
evitar las espinas de los talas raquíticos que cre-
cen entre las breñas. Poco antes de llegar á la en-
trada de la gruta me llamó la atención un mag-
nífico evónimus, arbusto cuyo nombre indígena
no conozco, y á. pesar de ser planta que se cultiva
en nuestros jardines, nunca he visto un ejemplar
tan bello y fi-ondoso como aquel que vegeta allí
entre piedras, ageno al cuidado del hombre.
—¿Traen las velas? dice Brus.
—Aquí están, contesta Lenzi.
Aquella pregunta y aquella respuesta me intri-
garon un poco, porque no me daba mucha cuen-
ta del objeto que tendrían allí las velas, á las diez
de la mañana de un día expléndido, iluriünado
por un sol que hería la vista.
Después de subir una cuesta bastante pendien-
te, llegamos á la raiz de la roca que se levanta
perpendicularmente, y allí descubrí una abertu-
ra que permitía la entrada. En el fondo de la
abertura se vé una lápida de mármol que dice:
GRUTA COLON DESCUBIERTA POR
P. CARBALLIDO, ARREGLADA ¿
INAUGURADA POR LOS "AMIGOS
DEL PROGRESO '* EL DÍA 6 DE
NOVIEMBRE DE 1 874
244 SANSÓN CARRASCO
Entramos en aquel zaguán estrecho, y confieso
que sentí cierta emoción al mirar hacia arriba.
La roca, partida por el medio, se levanta forman-
do dos paredes que por lómenos tienen cincuenta
varas de altura. Una de ellas está inclinada y
parece que va á desplomarse de un momento á
otro vencida por su propio peso. No hay que te-
ner profundos conocimientos geológicos para
comprender que aquella abertura ha sido hecha
por una erupción. Se ven las paredes lamidas por
las llamaradas que vomitaron los antros subte-
rráneos, y todo en derredor está sembrado de
escorias idénticas á esas que se ven en las fundi-
ciones. Que la roca fíié partida es un hecho que
se comprueba á la simple vista. Si fuese posible
juntar los dos trozos que separa la abertura, en-
cajarían exactamente, pues se vé que las promi-
nencias de uno de los lados, corresponden á las
abolladuras del otro.
81; por allí salió el fuego que germinaba en las
entrañas de la tierra, dislocando todo lo que en-
contró á su paso, abriéndose camino dentro de la
roca viva, para dar salida á las materias inflama-
das que rebosaban en los profundos senos de
aquella región, dormida hoy en medio del silen-
cio de las soledades, pero que otrora atronó los
aires con los alaridos rugientes proferidos por la
naturaleza en el laborioso aborto del monstruo
de fuego que devoraba sus entrañas.
Es imponente la entrada en aquella abertura.
De un lado y otro, las altas moles de roca corta-
das á pico, dejando ver allá arriba un pedazo de
cielo azul, • manchado, de vez en cuando, por la
AREQUITA 245
silueta negra de un cuervo que vuela en espiral;
al fondo del zaguán, la pared del cerro, blanquea-
da con el guano de las águilas que desde siglos
atrás se posan en los picos salientes de la roca; y
por entre la hendidura de aquellas elevadas mu-
rallas, se vé una tira de paisage : una cadena de
cerros que suben y bajan hasta perderse entre
las brumas doradas del naciente.
Y ahora, visto ya lo de fiíera, es necesario ver
lo de dentro. Hay que bajar por una senda pen-
diente y escabrosa, en la que se han mal tallado
unos escalones que facilitan el descenso. De re-
pente, el sendero hace un codo y se interna en
las profundidades, donde apenas llega la luz del
día. A aquella altura es ya necesario encender
las velas. Yo me detuve un instante para ver lo
que me rodeaba. Delante de todos iba Brus, con
su facón en una mano y en la otra una vela, des-
pejando el camino y haciendo de gula. Tras de
él iba don Eduardo Torres, que aunque viejo tie-
ne todavía buenas piernas para este género de
aventuras; en seguida venía yo, todo desconfia-
do, registrando el suelo con la vela para ver don-
de pisaba, y cerraba la marcha Sebastián Torres,
que al mirarle á la luz amarillenta de la vela que
llevaba en la mano, parecía un espectro, flaco y
pálido, con los ojos muy abiertos y queriendo
sahrsele de la cara. En cuanto á Lenzi, había
quedado arriba, porque, según él, ya estaba harto
de grutas, y sus nervios se resentían de la pesa-
dez con que se respira en aquel pozo.
—¡Por aquí! dijo una voz que parecía salir de
una caverna. Era Brus que había llegado ya á la
246 SANSÓN CARRASCO
boca de la gruta. Entró él primero, y tras de él
fuimos entrando uno á uno, agachándonos para
meternos por el agujero de entrada. Al principio
no veía nada más que las cuatro luces de las ve-
las que cada uno llevaba en la mano, Pero si no
veía, en cambio olía, y no por cierto rosas ni jaz-
mines, sino algo que me disgustaba bastante.
Respiraba allí una atmósfera acre, amoniacal, sa-
turada de humedad. La oscuridad era absoluta.
Nunca, en todos los días de mi vida, me he en-
contrado entre tinieblas tan densas como las que
me rodeaban. El cuarto más herméticamente ce-
rrado en la noche más tenebrosa, no da todavía
una idea de la lobreguez que reina en aquella
cueva de Arequita.
Poco á poco fui acostumbrando la vistísi á la luz
de las velas, y empecé á darme cuenta del sitio
en que me encontraba. La cueva es de forma cir-
cular, cubierta con una bóveda cuyos estremos
descansan en el suelo. El piso es blando, forma-
do al parecer de cenizas, sembrado todo de cas-
cajo y piedras sueltas. En el centro de la bóveda
hay una filtración de agua, que se recoje en una
tina colocada allí no sé por quién. Quise tomar
de aquella agua, pero tenía un sabor tan repug-
nante que no pude tragar ni un buche, á pesar
de que Brus me porfiaba que era la más cristali-
na y fresca que había bebido en su vida. No pon-
go en duda lo del cristal y lo de la frescura, pero,
lo que es el gusto, declaro que no me cuela.
Pensando estaba yo lo que sería aquella cueva,
y hasta se me antojaba que bien podría ser un
cráter apagado, cuando sentí que por los oidos
AREQUITA 247
me zumbaba algo que pasaba rápidamente. Al
principio no hice caso, pero, viendo que los zum-
bidos menudeaban y que por la vaga claridad de
las velas cruzaban sombras fugitivas, pregunté
qué diablos era aquello.
—Estos son los dueños de casa, me dijo don
Eduardo Torres.
—Tanto gusto en conocerles, contesté. Pero
¿quiénes son ellos?
—Véalos, me dijo Brus, que se había trepado á
una eminencia del piso y desde allí iluminaba el
techo con una vela en cada mano.
1 Horror ! . . . . Había cien , mil , diez mil ....
¡ qué sé yó I . . . . tal vez un millón de murciéla-
gos, apiñados los unos sobre los otros, formando
una espesa masa movediza, que chillaba al ver
profanada su negra mansión por los destellos de
la luz. Todos los nervios se me crisparon solo al
hacerme la idea de que aquellas alimañas pudie-
ran rozarme con sus alas cartilaginosas, frías y
blanduzcas como la mano de un muerto.
Y no estaba muy lejos de que eso sucediese,
porque, turbados los murciélagos en su lóbrego
reposo, empezaban á revoletear por docenas en
tomo de las velas, cuando, para completar la gra-
cia, Sebastián Torres tuvo la humorada de tirar
una piedra á lo más espeso del cardumen. Aquí
fué el caer de ratones alados y el desbandarse por
la cueva, lanzando chirridos estridentes. Brus se
reía á carcajada tendida; don Eduardo le hacía
coro, familiarizado ya con aquella gracia clásica
de todos los paseantes á la gruta: el otro Torres
estaba clavado en su rincón, gozando con el re-
248 SANSÓN CARRASCO
sultado de su inoportuna pedrada, y yo, espanta-
do por la avalancha, agitaba desesperadamente
los brazos para defenderme contra todo contacto
de aquellos bichos asquerosos, sin atreverme á
dar un paso, porque no veía ni el más leve vesti-
gio de la salida.
Por fin Brus tomó la delantera, y vaqueano
dentro de aquella oscuridad como si fuese en ple-
no día, fué derecho al agujero por donde habla-
mos entrado. Yo fui tras de él, pero al llegar al
boquete retiré vivamente la cabeza, porque los
murciélagos habían ganado la entrada y revolo-
teaban allí hechos unos demonios, pasándome
por las narices como flechas disparadas. Cerré
los ojos y atropellé, guiado por la mano de Brus
que solícitamente me servía de lazarillo. Cuando
los abrí nuevamente me encontré en una vaga
claridad, y tanteando las paredes empecé á subir
por aquella pendiente áspera y pedregosa, que
iba poco á poco iluminándose á medida que su-
bíamos á la superficie. Cuando llegué á la cima, y
vi el sol, y el campo verde, y respiré aquel aire
puro, me pareció que resucitaba. Con la boca
abierta y las narices dilatadas, aspiraba aquel
ambiente impregnado de luz, de colores, de per-
fumes, con la misma avidez y entusiasmo con
que debe aspirarlo el hombre que, enterrado vivo,
ha logrado romper la tapa del ataúd que lo ence-
rraba.
Vuelto en mi de aquel rapto de alegría al ver-
me nuevamente en el mundo de los vivos, divisé
á Lenzi que, sentado filosóficamente sobre una
piedra, nos aguardaba. Fui hacia él y le estreché
AREQUITA 249
largamente la mano, como diciéndole: «Com-
prendo su horror á la cueva. Yo tampoco volve-
ré á entrar. »
¡ Ah ! i y de seguro que no vuelvo ! Aunque me
convidasen á hacer una escursión á la cueva
acompañado de niñas, como ha sucedido ya más
de una vez, llegándose hasta decir que han bai-
lado allí dentro, no volvería.
¡ Qué esperanza !
Aquella debe ser la patria, de los murciélagos.
Seguramente que allí han nacido todos los que
vuelan entre dos luces en todos los ámbitos de la
república.
<Cómo fué á descubrir aquella gruta don Pedro
Carballido? Es algo que yo no me esplico. Pare-
ce que una tarde del año 74 andaba por allí ese
señor, acompañado de un amigo, buscando mi-
nerales, y de repente topó con la abertura de la
piedra, que estaba escondida tras de los mato-
rrales que crecen en aquellas breñas. Al llegar al
estremo del zaguán, vio un agujero profundo, é
intrigado con aquello, trató de bajar, pero se
lo impidió el amigo arguyéndole que no era
prudente aventurarse en aquella sima, cuya pro-
fundidad no se conocía. Carballido cedió á las
instancias de su amigo, pero no cejó en su pro-
pósito de investigar lo que era aquel pozo, y tan
no cejó, que volvió al día siguiente, acompañado
de otras personas, provisto de hachas, cuerdas y
lazos para lo que pudiera ofrecerse. Llegado á la
boca del agujero, Carballido se ató el cuerpo con
un lazo, cuyo estremo confió á las personas que
le acompañaban, y, bien armado, con el corazón
250 SANSÓN CARRASCO
bien puesto, empezó el descenso, á semejanza de
don Quijote cuando bajó á la encantada cueva de
Montesinos.
Aflojaron lazo y lazo los de arriba, y de re-
pente notaron que ya no pesaba el cuerpo del
atrevido explorador. Más de media hora espera-
ron, temerosos por la suerte del amigo, y cuando
ya les ajitaba la zozobra de una desgracia, volvie-
ron á oir la voz de Carballido que pedía le ayu-
dasen á subir. Reunido con sus amigos, les con-
tó cómo, después de bajar unas diez varas, había
encontrado en las paredes del pozo un boquete
por donde apenas podía entrar arrastrándose,
pero que á pesar de la dificultad había logrado
penetrar, y encendiendo un fósforo había visto
con sorpresa que aquello era una gruta bastante
extensa, sin más salida que el agujero por donde
él había entrado.
No encontró, por cierto, como el valeroso man-
chego, aquellos castillos de marfil y diamantes
que vio en la cueva de Montesinos, ni salieron á
recibirle doncellas ginetas en blancas hacaneas,
ni dueñas cuidaron de él, ni le sirvieron opíparos
manjares. Nada de eso. Lo único que vio fué una
cueva negra como boca de lobo, y el único reci-
bimiento que tuvo fué el de algunos millares de
murciélagos que chillaron y se enfurecieron á su
vista como si hubiese entrado el mismísimo de-
monio. Llevada la noticia del descubrimiento al
pueblo, se organizaron inmediatamente varias
comitivas para ir á conocer la famosa gruta, pero
nadie se animó á bajar, hasta que algunos veci-
nos, constituidos en Comisión, bajo la denomi-
AREQUITA 251
nación de Amigos del Progreso^ practicaron allí
las obras necesarias para facilitar la bajada y ha-
cer más cómoda la entrada, obras que se realiza-
ron inmediatamente, inaugurándose la gruta con
un gran paseo en el día que marca la lápida.
Esto es lo que me contaron de la célebre gruta
de Arequita, y tai y cual te lo cuento á tí, lector,
sin poner ni quitar nada.
Quería completar este artículo reseñando el opí-
paro almuerzo con que me sorprendió Lenzi en
la costa del Santa Lucia, que corre á una media
legua del Cerro de Arequita, pero, como ya esto
va largo, y como lo que almorzamos no fueron
fiambres ni longanizas, lo dejo para la próxima
vez que me ocupe de Minas, que será, Deo volenle^
en breve, si es que las malandanzas de la política
y de las finanzas no me quitan el humor para en-
tregarme á los placenteros recuerdos que guardo
de mi escursión á aquella hospitalaria villa.
Marzo 30 de 1883.
LOS CARNAVALES
ANTAÑO Y OGAÑO
I CHÁRAME yo ahora á hacer un estudio his-
tórico desde los comienzos del Carnaval,
I y tuviera, de seguro, para indigestar á
mis lectores con un par de columnas de
citas, fechas, Lupercales y Saturnales y mil otras
antiguallas que hablarían mucho en favor de mi
erudición, para los que no saben que estas cosas
se encuentran en cualquier librajo de esos en que
muchos cosechan los partes y novedades con que
se dan Ínfulas de ser sabedores de cosas de otros
siglos, sin darse cuenta, las más de las veces, de
lo que acontece en el que viven, como que va mu-
cho de cíopiar lo que otros dijeron á hacer por sí
las observaciones y comentarios á que se presta
lo que nos rodea.
No crea, pues, el lector, que voy á remontarme
hasta los orígenes de la fiesta que hoy comienza,
254 SANSÓN CARRASCO
pues solo echaré un vistazo á quince años atrás, la
mitad de los que tengo, con un item que no hay
para qué detallar, pues sabido es que, tanto hom-
bres como mujeres, no salimos de los treinta has-
ta que los cuarenta nos suenan, y de acá á allá,
todavía va largo para mi. ¡Asi pudiera estirar-
lo I
Decía, pues, y digo, que ahora quince años, y
menos' aún, se jugaba el carnaval á huevazo lim-
pio, cosa de todos sabida, pero como el tiempo
pasa, y con él se van los recuerdos, no estará de
más hacer memoria de aquellos tipos especiales
de nuestro carnaval, y digo nuestro, porque no
he oido jamás hablar de que, fuera del Río de la
Plata, se jugase á carnaval como entre nosotros,
de aquella manera criolla, que degeneraba, las
más de las veces, en sopapos.
Convengo con los que dicen que aquello era
bárbaro,» pero quiero, también, que convengan
conmigo en que era muy divertido ; era más es-
pontáneo, más popular, y, sobre todo , más ba-
rato.
Los edictos policiales sólo prohibían el uso de
huevos de avestruz y otras armas por el estilo,
capaces de dar en tierra con los transeúntes,' y el
comienzo del juego se anunciaba con un cañona-
zo, disparado desde la que fué fortaleza de San
José, y no hay para qué pintar la ansiedad con
que los jugadores esperaban, reloj en mano, el es-
tampido guerrero para emprenderla con el pri-
mer incauto que pasase.
Todo era sonar el cañonazo y echarse á la ca-
lle centenares de muchachos, con canastas los
LOS CARNAVALES 255
unos, y con cajones los otros, colgados con un
cordel de los hombros, anunciando á grito pe-
lado:
¡A los buenos güevitos de olor
Pa las niñas que tienen calor/
á lo que otros contestaban :
A los buenos güevitos de triqui traque
Pa las niñas que usan miriñaque.
Llevaban los muchachos su frájil mercancía
muy arreglada en hileras rojas, verdes, azules y
amarillas, según el color dado á la cera con que
se tapaban las cascaras después de llenarlas de
agua nominalmente perfumada, á razón de un
frasco de eau de cologne, de aquellos larguiruchos,
por cada balde de agua, y retobadas con trapos
de todos colores, cortados en redondo, y sumer-
jidos dentro de la cera hirviendo para {jpgotear-
los en el huevo relleno, que quedaba convertido
en temible proyectil.
Estos chicuelos surtían á los jugadores acciden-
tales, paseantes que se entusiasmaban al recibir
un balde de agua, y devolvían la fineza con una
docena de balazos, que no de huevazos, según
era la fuerza con que arrojaban las cascaras, mu-
chas de las cuales, mal rellenas, se estrellaban en
el aire, disolviéndose la carga de agua en menu-
dísima lluvia, tal era el impulso que llevaban.
Pero el jugador típico era el orillero de som-
brero gacho, poncho, pañuelo de golilla, y en la
mano otro, atado por las cuatro puntas, dentro
del cual llevaba su provisión de hasta dos doce-
256 SANSÓN CARRASCO
ñas de huevos, bastantes para divertirse los tres
días. A buen seguro que mi hombre lanzase un
huevo á la ventura. Apuntaba como quién va á ti-
rar al blanco, reboleaba el brazo dos ó tres veces,
y si consideraba dudoso el golpe, volvía á guar-
dar su huevo, por no malgastarlo.
Y así se recorría toda la ciudad, soportando los
baldes de agua que de las azoteas y balcones le
llovían, ó recibiendo en plena cara uno de esos ja-
rrazos traicioneros que salían de atrás de una
puerta entornada, disparados generalmente por
una fornida gallega ó por alguna morena de esas
que tienen cada brazo como un tronco.
Al caer la tarde, se veía venir en una ü otra di-
rección una gran comitiva, precedida y seguida
de una turba de muchachos. Eran los jugadores de
alto tono, la juventud dorada de Montevideo, que
salía á jugar por lo fino, con cascaras de cera y
cartuchos de confites. Era de verlos tan ufanos y
alegres con sus garibaldinas azules ó rojas, pan-
talón blanco, bota de charol á la granadera, lujo-
sa faja de seda, y en la cabeza una boina gracio-
samente achatada hacia un lado. Allí era el salir
apresuradamente á los balcones las señoritas, ar-
madas de sus jarros, echando agua con una mano
sobre aquellos peripuestos donceles, y defendién-
dose con la otra de los proyectiles que ellos les
arrojaban con toda mesura, á barajar, para no
lastimarlas.
—Acerqúese, pues, no sea cobarde, decía una
dirigiéndose á alguno de los campeones.
—Me acercaré si usted me tira esa flor que tiene
en la cabeza, contestaba el amartelado galán.
LOS CARNAVALES 257
— Allá vá, venga á recogerla.
Caía la flor bajo los balcones, apresurábase
el caballero á levantarla, y cuando con una ama-
ble sonrisa iba á saludar á la dueña, recibía en el
rostro un torrente de agua que le enceguecía y
ahogaba, desgracia que él trataba de disimular
diciendo con toda galantería:
—¡Como ha de ser! No hay rosas sin espinas....
Y así seguía el juego por largo rato, ellos aguan-
tando un diluvio de agua que les dejaba ensopa-
dos, y ellas recibiendo los huevos de cera, que se
estrellaban en sus manos, perfumándolas con es-
quisitas esencias, no sin que de vez en cuando se
oyese á alguna gritar:
—¡Puf! Está podrido.
Cuando ambos belijerantes quedaban ya ren-
didos de la refriega, empezaba la parte galante
de la fiesta. Los caballeros arrojaban á manos
llenas cartuchos de confites, y ahí era el gritar y
manotear de los chicuelos, que estaban á los des-
perdicios, lanzándose en masa sobre la vereda
cuando algún cartucho no llegaba á su destino,
empujándose, pateándose, por agarrar la codicia-
da presa, mientras los jugadores hacían toda cla-
se de esfuerzos para barajar las coronas que en
cambio de los confites les llovían, retribuyendo
ellos todavía el obsequio con cajas especiales, de
antemano destinadas á fulana y á zutana, á quie-
nes las enviaban por medio de sus sirvientes, no
atreviéndose á correr el albur de que al arrojar-
las cayesen entre la turba multa de arrapiezos
que andaban á caza de gangas.
Venían, por fin, los saludos, que por lo general
8. c. 17
258 SANSÓN CARRASCO
iban rociados de algún jarrazo especial, combi-
nado con la mucama, estratégicamente colocada
para no errar el golpe, y tras de esta húmeda
despedida, retirábanse los jugadores, mojados
hasta la médula de los huesos, las camisetas la-
cias, destiñendo el azul ó el rojo de la tela sobre
los pantalones, pero muy orondos con sus coro-
nas, terciadas al hombro, cifrando cada cual su
orgullo en el mayor número de las conquistadas
en la acción que acababan de librar, j Pobres co-
ronas! Al finalizar la ¡ornada, solo quedaba de
ellas algún girón de tarlatan marchito, y como
triste realidad, el arco de barrica en torno del
cuál la delicada mano de fulanita abuUonara cres-
pones y tules para obsequiar á su campeón .
Muchas veces, cuando las heroínas estaban ya
muy tranquilas haciendo el recuento de los rega-
los y narrando los episodios del combate, se velan
de repente sorprendidas, invadidas por un grupo
de intrépidos que iban á librarles batalla dentro de
sus propias trincheras. Gritos, cerramientos es-
trepitosos de puertas, vidrios rotos, repliegues de
las jugadoras á un rincón, y protestas de los due-
ños de casa ; — tal era el comienzo de la lucha . —
El campo de batalla era la sala, prudentemente
desamueblada desde el día anterior, sin alfombra,
sin cortinas, sin ningún adorno, en fin, más que
la gran tina de baño colmada de agua, el baño de
asiento, la tinaja, los tachos grandes de la cocina,
y todo cuanto cacharro pudiera servir de depósi-
to para tener mucha agua á mano.
Repuestas las niñas del susto, emprendían el
ataque, provistas de sus jarros, pues buen cuida-
LOS CARNAVALES 259
do tenían de no dejar sus armas para que el ene-
migo las aprovechase. Defendíanse los hombres
como podían, con las manos, con el sombrero,
con lo que les caía al alcance, pero generalmente
acababan por quedar vencidos, por que es irre-
sistible una carga de jugadoras de esas que se
calientan en la refriega y ya no miran para atrás,
arrojando agua mientras tienen agua, y conclu-
yendo á jarrazo limpio cuando ya no tienen con
qué mojar. Escurríanse los asaltantes como po-
dían, perseguidos hasta en la escalera por la ser-
vidumbre que hacía de reserva á las patronas,
pero frecuentemente sucedía que el menos listo ó
el más aturdido quedaba solo, encerrado dentro
de un círculo femenino que, no por serlo, era
menos terrible, y entonces pagaba él la calavera-
da, por él y por sus compañeros. Ésta le aturde
con un jarro de agua en los ojos, aquella le aplas-
ta encasquetándole un balde lleno en la cabeza,
la otra le pellizca de un brazo, tironéale la de más
allá de las orejas, hasta que, entusiasmadas
de veras, cargan las cuatro con él,y apesar de sus
manotadas y pataleos, le zambullen dentro de la
tina, y de buena gana le ahogarían, si la oportu-
na intervención del dueño de casa no pusiese fin
á la gresca. ¡Cómo saldría de mohíno y cariacon-
tecido el zarandeado asaltante, es cosa que ya el
lector sobradamente se imaginará !
Había, también, los jugadores hípicos, grandes
ginetes que se lucían cerrándole piernas al caba-
llo para pasar por entre dos cantones, en medio
de una granizada de huevazos y una lluvia de
bombas, costaleando el caballo sobre las piedras,
200 SANSÓN CARRASCO
azorado con la bulla, con los proyectiles que lo he-
rían, con lo resbaladizo del suelo y con la cons-
tante amenaza de los lados y del frente y de atrás,
sin atinar por donde huir para librarse de aquel
infierno.
La Ccdle, sembrada de retazos de papel y de
cascaras de huevo, denunciaba á los jugadores
que, ocultos tras de pretiles de las azoteas,
acechaban á los incautos. De repente aparecía
un transeúnte, y mirando con cara de pillo, se
aventuraba por la cuadra peligrosa, en la segu-
ridad de burlar á los que le esperaban. Si las
bombas y cascaras estaban sobre una acera, to-
maba él por la de enfrente, calculando entre sí
que los jugadores estarían encima de él, y contra
ellos se defendía pegándose todo lo posible á la
pared para resguardarse con las cornisas y bal-
cones. ¡Inocente ! Cuando más contento iba feli-
citándose de su travesura y sonriéndose del chas-
co que había dado ¡ zas ! de atrás de una puerta
que él ni sospechaba, le disparan un balde de
agua que le ensopa de los pies á la cabeza. Atur-
dido por la sorpresa y temeroso de una nueva
arremetida, saltaba al medio de la calle, y enton-
ces le aprovechaban los de arriba, apedreándole á
huevazos, haciéndole tambalear á baldes de agua,
y muchas veces, dando con él en tierra de un
bombazo certeramente acomodado en la cabeza.
Entonces se armaba una de silbidos, de gritos,
de toques de corneta y de matraca 'que atraían á
todos los curiosos, prudentemente aglomerados
en la esquina, y cuando más encantados estaban
estos gozando con las desgracias del caido, ¡ ca-
LOS CARNAVALES 26 1
taplum I llovía sobre ellos toda una tina de agua
que les dispersaba, echando pestes y maldiciones
contra el travieso que tan donosamente les había
burlado.
¡Oh! jlos buenos tiempos! Ya se fueron para
no volver. Ahora todo es mezquino y raquítico.
Se juega con pomitos, ridiculo remedo de aque-
llas monumentales geringas cuyo grueso chorro
alcanzaba hasta los miradores. Y lo mismo que
los jugadores, se van las máscaras, aquellos mas-
caraos típicos que ha pintado de mano maestra
Dermidio Demaria, describiendo á los marqueses
y las pastoras, sudados ellos dentro de sus casa-
cones de terciopelo, y despeadas ellas con los za-
patos estrenados ese día, y domados en una con-
tinua caminata desde las doce hasta la puesta del
sol, para seguir después el bureo en los trasija-
dos bailes de rompe y rasga, en que van las pare-
jas ceñidas como los hermanos Siameses, hacien-
do de dos cuerpos un solo bloque que se menea
como un ¡ay de mí! y suda á mares desde la pun-
ta del pelo hasta ¡no descendamos, por hi-
jiene siquiera, hasta esos estremos que no hay
para qué nombrar!
¿Dónde se han ido los condes de careta de
alambre con la boca de resorte para fumar una
tagarnina? Dónde, los indios de camiseta de pun-
to, adornada la cintura y la cabeza con desperdi-
cios de plumeros? ¿Qué se han hecho los turcos
de cabeza atada con pañuelos de algodón, lu-
ciendo sobre la ropilla la licencia policicd, y hol-
gadamente calzados con amplias alpargatas?
202 SANSÓN CARRASCO
Los infantes de Aragón
^Qué se hicieron? ^dónde están?
Ya no se ven aquellas comparsas heterogéneas,
formadas por acumulación en torno de un acor-
deón y una pandereta, sin conocerse los unos á
los otros, vinculados momentáneamente por el
deseo de marchar al compás de una música cual-
quiera, y disolviéndose de la misma manera que
se agruparon, sin darse siquiera las buenas tar-
des* elementos congéneres en el modo de ser,
que se agrupan como lo hacen los pájaros, en
bandadas, aunque sean de diversa procedencia y
plumaje, solo porque son pájaros, como solo por
ser turcos todos ellos; se empandillaban aquellos
mascaraos de los buenos tiempos.
Pero,no eran solo éstos los que apelaban al dis-
fraz en esos días clásicos del engaño. También
los jóvenes de la mejor sociedad se organizaban
en lucidas comparsas, y de entre las de mi tiem-
po, recuerdo muy especialmente La Mitológica^
cuyos socios pertenecían á las principales fami-
lias. Como su nombre indica, era aquella com-
parsa formada por los Dioses del Olimpo, y cada
cual tenía su traje y sus atributos espresamente
mandados venir de Europa.
Hacía de Júpiter Eugenio Garzón, ya con sus
tendencias de mando, muy grave, envuelto en su
manto rojo franjeado de armiño, ceñida en la
frente la corona, y esgrimiendo en la diestra el
fulminante haz de rayos. Federico Vidiella repre-
sentaba á Vulcano, con su mandil de cuero y su
gran martillo, aunque no caracterizando al Dios
LOS CARNAVALES 263
herrero en su cojera, tal vez porque era poco ele-
gante eso de hacer el rengo delante de las niñas.
El Cielo figuraba Apolinario Gayoso, que hoy es
colector de Aduana, todo tachonado de estrellas,
radiante de sol y plateado de luna; y á su lado
marchaba Emilio Herrera, con casco, escudo y
lanza, remedando al belicoso Aquiles, Santiago
Michelini, que con toda seriedad está hoy en su
bufete de El Siglo, era por aquel entonces nada
menos que el fornido Hércules, con su piel de tigre
al hombro y su gran maza en la mano, ha-
ciendo pareja con Miguel Reissig que, vestido
de Terror, aterrorizaba á cuanto chicuelo encon-
traba. De Momo hacia Ricardo Lacueva, obligado
á reir aunque le doliesen las muelas, forzado por
el jocoso papel que representaba; y Carlos Cas-
tells, figurando á Salurno, pareciendo querer tra-
garse las piedras solo por representar á lo vivo ¿
aquel gran comilón que hasta sus hijos devoraba.
José Antonio Ferreira reproducía al pudoroso
Telémaco, y sospecho que lo copiaba hasta en lo
de gustarle todas en general, sin hacer hincapié en
rubias ni en morenas.
Su hermano Alberto caracterizaba á Mercurio,
papel que se le confió por ser el más espigado de
la comparsa, y andaba él muy ufano con su ca-
duceo adornado de víboras en la mano, y sus ali-
tas en los talones y en el casquete. Eduardo Ne-
bel personificaba á Marte, con su yelmo y su cora-
za, esgrimiendo una tajante espada, y tan por lo
serio tomó la cosa, que no quiso guardarla vir-
gen, como otras que ustedes conocen, y la envai-
nó en un ternero, que murió orgulloso al verse
264 SANSÓN CARRASCO
herido por aquel olimpico acero. Eduardo Fari-
ña era Neptuno, con su punzante tridente, todo
adornado de atributos marinos, y junto con él
figuraban Orfeo, Apolo y otras divinidades, que
no recuerdo á quienes estaban confiadas.
Lo que sí recuerdo es al Dios Pan, Figúrense
ustedes á un hombre metido, en pleno Febrero,
dentro de una piel de carnero, cerrada desde el
cuello hasta los pies como si estuviese forrado en
lana, y ya se imaginarán lo que sufriría, lo que
se fastidiaría el joven Calvo, hermano del reputa-
do músico don Carmelo, que bramaba de calor y
de ira contra la diabólica idea de aquel maldito
pastor de vestirse de zamarras de carnero. Lo
que Calvo renegaba, no es para repetido, pero sí
puedo garantir que recordaba con fi-uición la ho-
ja de higuera, y que de buena gana hubiera cam-
biado su gerarquía de Dios Olímpico, por la de
un simple Adán, apesar del lijero traje que gasta-
ba nuestro padre común.
La Mitológica no era una comparsa de mera ex-
hibición. Los Dioses cantaban como simples
mortales, y al efecto, Vicente López compuso
unas canciones con sabor olímpico, erizadas de
esdrújulos, y Carmelo Calvo las puso en música,
en una música mitológica, también, como corres-
pondía á tan mitológica comparsa. Decía el coro:
Llenos de júbilo
Los mitológicos
Que manda Júpiter
El inmortal,
LOS CARNAVALES 20$
De los empíreos
AI mundo mísero,
Todos bajemos
Al carnaval.
Era de ver los aires que se daba Júpiter cuando
se oía decir inmortal ! Ensayados los coros, y tem-
plados los instrumentos, resolvió La Mitológica
echarse á la calle; y por no hacerlo á usanza de los
mortales, que van por lo general á pié, alquilaron
un carro de mudanzas, sobre el cucd levantaron
una gradería, que semejaba el Olimpo, donde iban
muy gravemente sentados los Dioses, ocupando
la cúspide el alado y travieso Cupido^ que lo re-
presentaba Manuel Reissig, chicuelo á la sazón
de diez años, lindo como un querubín, armado de
su arco y colgada á la espalda la aljaba bien pro-
vista de traicioneras flechas.
Arreglado todo, montaron los Dioses en su
olímpico carro, vestido el cochero con un traje
también mitológico, para no desdecir del conjun-
to. Precedían á la comparsa unos lictores, ginetes
en blancos corceles, y tras á ellos iban los mú-
sicos, metidos dentro de un carro adornado, to-
dos ellos vestidos de romanos, haciendo la más
estrafcdaria figura.
Cerraba la marcha el carro de los Dioses, pare-
cido á aquel que encontró don Quijote con los
cómicos que representaban Lxts cortes de la muer-
te; y puesta en camino la comitiva, se dirigió á la
casa del señor Vidiella, cuyo hijo Federico era el
Presidente de la comparsa, correspondiéndole,
por consiguiente, la primacía en cuanto á ver y
266 SANSÓN CARRASCO
oir á los cantantes olímpicos. Vivía entonces el
señor Vidiella en la esquina de la plaza, altos de
la antiquísima Conjiteria Monievideana, que ahí
está como era entonces, es decir, hace la friolera
de quince años, y allí bajó la comitiva con mucho
orden; subieron los Dioses á la sala, donde les
esperaba toda una corte de huríes, lucieron sus
trajes, entonaron sus canciones é hicieron sus
gracias, si es que hacerlas sabían.
Aplaudidos y festejados fueron los Mitológicos
con toda esplendidez, y satisfechos con aquel
triunfo que en su primera salida alcanzaran, de-
cidieron visitar algunas otras casas, empezando
por la de don Salvador Bujareo, que era la más
cercana, situada en la calle 25 de Mayo, casi es-
quina á la de Cerro. Instalados todos en sus si-
tios, partieron los lictores al trote de sus caballos
por la calle de Cámaras; tras ellos arrancó el
carro de los músicos romanos, y en seguida se
puso en marcha el OUmpo, arrastrado por cuatro
briosos corceles, que, encontrando liviano el tiro
por la pendiente, tomaron á trote más que regu-
lar, zangoloteando á los Dioses que hacían pini-
nos por no caer, tales eran los badances del vehí-
culo, debidos alas desigualdades del empedrado.
Al llegar los lictores á la esquina de Cámaras y
2$ de Mayo, doblaron por ésta en dirección alo
de Bujareo: dobló en seguida el carro de los mú-
sicos, pero el de los Dioses, veloz como venía,
todo fué doblar, y volcarse, cayendo carro. Dioses,
catafalco y atributos contra la Hojalatería de Ca-
rril, situada entonces en el sitio que hoy ocupa
el encantado palacio de don Pancho Gómez.
LOS CARNAVALES 267
El que mejor parado salió fué Cupido, que por
ser el más encumbrado escapó ileso de toda apre-
tura, cayendo de lo alto como un angelito con
sus alas abiertas.
¡Pero los Dioses! ¡No les valió para nada la divi-
nidad ! Voceaba Júpiter, renegaba Saturno, que-
jábase á grito herido Vulcano, apostrofaba Marte
al mitológico carrero, que juraba ¡per la Madonal
echando ajos y cebollas como un condenado, y
todo era alH confusión, algarabía y desesperación
de los salvados, al ver que debajo del carro habla
un amasijo de Dioses que pataleaban, manotea-
UBq y pedían auxilio.
¡Adiós Olimpo! ¡Adiós canciones! ¡Adiós trajesl
¡Adiós triunfos!
El único que no tuvo de qué quejarse fué el
Dios Pan: aquel cuero lanudo que tanto le so-
focaba, le sirvió de colchón en la caida, realizán-
dose así en él aquello de: « no hay mal que por
bien no venga».
Y no cuento más, lector, porque yo ya estoy
cansado, y tu estarás aburrido, asi es que doble-
mos la hoja, y no hablemos para nada de estos
carnavales chirles de ahora en que no hay hue-
vos, ni bombas, ni jarros de agua, ni jugadores
de pañuelito, ni héroes de coronas, ni asaltos, ni
marqueses, ni pastoras, ni turcos, ni tumbos Mi-
tológicos como el que llevaron mis amigos en su
olímpica escursión.
¡Pomitos ! ¡Dóminos ! ¡Bahl ¡bahl
¡bah!
Febrero 4 de 1883.
s$^Si^^'\f
MMm
m:mm^:^.
PANORAMA BONAERENSE
LA VUELTA DE PALERMO
I coRDONADos á uoa y Otra banda dé la ám- '
plia avenida de las Palmeras, hay unos
treinta carruajes, cuyos dueños, sentados
I en los bancos que flanquean la senda, ó
caminando á paso lento, aspiran el aire puro
que viene del Río, dormido á pocas cuadras
bajo la barranca, sobre su lecho de arena ceni-
cienta, teniendo por cabecera las toscas cubiertas
de verdín.
Apenas una docena de vehículos circulan á
gran trote, los caballos con el cuello estirado,
moviendo apresuradamente los nerviosos remos,
y los cocheros muy tiesos en los pescantes, mi-
rando con el rabillo del ojo á los que vienen de-
trás para no dejarse aventajar, y avivando por
270 SANSÓN CARRASCO
momentos con la fusta á los corceles que se de-
rrengan por estirarse sin salir del trote.
Palermo puede decirse que está desierto en es-
tas tardes del estío. Ya no es aquel animado pa-
seo del invierno en que circulan los carruajes por
centenares, cerrados los lando y los coupé contra
las heladas brisas del Sud, y arropados los pa-
seantes en victoria dentro de las mantas de pieles
que los defienden del aire. Aquel Palermo está
ahora en San Isidro, en San Femando, en las
Conchas, por el Norte; en Flores, en Ramos Me-
jía y en Morón, por el Oeste; en Temperley, las
Lomas y Adrogué, por el Sud; y en Montevideo,
por el Este.
Solo quedan allí aquellos á quienes sus ocupa-
ciones no les permiten salir de Buenos Aires, y
que huyen por la tarde hacia el paseo en busca de
alguna bocanada de aire puro para dar espansión
álos pulmones sofocados por la atmósfera viciada
de la ciudad, mezcla de polvo y de humo y de las
emanaciones de trescientos mil cuerpos sudo-
rosos.
Las palmeras con su tronco recto, coronadas
con su penacho de hojas satinadas, parecen er-
guirse con el fresco de la tarde, después de haber
soportado el fuego de un sol abrasador que, en-
candescido dentro de los celajes purpúreos del
horizonte que semejan una fragua, desciende co-
mo un globo rojo, desprovisto de todos sus rayos,
como si los hubiese dejado clavados en la tierra.
Parece una almohadilla sin alfileres.
La ancha avenida, cuidadosamente regada, di-
buja una malla de huellas trazadas por los carrua-
PANORAMA BONAERENSE 27 1
jes que se cruzan, y que van estacionándose uno
á uno, hasta que, llegada la hora de la retirada,
parten á paso lento, dan una última vuelta, y en
seguida desfilan por delante de la Escuela Militar,
levantando nubes de polvo sonrosado por el sol
en el ocaso, sin oirse más ruido que el golpe seco
de las herraduras de las patas delanteras al dar
en el casco de las traseras, y el canto monótono
de miles de cigarras ocultas entre el follaje de los
árboles. Y así de una tirada, llegan los carruajes
al trote hasta la cima de la barranca de la Recole-
ta, donde se detienen, jadeantes los caballos, con
las narices abiertas, palpitando violentamente los
vacíos, blanqueando de espuma donde quiera que
una correa les roza la piel, goteando el sudor por
el vientre, y el lomo humeante con la traspira-
ción.
Desde aquella altura se abarca todo un paisaje.
Al norte, el río poblado de barquichuelos, con sus
blancas velas izadas para mantenerse aproados
al viento. Á la derecha, el poniente envuelto en
\ma bruma de polvo rojizo, de entre el cual se
destacan, como dos obeliscos, las chimeneas de
los depósitos de las aguas corrientes, mientras
que á la izquierda se ierguen como agujas que
perforan el ambiente los altos caños de la cerve-
cería de Bieckert y de los alambiques de Prat,
guardadores de mil secretos arrancados á las le-
vitas y pantalones que dejan allí la grasitud que
los emporcaba, para entrar de nuevo en servicio
activo en teatros y paseos, alardeando una virgi-
nidad comprada mediante un par de duros ! . . . .
De un lado, la Calle Larga^ franjeada en sus dos
27^ SANSÓN CARRASCO
aceras de paraísos, que se pierde entre los veri-
cuetos de las Cinco Esquinas. Del otro lado, por
sobre las tapias del Cementerio, los cipreses ha-
macando suavemente su puntiagudo jopo, y en
el bajo se dibuja sobre la ceja oscura de los sau-
ces, el tren del Norte que avanza lentamente, con
su linterna roja como el ojo de un cíclope, mar-
cando cada respiración de sus pulmones de acero
con una bocanada de humo blanco, que salta del
caño como una pelota de lana que se deshilacha
en finísimas hebras hasta desaparecer por com-
pleto.
Vale bien la pena de dar una vuelta por aque-
llos contornos para ver cómo, bajo la iniciativa y
dirección del actual Presidente de la Municipali-
dad, don Torcuato de Alvear, se han transforma-
do los zanjones y barrancos que afeaban aquel
sitio, en preciosos jardines, grutas fantásticas,
puentecillos rústicos y lagos encantados, que co-
mo obra del hombre no tiene igual en América. A
un lado y otro del camino se estienden dos lade-
ras tapizadas de césped, moteado acá y allá por
coniferos de variadas clases, palmeras, látanlas, y
otras plantas de raro mérito.
Termina la colina de la derecha en un montícu-
lo muy elevado, en cuya meseta hay un jardini-
Uo de vistosas flores rodeado de cómodos ban-
cos. Está formado el montículo por un peñascal
de piedras que parecen allí nacidas, por entre
cuyas grietas trepan hiedras y otras plantas ras-
treras, que dan al paisaje un tono completamente
rústico.
Del otro lado, están la gruta y el lago. Yo no sé
PANORAMA BONAERENSE 273
describir aquello. Es algo tan fantástico que es-
capa á lo que la pluma puede pintar. Tiene algo
délos cuent(5s de HoflFman, y de la música de
Wagner. Parece que de entre las grietas y cuevas
que forman aquellas caprichosas estalactitas, van
á aparecer gnomos y willis y todas las creaciones
de la fábula alemana, revueltas en confuso torbe-
llino. Allí no ha presidido más que el capricho,
embellecido por el arte. Un grupo semeja una
cariátide gigantesca de facciones fenomenales. El
otro parece un manojo de sierpes que se desen-
roscan en actitud amenazante. Allí se cree ver un
grupo de abetos petrificados por el hielo; allá
aparece el boquete de una caverna que vá á vomi-
tar cocodrilos y saurios de toda especie, y por do
quiera que se estienda la vista se cree uno tras-
portado á un país encantado, en que viven las vi-
siones creadas por la fantasía.
Y de cada grieta, de cada agujero, brota una
planta acuática, de anchas hojas, heléchos de
tallos flexibles, bambúes esbeltos, lianas que se
enroscan como víboras, matas de hoja con sus
blancos penachos, ceibos coronados de pajas guir-
naldas, y grandes pandanus apuntalados en sus
raices supletorias que forman un pabellón de fu-
siles.
Cruza el lago un puente colgante, en cuyo cen-
tro hay una glorieta rústica, tapizados los tron-
cos con claveles del aire y otros parásitos que per-
fuman el ambiente con sus flores. Las escaleras
que conducen al fondo de la gruta parecen talla-
das en la roca viva, y tan verdadero parece allí
todo, que se está esperando el momento en que
8. c. 18
274 SANSÓN CARRASCO
van á surgir de aquellas profundidades náya-
des y tritones, y todo género de monstruos ma-
rinos .
Parece que es tarea ociosa hablar de lo que está
á la vista de todos, pero no me engaño al decir
que de los muchos miles de habitantes de Bue-
nos Aires, siete octavas partes no han visitado los
alrededores de la Recoleta. La alta sociedad pasa
por allí arrellanada en sus carruajes sin dignarse
dirigir una mirada á los costados. ¡No se hable ya
de bajar á dar una vuelta! ¡Eso queda para los
tenderos y modistas que pasean los domingos!
El buen tono no permite admirar nada, lo que no
impide que, cuando estos indiferentes Van á París
ó á Londres, se queden boquiabiertos ante cual-
quiera morondanga.
Y, sin embargo, el paseo de la Recoleta es algo
de eso que no se vé todos los días — Allí la mano
del hombre ha suplido con ventaja la obra de la
naturaleza, dotando á Buenos Aires de un sitio
de recreo que no tiene igual. Será más magestuo-
so el Jardín Botánico de Rio Janeiro, habrá más
variedad en los paisajes de Montevideo, pero se-
guramente hay más buen gusto y más nove-
dad en la gruta fantástica de la Recoleta.
Entre tanto, nuevos carruajes suben á cada
instante el repecho y se detienen en la altura para
dar descanso á los caballos fatigados por el calor.
Los paseantes se miran de coche á coche: los
hombres con fijeza, como queriendo comerse con
los ojos á las mujeres; y éstas muy gazmoñas, ha-
ciendo como que no ven, pero relampagueando
PANORAMA BONAERENSE 275
de vez en cuando con una de esas miradas que
hacen estremecer al que las recibe.
— Vamos, dice una niña, con voz suave, sacan-
do la cabeza por la portezuela, dirigiendo al mis-
mo tiempo una mirada de reojo á alguno que
queda atrás, y al instante arrancan los caballos,
tomando á trote mesurado por la calle Larga.
—Vamos, dice una voz bronca de hombre, y
parte otro carruaje á gran trote, hasta alcanzar al
que se desprendió primero.
Y asi, unos tras otros, van llegando todos los
vehículos que circulaban por Palermo, se detie-
nen un instante en lo alto de la barranca, y siguen
después su camino por la Calle Larga, desgra-
nándose en las Cinco Esquinas por distintas di-
recciones.
Después no queda allí más que alguna miste-
riosa pareja que huyó de los faroles en busca de
los bancos ocultos tras de los árboles.
El día se ha ido, pero queda velando durante la
noche la luna, cuyos pálidos rayos trazan sobre
las aguas dorftiidas del río un riel de plata, des-
tacándose de entre la penumbra que envuelve á
la tierra, las chimeneas de las Aguas Corrientes
como dos obeliscos; los altos canos del Elíseo y
de la Tintorería, como dos agujas que penetran
en la bóveda oscura del cielo; y por sobre las ta-
pias del Cementerio, los cipreses, empinando sus
puntiagudos jopos como para curiosear lo que
pasa en la ciudad de los vivos, aburridos de la
monotonía que reina en aquella ciudad délos
muertos, en que están aprisionados.
Yo también me voy — ¿Por dónde tomo? ¿Por la
276 SANSÓN CARRASCO
derecha? ¡Bab! Ya me llegará mi día, y mientras
llega, tomemos por la Calle Larga que conduce
al bullicio, á la vida, á la alegría, y dejemos en
paz á los que, tarde ó temprano, han de ser nues-
tros compañeros obligados. Y á pesar de todas
estas filosofías, al alejarme de la Barranca de la
Recoleta no puedo menos de recordar á Bec-
quer y repetir con él.
« iQué solos! ¡qué solos se quedan los muer-
tos! »
Enero 27 de 1883.
MINAS
Aspecto general— La Plaza— La Gefatura— La
Iglesia— Escudero y su teatro— Un cuento de
CaRMONA — MONSIEUR AuGUSTE.
A conté cómo había llegado á Minas, y
como, á poco de llegado, había ya pro-
I yectado todos los paseos imaginables por
los alrededores del pueblo.
No se cumplió, sin embargo, el programa tal co-
mo se había organizado. Al día siguiente de mi lle-
gada, en vez de ir á Arequita, como estaba conve-
nido, solo me ocupé en conocer el pueblo y darme
una idea del paisaje que lo circunda. Cansado
del viaje y rendido del madrugón del día anterior
me apretó el sueño y solo á las ocho de la ma-
ñana di señales de vida, gracias á un chiquillo
que se me presentó con un mate y que tuvo que
llamarme repetidas veces para que yo me arran-
278 SANSÓN CARRASCO
cara de los brazos de no te tapes los ojos, lec-
tora, que no hay por qué ruborizarse, pues has
de saber que esto de los brazos es puramente
una metáfora mitológica. Era Morfeo, quien me
tenia tan estrechamente abréizado. Y dejando de
lado las metáforas y la mitología, diré sencilla-
mente que me desperté, como se despiertan ge-
neralmente los mortales, esto es, entreabriendo
los ojos y volviéndolos á cerrar lastimados por la
luz, estirando los brazos, y dando dos ó tres bos-
tezos.
Tomé mi mate, me tiré de la cama, y en diez
minutos ya estaba yo en la calle, aspirando aquel
aire fresco y puro. Había esceso de claridad pa-
ra mi vista, acostumbrada á las sombras de la
ciudad. En el cielo azul no había más mancha
que la del sol, que se derramaba en chorros de
luz bañando los cerros y las casas, en cuyas pa-
redes blancas rebotaban despidiendo reflejos des-
lumbradores. La calle, prolijamente macadami-
zada, se prolonga en una estensión de doce ó quin-
ce cuadras, hasta morir en una loma coronada
por los Corrales de Abasto.
A mi derecha se veía el cerro de la Guardia,
cuchilla altísima cuya cima es una esplanada.
Llámasele de la Guardia porque allí se sitúan en
tiempo de guerra las avanzadas de las fuerzas del
pueblo, dominando desde aquella altura una gran
estensión. A la izquierda aparecíala punta agu-
da del cerro de Lavalleja, así llamado por haber
pertenecido al Jefe de los Treinta y Tres: y ai
frente se destaca el Cerro del Alegro, muy empina-
do y escabroso, terminado en un hacinamiento de
MINAS 279
peñascos inaccesibles. Cuenta la tradición qué,
allá por los tiempos de Mari-Castaña, se encontró
en ese cerro un negro que vivía entre aquellas
breñas, esclavo prófugo que prefería hacer aque-
lla vida salvaje antes que someterse al látigo de su
amo,jr de ahí le quedó el nombre al Cerro, que es
uno de los más pintorescos que rodean á Minas.
Terminada la observación del paisaje que desde
la puerta de mi casa podía abarcar, eché á andar,
acompañado del solícito amigo que con tanta
galantería me había cedido su alcoba. Fuimos á
la plaza, que es, por cierto, una de las más bellas
que conozco; un verdadero jardín adornado con
plantas de mérito, cómodos y elegantes bancos,
calles perfectamente enarenadas, y en el centro
una estatua sobre un pedestal cuadrado, en cu-
yas caras se leen inscripciones que esplican cuán-
do, por qué, y por quién, se construyó aquel mo-
numento.
Daba yo vueltas y vueltas en torno de la esta-
tua examinándola en sus más mínimos detalles,
é intrigado mi compañero con aquella prolija
observación, me preguntó:
—¿Qué es lo que tanto le llama la atención?
—Nada. Lo único que deseo es verle las manos.
Aquí mi compañero se sonrió, y comprendien-
do lo que motivaba mi curiosidad, me dijo:
—Ya se lo amputaron.
Entonces fui yo quien solté una carcajada.
Aquel término anatómico aplicado á una estatua
era una ocurrencia graciosísima, Y para que el
lector pueda darse cuenta de lo que se trataba, lo
esplicaré en breves palabras*— Es el caso que el
28o SANSÓN CARRASCO
escultor á quien se encomendó la construcción
de la estatua, era un hombre ó muy escéntrico, ó
tan ignorante que no sabía cuantos dedos tenia
en la mano. Ello es que, terminada la estatua y
colocada sobre su pedestal después de las cere-
monias de estilo, se descubrió que tenía sejs de-
dos en una mano.
Yo había leído este curioso detalle en una inte-
resantísima reseña que hizo el doctor Rappaz de
una escursión á Minas, y confieso que siempre
me había quedado la duda de que lo del sexto de-
do fuese un aditamento inventado por la travesu-
ra característica de De Montheolo; pero, ante el
testimonio de cien vecinos, me he convencido de
que el fenómeno existió en realidad, y no un día
ni dos, sino por espacio de largo tiempo, hasta
que la autoridad, según la espresión oportuna de
mi acompañante, mandó amputar aquel dedo in-
truso, operación para la cual no fué necesario ni
bisturí, ni sierra, ni ligaduras de arterias, sino
que bastó una simple cucharada de albañil y un
poco de argamasa para remendar el desperfecto.
Y contábame mi amigo, que con tanta facilidad
se practicó la operación, que el amputado no tuvo
ni un momento de fiebre
En el costado Este de la plaza está la Gefatura
de Policía, edificio elegante y hasta lujoso, el me-
jor tal vez de todos los de la República después
del de la Capital. La construcción es sólida y es-
belta, la gran puerta que da á la plaza es primo-
rosamente tallada, y todo el edificio, hasta en sus
últimas dependencias, ha sido perfectamente
concluido.
MINAS 281
Al lado de la Gefatura está la iglesia; pobre, ra-
quítica, mezquina; un rancho techado de teja, sin
atrio ni torre, lo que prueba que el vecindario de
Minas es más sensato que otros que han gastado
ingentes sumas en la construcción de templos, y
mientras tanto no tienen calles, ni plazas, ni ofi-
cinas públicas, ni nada, en fin, de lo que es mil ve-
ces más necesario á la población que una iglesia.
Se ha tratado, en Minas, de edificar un gran
templo, y efectivamente se ven á media cuadra
de la plaza algunas paredes a medio hacer, trozos
de columnas y otros arranques que en breve no
serán más que montones de escombros, como
que ya los vecinos llaman á aquello: las ruinas de
la iglesia nueva.
Parece que los dineros que se recolectaron con
aquel objeto se evaporaron por arte de magia, y
los donantes quedaron desde entonces escama-
dos. En cambio, á falta de iglesia, el señor te-
niente-cura tiene una espléndida granja en los
suburbios del pueblo, y. . . . vayase lo uno por
lo otro.
De la Plaza, pasamos á ver el teatro: una boni-
ta sala, con dos órdenes de palcos muy espacio-
sos, platea amplia, un escenario regular, todo
muy bien pintado y arreglado con gusto.
Dejóme por un instante mi compañero, y yo
quedé solo con el propietario, un señor Escude-
ro, muy amable y muy atento, dueño también del
Café y Confitería Oriental, contiguo al teatro.
Me contó el señor Escudero cómo, quién y
cuándo inauguró el teatro, cuántas luces tenía,
la capacidad, que es para seiscientas personas
282 SANSÓN CARRASCO
sentadas, y otras mil particularidades. Quiso que
viese todo, y todo lo vi, y todo lo toqué, acompa-
ñado siempre de sus observaciones y comenta-
rios; y cuando hube visto todo, y todo tocado, me
invitó á que inspeccionase los palcos altos.
—Ya los veo, le dije.
—Si; pero hágame el favor de subir para ver la
comodidad que tienen, me contestó, agregando:
yo no le acompaño porque tengo esta pierna re-
calcada y no puedo subir escaleras.
Por complacerle, subí á los palcos altos, entré
en uno de los de la ochava, y sospechando que la
esplicacion iba á ser larga, tomé asiento en una
silla delantera. La escena era como para copiar-
la.— El teatro representaba un desierto, sin más
pobladores que yó, muy sentado en mi palco, y
Escudero, que desdé el centro de la platea me
daba sus esplicaciones.
—Esto me cuesta un dineral, me decía, y lo que
es el beneficio, todavía está por verse. He hecho
venir pintores de Montevideo, para pintar las de-
coraciones, y tengo las necesarias para represen-
tar dramas, comedias, trajedias, óperas, zarzue-
las y todo cuanto se quiera.— Ahora le voy á mos-
trar.
Y diciendo y haciendo, se fué al proscenio y de-
jó caer el telón.
La escena se hacía cada vez más interesante.
Ya no quedaba en el teatro más que yo. Escude-
ro, oculto tras el telón, hablaba como un eco
lejano:
—¡Si supiera usted los dolores de cabeza que
me ha dado este bendito teatrol Yo tengo que
MINAS 283
correr con todo para que ande corriente, y des-
pués de toda esa fatiga, solo cobro el quince por
ciento de las entradas de boletería cuando hay
función, así es que la noche que se hacen doscien-
tos pesos, yo no saco más que treinta por alqui-
ler del teatro, luces, decoraciones, y todo lo de-
más.
Concluido este discurso sin que yo viera al
orador, se levantó nuevamente el telón, y apare-
ció en medio de la escena Escudero, en mangas
de camisa, con zapatillas, y un sombrero gacho.
Yo, firme en mi palco, seguía escuchando.
—Esta decoración, como usted vé, seguía di-
ciendo el propietario, representa una alcoba y
sirve también para sala poniéndole una mesa y
un sitial que tengo ahí adentro— ¿Quiere que se
lo muestre?
—No; no se incomode usted.— Ya comprendo.
—Voy entonces á mostrarle otra decoración,
dijo Escudero, algo contrariado por no haber yo
aceptado la oferta del sitial, y se metió entre bas-
tidores. Levantóse la tela que representaba la
alcoba, apareció otra que remedaba un bosque, y
en medio del bosque. Escudero, firme, imperté-
rrito, dispuesto á no omitirme un solo detalle de
su retablo.
Pero, cuando iba á continuar sus esplicaciones,
resonó en el teatro una estrepitosa carcajada. Era
mi amigo, que de vuelta ya, no había podido con-
tenerse ante la graciosísima escena que entre Es-
cudero y yo representábamos, él muy serio, como
un general en el campo de batalla, indicando to-
das las posiciones, y yo muy grave, sentado en
284 SANSÓN CARRASCO
mi palco, oyéndole como si cantase Gayarre ó de-
clamase Salvini.
¡Oh! y de seguro que si mi compañero no vuel-
ve tan pronto, no me deja salir Escudero sin de-
clamarme un trozo de Don Juan Tenorio ó cantar-
me algunas coplas de Don S/wón, para mostrarme
más á lo vivo lo que era el teatro, su teatro ^ como
dice él á boca llena, á quien quiere más que si
fuere el hijo de sus entrañas.
¡Y cómo lo cuida! No se vé una basurita en
toda la sala, ni una tela de araña, ni una mosca.
Si las pinturas y los dorados se deterioran, no ha
de ser seguramente por falta de cuidado, sino
por sobra. Lo que el tiempo no destruye, lo gas-
tarán las escobas y los plumeros, tal es la proliji-
dad y constancia con que aquel solícito dueño
vela por su hacienda.
Interrumpido, pues, por la carcajada de mi
amigo, no pudo seguir Escudero en sus minu-
ciosas esplicaciones, pero no dejó de hacerme sa-
ber que tenía todavía otra decoración de calle y
otra más, que me mostraría cuando tuviese oca-
sión.
Mucho le debe el pueblo de Minas al señor Es-
cudero, pues gracias á él cuenta con aquella bo-
nita sala para espectáculos y bailes, pero no le
arriendo las ganancias al propietario. Él sabe que
aquello es para él un elefante blanco, á quien tie-
ne que mantener so pena de que un día ü
otro no sirva más que para granero. Escudero,
sin embargo, se dá por bien pagado con ser y lla-
marse dueño del teatro, y á buen seguro que de-
je él pasar oportunidad de hacerlo saber; y aquí
MINAS 285
viene bien una anécdota, que me contó el travie-
so Carmona, por cuya razón no me atrevo á ser-
vírsela á mis lectores como moneda de buena ley.
Cuenta el gracioso tuerto que una noche, en
Minas, se hacía no se qué comedia ó drama, y
estaban todas las familias en los palcos, y Escu-
dero en uno de ellos con la suya, cuando cata
aquí que una de las lámparas de kerosene que
iluminan el teatro empieza á echar humo y á po-
ner negro el tubo.
Escudero ya no oía ni veía la representación.
Tenía todos sus sentidos reconcentrados en aque-
lla maldita lámpara que afeaba la sala, y cuyo hu-
mo podía perjudicar á las pinturas del techo.
Tanto dio y temó el propietario en la cosa, que al
fin no pudo contenerse; se levantó del palco, y
atravesando por entre toda la concurrencia, apa-
gó la lámpara rebelde, le sacó el tubo, y salió lo
más orondo en medio de los aplausos del publi-
co que festejaba aquel acto de Escudero, propio
de un propietario que mira por la decencia de su
casa.
Terminada mi visita al teatro, que me había to-
mado una hora larga, recorrí las principales ca-
lles del pueblo, sorprendiéndome lo bien cuida,-
das que están, todas macadamizadas, con buenas
veredas y limpias.
La población de Minas está muy concentrada.
No se vén allí, como en otros pueblos, esos hue-
cos y terrenos baldíos que tanto afean las calles.
Hay casas muy buenas, y solo allá en los subur-
bios se ve uno que otro rancho, y esos mismos
blanqueados, lo cual hace que la villa presente un
386 SANSÓN CARRASCO
lindo aspecto de donde quiera que se la mire, ri-
sueña, alegre, descollando por sobre las paredes
los penachos verdes de los árboles que dan som-
bra á los patíos, debiendo citarse entre esos ár-
boles dos naranjos que crecen en el gran patio
del Hotel Francés, notables por su frondosidad y
elevación, y cuyos recios troncos revelan una res-
petable ancianidad.
Ya es hora de almorzar.
— ¡Monsieur Auguste! sáquennos una mesa
aquí, bajo el emparrado y ¡ vivo con el almuerzo !
Monsieur Auguste es el más servicial de los ho-
teleros que conozco, y al mismo tiempo un habi-
lísimo cocinero: un verdadero cordon-bleu modes-
tamente oculto entre los cerros de Minas.
Y á propósito de cerros ¿en qué quedó el paseo
de Arequita? preguntará el lector.
Mañana, mañana sin falta vamos allá; hoy me
ha sido imposible porque, la verdad no
contaba con la descripción teatral del progresista
señor Escudero.
Marzo 22 de 1883.
RAFAEL A. FRAGUEIRO
UATRO años escasos hace que Rafael Fra-
gueiro se dio á conocer como poeta, sien-
do á la sazón un niño, como que no llega-
ba á los quince, aunque el escepticis-
mo que se traslucía en sus estrofas revelase un
hombre que hubiera atravesado los azares de la
vida.
Pasó su niñez oculta en el hogar, mostrándose
siempre retraído, sin entregarse á esas espansio-
nes bulliciosas, propias de la infancia, y malgastó
los primeros esfuerzos de su inteligencia apren-
diendo vulgaridades en algunos colegios católicos
en que sus padres le pusieron. Accidentalmente
fué la familia de Fragueiro á residir á las Piedras,
contando Rafael once años, y allí tuvo ocasión de
aprender algo, lo poco que puede aprenderse á
esa edad, bajo la dirección del educacionista don
288 SANSÓN CARRASCO
PÍO García, hoy inspector Departamental de Ca-
nelones.
Pero todo lo que pudo haber adelantado á ha-
ber seguido instruyéndose en aquella escuela, lo
esterilizó por haber entrado en calidad de pupilo
en el colegio Pío de Villa Colón, dirijido por frai-
les Salesianos, que, como es natural, más se ocu-
pan del canto de letanías y del adorno de altares
que de enseñar nada que de provecho sea, como
lo prueba el testimonio del mismo Fragueiro,
que es un prodigio de inteligencia, y otro prodi-
gio de ignorancia en materias que son hoy el
a, b, c, de toda educación.
Sin base para proseguir estudios serios, y sofo-
cado dentro de la monotonía conventual del Co-
legio Pío, Fragueiro buscó salida al torbellino
que se agitaba dentro de su portentosa cabeza, y
le dio escape por las puertas de la poesía, que se
le abrían de par en par en medio de aquella na-
turaleza risueña que le rodeaba, despertando en
su alma de niño sentimientos de hombre.
Así, sus primeras composiciones no son los
sueños alegres de la infancia, sino los delirios
exaltados de la pasión, de una pasión que germi-
na sin causa que la determine, pero alimentando
ya lúgubres presentimientos de desdenes, de es-
cepticismo, de aniquilamiento, como si el cora-
zón que aquello sentía y el cerebro que aquello
pensaba estuviesen ya en el ocaso de la turbulen-
ta juventud de un don Juan ó un Montemar.
Podría decirse de Fragueiro lo que la redondi-
lla antigua dice de una flor nacida junto á una
calavera :
RAFAEL A. FRAGUEIRO 289
al primer paso que diste
te encontraste con la muerte.
Su primera composición, escrita á los trece
años, respira ya ese fatídico presentimiento de la
tumba que campea después en casi todas sus
poesías.
Sobre el mármol funerario
Que mis huesos cubrirá
No pido inscripción ni flores,
Una lágrima no más.
Pero esa lágrima sola
Que á mi alma le bastará
La han de verter tus pupilas
Si acaso saben llorar.
Esta fué la primera composición de Fragueiro,
que le valió una seria reprimenda de los frailes
Salesianos, reprimenda que le entró al poeta por
un oido y le salió por el otro, pues al día siguien-
te escribió otros versos, y otros, hasta que los
buenos padres pusieron al recalcitrante visitador
del Parnaso á dieta de pluma y papel, para impe-
dir que siguiera escribiendo los mundanos pen-
samientos que se agitaban en su cabeza.
¿Lograron los frailes su intento? Más fácil era
ponerle puertas al campo. FYagueiro escribía en
la arena de los caminos, en las hojas de las plan-
tas, en todas partes, donde pudiese grabar su
pensamiento, aguijoneado con la prohibición,
hambriento con la dieta, impaciente con la pri-
sión, como si fuera posible detener la avenida de
las aguas, y no más prudente darles dirección pa-
ra que su empuje sea de utilidad y de provecho.
s. c. 19
290 SANSÓN CARRASCO
Muchos de los defectos de que se resienten las
composiciones de Fragueiro, son hijos de aquella
insensata persecución que los Salesianos le hicie-
ron para sofocar su inspiración poética. Una di-
rección es lo que ha hecho falta á esa cabeza pri-
vilegiada de catorce años, que pensaba ya como
• las de treinta.
Faltáronle modelos, faltáronle maestros, y
aquella inspiración sin lastre echó á volar como
un globo, sin derrotero fijo, empujado de un lado
á otro por las encontradas corrientes de las pa-
siones que brotaban en el organismo precoz de
aquel niño, que no sentía sobre sí más autoridad
que los mimos de una madre cariñosa, alejado de
la tutela rigorosa del padre á quien sus negocios
retenían en otro país sin poder vigilar de cerca á
quien tanto necesitaba de vigilancia, por lo mis-
mo que nacía á la vida prematuramente.
A los quince años, se encontró Fragueiro con
el mundo abierto por delante, dueño de sus ac-
ciones y esclavo de sus pasiones, enamorado de
la primera niña con que topó al dar sus primeros
pasos, y á quien cantó en todos los tonos, echán-
dole en cara su desdén, que en ella era sensatez,
como que hubiera mostrado no tenerla dando oí-
dos á las declaraciones volcánicas de aquel pro-
yecto de hombre, chicuelo y barbilampiño como
era.
Fragueiro, para ablandar á su ingrata enemiga,
adoptó el género tétrico, y sus composiciones pa-
recían escritas sobre el mármol de una tumba,
guarecido bajo un ciprés, é iluminado coa las fos-
forecencias de los esqueletos.
RAFAEL A. FRAGUEIRO 29I
¡Pobre niña! ¡Cómo debía sufrir viéndose obje-
to de la fúnebre persecución de un cadáver! Ora
se le advertía que no se asustase si á media noche
oía llamar á los vidrios de su ventana, y tras de
ellos veía la lívida silueta de un espectro. Era
Fragueiro que salía de su tumba para ver al án-
gel de sus ensueños, envuelto en el blanco suda*
rio y con los demás atavíos que usan los muertos
escapados del sepulcro.
Ora era la niña la muerta. Se le antojaba á
Fragueiro que estaría más linda
toda vestida de blanco
dentro de una caja estrecha,
La verdad es que el capricho podía ser- muy
poético y muy escéntrico, pero, seguramente, que
maldita la gracia que le haría á la niña el verse
de aquella manera ataviada dentro de tan incó-
modo lecho. .
En esta situación de ánimo, fué Fragueiro recla-
mado por su padre, que á la sazón se encontraba
en Córdoba ocupado en negocios de minas. Ale-
jado el amartelado doncel del objeto de sus amo-
res, creyóse que se le pasaría la dolencia, pero el
mal estaba acorazado contra la máxima de que
«ausencias causan olvidos», y bajo el clima tro-
pical de Córdoba se desarrolló la pasión hasta to-
mar las proporciones de un poema, que, bajo el
título de Zelmira, compuso Fragueiro durante su
estadía en aquella católica ciudad. Está inédito
aún ese poema, y es lástima, porque e§ tal vez su
obra más acabada y correcta.
Esto tenía lugar durante el año 1881 , que fué en
292 SANSÓN CARRASCO
el que más y mejor trabajó Fragueiro, pues con-
cluido su Zelmira, compuso Los Poemas de Dios,
que editó en un pequeño folleto, y en seguida,
vuelto á Montevideo, acometió la ardua empresa
de escribir una trajedia, en verso italiano, que
puso en escena la compañía Tessero en el teatro
Cibils, en la noche del diez y siete de Noviembre
del 81.
Lucrecia Romana^ que así se titulaba la trajedia,
fué un prodijio. Parecía imposible que á los diez
y seis años pudiese nadie acometer con éxito el
más difícil de los ensayos poéticos, teniendo que
luchar con las contrariedades que ofrecía la rima
en un idioma estranjero, y salvar los escollos que
presenta el más escabroso de los géneros dramá-
ticos. Una trajedia histórica á estas alturas del
siglo, es casi un anacronismo literario; es algo
que se despega de la índole y las tendencias del
teatro moderno. Parecía una insensatez que,
cuando Corneille y Racine declinan, pretendiese
un niño llenar la escena con una obra que ningún
maestro se atrevería á ensayar : pero, á pesar de
todo, Lucrecia Romana se hizo aplaudir, no solo
en Montevideo, donde las simpatías que desper-
taba Fragueiro podían disculpar las faltas, sino
también en Buenos Aires, donde el autor no te-
nía afinidades ni protecciones que le ayudasen á
salir airoso.
¿Quiere esto decir que Lucrecia sea una obra
perfecta? No; no llevo yo mi admiración hasta ta-
les exageraciones. Hay desconocimiento de la
escena, abuso de monólogos, olvido de los per-
sonajes que quedan condenados á contemplar las
RAFAEL A. FRAGUEIRO 293
bambalinas, á falta de ocupación más útil, pero
en todos esos defectos de fácil corrección en su
mayor parte, hay detalles de genio, realizados
con la belleza del verso, que, al decir de los cono-
cedores en el idioma del Dante, es correcto y cas-
tizo.
Halagado con el éxito, Fragueiro se entregó con
delirio al teatro. De la trajedia pasó á la comedia
y quince días después de representada la Lucre-
cia, puso en escena La Bolsa, comedia en tres ac-
tos, en prosa italiana, cuya ejecución confió á la
sociedad de aficionados Aspirazione Drammatiche.
En seguida escribió El Deljin, drama en tres
actos, en verso francés. No encontrando compa-
ñía francesa que lo pusiese en escena, lo vertió al
italiano, para que lo representase Gemma Cuni-
berti, que hubiera sido digna intérprete de Fra-
gueiro. Ella era también un niño prodigio, como
el autor de El Delfín y entre los dos no sumaban
veinticinco años, la edad en que la generalidad
empieza á penas á pensar.
No recuerdo qué dificultades de ensayos hubo,
pero lo cierto es que El Delfín nunca llegó á re-
presentarse, é impaciente Fragueiro con aquella
contrariedad, dejó el teatro y volvió á sus poe-
sías líricas. El año 82 escribió tres poemas: Pao-
lo, Hamlet y Los Monges. Los tres están inéditos,
habiendo solo leido un fragmento del tercero en
una Conferencia Literaria en el Ateneo del Uru-
guay. Por lo que recuerdo de aquella lectura.
Los Monges no le darán mucha gloria á Fraguei-
ro, si es que en lo que no leyó no hay algo mejor
que lo que nos dio á conocer.
294 SANSÓN CARRASCO
Aquí entra para mí la parte difícil. Profeso á
Fragueiro sincero cariño y soy uno de sus más
entusiastas admiradores, pero no me dejo cegar
hasta el punto de no reconocer sus defectos, y
aunque me cuesta decirlo, debo, sin embargo, ad-
vertir al joven poeta que, desde hace algún tiem-
po, decae visiblemente. No es que su talento se
debilite ni que su inspiración se marchite: es que
le falta la instrucción: es que está cultivando su
cerebro sin abonarlo, y sabido es que, por fértil
que sea el terreno, se vuelve al fin un yermo si no
se alimenta con nuevos jugos para que pueda
producir.
Fragueiro sabe poco, muy poco. Es dura la
frase, pero, es verdad, y yo soy amicus Plato ^ sed
majis amicus vertías. Se ha pasado cantando como
la cigarra durante la abundancia del verano, pero
pronto llorará su desidia, cuando se encuentre
con los graneros vacíos en las escaseces del in-
vierno.
El resultado de esa " falta de preparación y de
estudio, se hace sentir ya en las últimas produc-
ciones de Fragueiro. Repite lo que otros han di-
cho, no por espíritu de imitación, sino porque, no
habiendo leido, crea su imaginación ideas que
otros habían creado antes, como que es ley natu-
ral que, así como los perales producen peras en
todos tiempos y en todos los climas, el ingenio ha
de producir siempre las mismas ideas, y por esa
razón es por lo que Shakespeare copia á Virgilio
sin conocerlo, y Cervantes imita en algunos pa-
sajes á Ovidio, tal vez por que no leyó con deten-
ción sus obras.
RAFAEL A. FRAGUEIRO 295
Después de aquel gran esfuerzo que hiao Fra-
gueiro en sus composiciones dramáticas, parece
que su talento se resintió del escesivo trabajo, y
así se ve que en sus obras posteriores se nota un
descenso cada vez más acentuado. Los Monges
era ya inferior en inspiración á sus anteriores
composiciones. Campanella fué inferior á Los
Monges, y ahora, su último poema, Tupambaé, no
alcanza á Campanella, por más que á Fragueiro se
le antoje que su leyenda charrúa es buena. No;
no es buena, Fragueiro, y no solo no es buena/
sino que es mala; y mala tenía forzosamente que
ser, porque obras de esa naturaleza, no se impro-
visan por debajo de la pierna como usted lo pre-
tende, mi querido é inteligente amiguito.
No ha estudiado el asunto, no ha cuidado la
forma, y de ahí resultan inesactitudes ,- incon-
gruencias, ripios, y otras faltas que no son dis-
culpables en quien tiene dotes y pretensiones de
poeta.
Se me acusará, tal vez, de ser demasiado severo
con un joven de diez y nueve años, y efectiva-
mente, considerado en absoluto el hecho, habría
motivo para el reproche; pero es necesario tener
en cuenta que Fragueiro no está en las mismas
condiciones que la generalidad. Él es una escep-
ción, y sobre serlo, quiere serlo. Es una nobilísi-
ma ambición que yo no le enrostro, pero sí le
acuso de que no haga lo que debiera para cimen-
tarla.
Es, á las veces, un enemigo el talento precoz, y
el de Fragueiro le ha sido perjudicial. Hay dere-
cho para exijir al joven de diez y nueve años que
296 SANSÓN CARRASCO
haga algo más que el niño de catorce, y si no ade-
lanta, suya es la culpa, que malgasta su tiempo
en frivolidades poniendo á contribución su pode-
rosa inteligencia, cuando debiera utilizarlo en
adquirir, para más tarde poder producir con
fruto.
Es este el momento que debiera aprovechar
Fragueiro para dedicarse seriamente á los estu-
dios que le son necesarios. Su talento no va más
allá con el capital propio; no lo esterilice, pues,
en esfuerzos inútiles. Robustézcalo primero con
la savia que puede adquirir en lecturas metódicas
y provechosas, y llegará á los treinta años con
todo el vigor propio de la edad, aleccionado el
carácter con la esperiencia de la vida, y encarri-
ladas las pasiones por la voluntad.
Todo esto es sermón perdido. Fragueiro no
dejará de hacer versos, porque á ello le arrastra
su vocación, ayudada por los nervios, que tienen
constantemente convulsionado aquel cuerpo pe-
queño, que se retuerce en continuados espasmos.
Está continuamente haciendo morisquetas y vi-
sajes; pone los ojos en blanco; inclina la cabeza;
levanta los brazos, y todo esto lo hace inconscien-
temente. Son los nervios los que trabajan y po-
nen en continua agitación á su cerebro, solo que
éste, en vez de hacer morisquetas, hace versos, á
veces tan estrafalarios como los visajes que hace
Fragueiro, y que provocan la risa de quien no le
conoce.
Hasta en el traje del poeta influye su sistema
nervioso. No puede usar más sombrero que el
hongo, y ese lo lleva arrugado y deforme como si
RAFAEL A. FRAGUEIRO 297
con él hubiesen jugado gatos y perros. Cierto es
que el pobre sombrero es el que paga los escesos
de los nervios, y sufre todas las crispaciones de
aquellas manos, que nunca pueden estarse quie-
tas, como si las aquejase el mal de San Vito.
Pregúntesele á Fragueiro qué es lo que está ha-
ciendo, y siempre contesta que tiene entre manos
obras para llenar una biblioteca: el poema tal, el
drama cual, la tragedia esta, el romance aquel;
una novela, dos leyendas, y el día menos pensado
nos sale con que está haciendo una enciclopedia.
No tolera que le digan que ha tomado por mo-
delo á Haine ó á Becquer. Él no imita á nadie, no
quiere parecerse á nadie: quiere ser Fragueiro y
nada más que Fragueiro. Yo no se lo censuro,
pero si le exijo que haga por serlo.
Entre tanto, mientras no concluye ninguna de
esas obras de aliento que dice tener en elabora-
ción, se entretiene haciendo poesías fugaces. No
pasa día sin que rime algún pensamiento. Don-
de quiera que vá, toma papel y tinta y escribe,
pero nunca en prosa.
Ayer, por ejemplo, vio una niña vestida con un
traje negro salpicado de rosas, y al instante se
despertaron en su imaginación aquellas ideas té-
tricas que campean en la mayor parte de las com-
posiciones de su Allegreto. Hé aquí lo que nos
cuenta de su encuentro con la niña de traje flo-
reado:
La vi. Vestía sus formas
Una lluvia de rosas adormidas
En fondo negro. Un féretro cubierto
De flores parecía.
298 SANSÓN CARRASCO
Y es féretro en verdad. Dentro su pecho
Debe encerrar cenizas
De un muerto á quien acaso había olvidado
Como á todo el que muere se le olvida.
Y le ha olvidado ya. ¡De su memoria
Quién tuviera la dicha!
Pasé por su balcón y volvió el rostro
Con aire de desdén la fementida.
Las rosas de su traje no se mueren;
¡Las flores que le di, ya están marchitasl
Con su perfume se perdió el aroma
Con eso dio por ganado su día Fragueiro, y yo
se lo di por perdido, no porque la poesía no tenga
sentimiento y novedad, sino porque e^ta resu-
rección del féretro me hace temer una recaida de
aquel mismo mal que le aquejaba cuando tenía
quince años, y es sabido que
suelen las penas de amor
sacar de quicio las almas,
Con que, mucho cuidado, Fragueiro, con esas
reminiscencias de flores marchitas y de besos
evaporados, pues no es por ahí por donde'se va
de la inmortalidad á la alta cima.
¡Adelante, joven poeta! Que el hombre sea dig-
no de aquel niño que pasmó á nuestra sociedad
con aquellos poderosos detalles del más precoz
de los talentos contemporáneos, y no se eche á
RAFAEL A. FRAGUEIRO
299
dormir sobre los laureles conquistados, que to-
davía le guarda sus más frondosas ramas el árbol
á quien, según Cervantes, no ofende el rayo.
Que tampoco le ofendan al poeta estos enojosos
consejos.
Marzo 10' de 1883.
1 CUANTO CHANCHO 1
AGÍA tiempo que estaba invitado á visitar
La Esiremeña, fábrica de productos por-
cinos, instalada en Santa Lucía, pero pa-
recía que el diablo había metido la cola
entre la invitación y mi deseo, pues, no bien con-
certaba mi paseo, echábanse las nubes á llorar á
moco tendido, como en señal de duelo por la he-
catombe cochina que en ocasión de mi visita se
haría.
Pero, como la estación avanza y las matanzas
concluyen con los fríos, decidí atropellar por to-
do, así es que el domingo, á pesar de los rezongos
del tiempo y de uno que otro chubasco, empren-
dí viaje, cómodamente instalado en un coche de
primera clase del ferro-carril Central, en compa-
ñía de cinco caballeros que formaban parte de la
expedición á La Esir entena.
302 SANSÓN CARRASCO
Á las ocho y minutos silbó la locomotora, como
dando su adiós á la ciudad, y momentos después
echó á andar el tren, pesadamente primero, algo
más ligero después, hasta que, desentumidos los
músculos de acero de la máquina, empezó á co-
rrer sobre los rieles, dejando atrás las casas, los
árboles, los postes del telégrafo, y los rostros cu-
riosos de los vecinos del tránsito, para quienes
es siempre una novedad el paso de esa inmensa
culebra con su penacho de humo y sus enormes
fauces que vomitan fuego.
Primero, atravesamos por las quintas, tristes
como el tiempo, enlodadas las torcidas sendas de
los jardines, tiritando los árboles con su ramaje
desnudo, cerradas las puertas y balcones de las
casas solitarias, y los parrales en esqueleto, se-
mejando los nudosos sarmientos reptiles defor-
mes arrastrándose sobre el envarillado de los
zarzos. Después, cruzamos sobre el Miguelete,
enriquecido su escaso caudal con los derroches de
las nubes, que en esta última quincena han echa-
do la casa por la ventana. Nuestro pobre arroyo
corría con hinchazones de rio, estendido su cau-
ce de barranca á barranca, arrastrando las aguas
barrosas que le aportan las laderas que mueren
en sus orillas.
Más adelante, el campo abierto, todo barro, to-
do humedad; los pastos pálidos y marchitos, las
tierras aradas convertidas en lodazales, los triga-
les tempranizos raquíticos, anémicos, despeina-
dos por la avenida de las aguas, viviendo entre
el fango; una laguna en cada hondonada, un
arroyo en cada surco, un charco en cada agujero.
¡CUÁNTO chancho! 303
y agua, y agua, y mucha agua donde quiera que
se mire; todo triste y húmedo, sin un rayo de sol
que rompa la monotonía del nublado, sin un vo-
lido de pájaro que hienda el vapor gris de la nie-
bla, sin un retozar de potrillos ó triscar de corde-
ros que diera vida y movimiento á la estensa
sábana de verdura desteñida por la lluvia.
Aquí y allá, grupos de vacas y caballos, ente-
rrados hasta las ranillas, con el pelo encrespado,
dando el anca al viento, comiendo con desgano
las yerbas desabridas que crecen en la tierra la-
vada de las grasitudes que vigorizan la savia.
Colón, La Paz, Las Piedras, todo fué quedando
atrás, releándose las poblaciones y abriéndose el
campo á medida que avanzábamos, cruzando las
soledades que median entre Progreso y Joaquín
Suarez hasta llegar á Canelones. Allí vuelve á en-
contrarse la población y el movimiento: viajeros
que bajan del tren, otros que suben, peones que
descargan y cargan equipajes, cocheros que ofre-
cen sus vehículos para atravesar el lodazal que
separa á la Estación del pueblo, y sobresaliendo
entre todos los ruidos y voces, el grito de un mu-
chacho que recorre por el andén toda la esten-
sión del tren, ofreciendo en cada ventanillo de los
wagones:
— ¡ Bizcochos, palitos, y naranjas !— ¡ Butifarra y
pan! sin variar una sola vez su estribillo.
Cinco minutos dura aquel ir y venir, y cargar y
descargar, y bulla y movimiento. Después el Jefe
de la Estación toca la campana, la locomotora
lanza su agudo silbido, los pasajeros que habían
bajado á tomar algo, se apresuran á recobrar sus
304 SANSÓN CARRASCO
asientos, y el tren vuelve á emprender pesada-
mente la marcha, quejándose con chirridos de
goznes, tosiendo con sus pulmones de acero, y
esputando á cada golpe de tos una bocanada de
vapor blanco que se desvanece en el aire como
una burbuja de jabón; los carruajes trotan hacia
el pueblo, despéjase poco á poco el andén, y solo
queda firme el muchacho vendedor, presencian-
do el desfile de los wagones y ofreciendo en cada
ventanillo que pasa su mercancía, con la misma
entonación y el mismo estribillo:
— ¡ Bizcochos, palitos y naranjas ! ¡ Butifarra y
pan!
El tren aumenta á cada paso su envión y pasa
orillando el pueblo de Canelones, por entre sus
prolongados cercos de tunas, alineadas á un lado
y otro del camino como filas de soldados que pre-
sentan sus armas. Ahora solo nos queda por de-
lante un trecho de cuatro leguas que debemos
recorrer sin interrupción. La máquina, como si
supiese que no sería sofrenada en su carrera, au-
mentaba su velocidad á remezones, y se comía el
terreno de á cuadras por minuto, cruzando los
campos encharcados convertidos en intermina-
bles . bañados, solo habitados por las cigüeñas
que los recorrían con sus largos zancos, revol-
viendo con sus picos puntiagudos en el agua en
procura de las lombrices que engendra la hu
medad.
El Maiaojo, arroyuelo de ordinario insignifi-
cante, corría ancho como un río, sepultando bajo
sus aguas los talas y sarandíes que lo franjean,
asomando solo las ramas superiores de los sau-
[CUÁNTO chancho! 305
ees por entre el hervidero de la corriente. Y el
tren sigue siempre su marcha; vadea el arroyo
por sobre el puente que lo cruza y repecha las
lomas del otro lado hasta alcanzar la altura. Des-
de allí se vé el establecimiento de las Aguas Co-
rrientes, con su empinada chimenea, y á su pié,
un mar, un mar estenso, formado por la fusión
del Mataojo y del Sania Lucia, que, desbordados
de sus cauces, invaden toda la planicie que los
separa.
—Allí está La Esiremeña, dice uno de los com-
pañeros señalando á la derecha del tren, y si-
guiendo la indicación, veo tres ó cuatro edificios
techados de teja, asentados en lo alto de la cuchi-
lla. No sé si filé pura fantasía de mis sentidos,
pero declaro que me pareció oir murmullos de
gruñidos que venían de La Esiremeña.
El tren siguió la cintura de la villa de San Juan
Bauiisia trazando una prolongada curva, costeó
después el río por espacio de algunas cuadras,
refrenó la marcha, y á los pocos minutos se detu-
vo frente á la Estación, descargando por sus por-
tezuelas toda la mercancía humana que llevaba
en sus wagones.
Habíamos llegado al término de nuestro viage.
Yo hice lo que todos: bajé, estiré los braizos, di
algunos pasos con fuerza como para desligar las
articulaciones entumecidas durante tres horas de
quietismo, y me dirijí al Hotel Oriental, donde
ya nos esperaba don Ramón Suárez, director del
establecimiento que íbamos á visitar.
Poco tiempo se gastó en saludos y cumplidos,
aguijoneados como estábamos todos por el a3ru-
306 SANSÓN CARRASCO
no, y tentados por el calor suculento que despe-
día una sopera humeante. Comimos todos como
se come siempre que hay buen apetito, sin mu-
chos ambajes ni delicadezas, reforzado á cada bo-
cado el estómago con el contingente que le pres-
taba un vinillo portugués, espeso como almíbar,
hereje el maldito, pues bien dejaba ver que no ha-
bía sido bautizado, y virgen de toda mescolanza.
Terminado el almuerzo, nos pusimos en mar-
cha hacia la fábrica de productos porcinos. El ca-
rruaje que nos conducía cruzó el pueblo dando
tumbos en los baches de las calles y encajando
las ruedas hasta el eje en los pantanos, pero feliz-
mente no hubo tropiezos, gracias á la pericia de
don Ramón, que hacia de vaqueano en su dog-
car, dibujando eses entre el barro para esquivar
los malos pasos.
Ya estamos en la fábrica, cuyas instalaciones
las componen cuatro edificios importantes. Á la
derecha, las canchas de matanza y galpones para
la elaboración de los productos.— Al frente, una
buena casa con cómodas habitaciones. —Más allá,
el depósito y los graneros; á la izquierda, los chi-
queros. Todos estos edificios cuadran un gran
patio, cruzado por veredas cuidadosamente en-
arenadas.
La matanza regular se había hecho por la ma-
ñana, pero habían reservado cuatro cerdos que
debían ser inmolados en nuestra presencia. Los
restantes estaban ya colgados en la carnicería,
destripados y pelados, luciendo las blancas man-
tas de tocino que les cubrían los costillares.
Los vivos, arrinconados en el brete, gruñíaa
¡CUÁNTO chancho! 307
sordamente como presagiando su próximo fin.
Eran cuatro chanchos enormes, el lomo con una
zanja en el medio, los ojos perdidos entre la gor-
dura, arrastrándoles los abultados vientres por el
suelo.
Entró al brete un mozo, armado de un gancho
de hierro de cabo largo, apartó á los chanchos
que gruñeron como protestando contra el intruso
y de repente, uno de ellos bramó á grito herido,
escandalizando con sus alaridos todos aquellos
contornos. Razón tenía para ello el desventurado
animal, pues el mozo lo había clavado con el gan-
cho por la papada, y tiraba con fuerza para lle-
varlo á la cancha. Me pareció bárbaro el procedi-
miento, pero después me explicaron que ni cuatro
hombres serían suficientes para llevar una res al
matadero, mientras que con aquel gancho forzo-
samente tenían que cabestrear los cerdos.
Sin dejar de berrear como un desalmado, salió
el chancho del brete, y berreando cayó dentro de
una inmensa batea, donde inmediatamente otro
mozo le introdujo un puñal por la garganta. Nue-
vamente rugió el animal con alaridos espantosos,
y saltó por la herida un chorro de sangre negra,
espesa, que era recojida dentro de una tina. Los
enormes hi jares del cerdo latían con violencia,
hacía esfuerzos desesperados por desligarse las
patas, y á cada esfuerzo, salía la sangre á borbo-
tones. Poco á poco los gritos fueron mas sordos
y más roncos, los latidos eran más pausados, los
esfuerzos menos violentos, y la sangre fué salien-
do sin ímpetu, derramándose por la herida como
se derrama una pipa por el bitoque.
308 SANSÓN CARRASCO
Todavía |se inflaban los hijares de la víctima
con las últimas inhalaciones, cuando cayó sobre
el cuerpo todo un caldero de agua hirviente. Ua
sacudimiento nervioso agitó todos los miembros
del animal : después cerró los ojos, estiró las pa-
tas, y quedó tranquilo, humeando el vapor del
agua con que lo habían bañado. Inmediatamente,
otros dos mozos, armados de una especie de cu-
charones, procedieron á afeitarle la cerda, y en
dos minutos quedó el chancho mondo y lirondo.
Dos ganchos lo ensartaron por las patas, y mer-
ced á una roldana, fue izado al colgadero, donde
unos operarios le despojaron de las pezuñas y
orejas, mientras otro le abría el abultado vientre
para arrancarle las entrañas.
Todavía no estaba concluida esta operación
cuando ya berreaba en el brete otro cerdo, engan-
chado como el anterior por la papada, que fué
también sometido á las mismas operaciones que
su antecesor. En menos de diez minutos queda-
ron los cuatro chanchos colgados, afeitados y lim-
pios, completando las dos docenas con sus com-
pañeros de la mañana.
En la cancha, no quedaba ni un vestigio de la
matanza. El piso, hecho de tierra romana, estaba
limpio y bruñido, sin una gota de sangre. Allí
corre el agua con profusión, surtida por diversos
manantiales de donde la extraen poderosas bom-
bas movidas á vapor.
En el compartimento vecino al de la matanza,
hay grandes mesas y piletas en que se despostan
lasreses; máquinas para picar la carne; máqui-
nas para embutir el relleno de los chorizos, salchi-
¡CUÁNTO chancho! 309
chones y mortadelas ; y presidiendo á toda aque-
lla maquinaria está la gran máquina de vapor,
que, al par que mueve todas las otras, alimenta al
digeridor en que se extrae la grasa y el sebo.
En el depósito, cuelgan del techo salchichones
de todo largo y calibre, retobados con hilo; sartas
de chorizos que una vez sazonados se guardan en
cajas de lata, enterrados en grasa: jamones, lon-
jas de tocino, recortes de orejas y cien combina-
ciones más; producto todas ellas de la elabora-
ción de ese animal tan asqueroso por fuera, y tan
apetitoso por dentro, del cual todo se aprovecha,
desde la punta del hocico hasta el extremo del
anca.
Arriba del depósito está el granero donde se
almacena el maíz para echar á los cerdos, verda-
deros Heliogábalos que devoran todo cuanto á su
alcance se les pone.
Pasamos enseguida á visitar los chiqueros don-
de moran los subditos de La Estremeña. En el
primero había un centenar de cerdos gordos,
destinados á las próximas matanzas; todos ellos
muy satisfechos de su lozano estado, desdeñando
el maiz que tenían en los pesebres, imposibilita-
dos sin duda de llenarse más de lo que estaban.
En el segundo chiquero había iinos doscientos
puercos, más jóvenes y más delgados que los an-
teriores, pero ya en trato para el engorde, con-
vertidos todos ellos en eunucos. Y en seguida,
otro chiquero, y otro, y veinte más, divididos en
pequeños compartimentos, en cada uno de los
cuales había una señora cerda, rodeada de nu-
merosa prole cochina : ésta con diez, aquella con
310 SANSÓN CARRASCO
doce, estotra con quince, insaciables glotones
prendidos á los pezones de su respetable mamá,
que á su vez comía sin descanso, como para dar
ejemplo á sus vastagos.
En uno de los chiqueros había más de dos-
cientos cerdos, y como no quisieran salir del co-
bertizo en que duermen, entró el cuidador de la
piara para obligarles á que se presentaran ante
sus visitantes. Salió la gruñona grey por una
puerta, arreada por el cuidador, y á penas dio
una vuelta por el patio empedrado, volvió á me-
terse por la otra en precipitado tropel. Quiso el
gañán contener la fuga, y pasóle lo que á Don Qui-
jote le aconteció en la más puerca de sus aventu-
ras, como que puercos fueron los protagonistas
de ella, pasando toda una piara sobre el huesudo
cuerpo del asendereado caballero. Asaz mohino
y maltrecho se levantó el cuidador, después de
haber sido pisoteado por aquella turba cochi-
na, y repuesto del accidente, salió al campo y
llamó á toda la cerdada dispersa por los po-
treros.
Estrañóme que no hiciese uso del clásico cuer-
no con que antaño convocaban los guardadores
de cerdos á la piara, y cuyo toque fué causa de
que al Hidalgo Manchego se le antojase que un
enano anunciaba su llegada al castillo, cuando
dio en la venta de Maritornes ; pero, pues otros
son los tiempos, otras serán las costumbres, ra-
zón por la cual, sin duda, el chanchero de mi his-
toria no tocó cuerno alguno, sino que se puso á
silbar. No más presurosos han de acudir los
muertos el día del juicio al toque de la trompeta,
j CUÁNTO chancho! 3?!
que lo que acudieron los cerdos al oir el silbido
de su cuidador.
De todos lados corrían cerdos al reclamo, con
un galopito clavado, como si estuvieran manea-
dos, abanicándose con sus grandes orejas que se
movían al compás del galope. Aquello fué el más
numeroso desfile de cerdos que nadie haya con-
templado jamás. Los había de todas edades, de
todos colores, y de todas razas, y todos galopa-
ban á una, atropellándose, gruñendo, enroscados
los rabos, el hocico estirado, los ojos fruncidos, y
las pezuñas embarradas.
¡Cuánto chancho! Dos mil había, por lo menos,
en la piara que se formó en torno del cuidador,
entretenidos todos en hozar en el barro mientras
esperaban la ración estraordinaria que el silbido
les había hecho entrever, porque, para aquellos
chanchos, el silbido es como la campanilla que
nos llama á comer.
Todos gruñían á una, y todos á una nos mira-
ban como pidiéndonos algo que comer, sin caer
los infelices en la cuenta de que toda su desgra-
cia está en su gula, pues si no comieran no en-
gordarían, y no engordando, no tendrían que
vérselas con el gancho que los arrastra al mata-
dero. Cierto es que los chanchos dirán que, si no
comieran, se morirían de hambre, y morir por
morir, vale más morir de ahito que de necesidad,
i Tienen razón los cerdos !
Pues sí, señores; aquellos dos mil chanchos han
de caer, día más día menos, en las bateas de La
Estremeña^ para ser convertidos en sobreasadas,
embuchados, salchichones, chorizos, morcillas,
312 SANSÓN CARRASCO
jamones, grasa y otros productos que allí s^ ela-
boran, que hacen competencia y aún superan á
los similares que de Europa nos llegan, rivalizan-
do los chorizos con los célebres de Estrcmadura;
compitiendo los jamones con los que de York se
importan: sobresaliendo los salchichones de los
que se preparan en Bolonia; imitando las sobre-
asadas á las que de Mallorca vienen, y superando
las grasas en blancura y en pureza á las que nos
mandan de Chicago.
Cuando me cansé de ver chanchos y de probar
los productos que de su carne se elaboran, em-
prendí la retirada junto con mis compañeros, y
después de felicitar al progresista don Ramón
Suárez, alma y vida de Santa Lucía, por la mag-
nífica instalación de su fábrica, volvimos á meter-
nos en el wagón del tren.
El sol había logrado rasgar el nublado, y baja-
ba á su ocaso, pálido y triste al ver toda la natu-
raleza desnuda de sus galas: ni hojas en los árbo-
les, ni flores en los jardines, ni pájaros en la
enramada, ni cristales en el río, ni luz, ni colores.
Cuando el tren llegó á Canelones, ya el pobre sol
de invierno había traspuesto las colinas que ha-
cen marco al horizonte, dejando tras de sí una
vaga claridad en la que se destacaban las siluetas
de los árboles. Contemplaba yo aquellos últimos
vestigios del día, cuando me sacó de mi medita-
ción la voz de un rauchacho que pregonaba en la
portezuela:—
—¡Bizcochos, palitos y naranjas! ¡Butifarra y
pan!
El tren echó á andar nuevamente, y al ruido
¡ CUÁNTO CHANCHO ! 313
del vapor que se escapaba por las rendijas de los
pistones, salió corriendo hacia un lado de la vía
un bulto que al principio no pude distinguir lo
que era, pero uno de mis compañeros, dotado sin
duda de mejor vista que la mía, esclamó:
— ¡Ahí va un desertor de La Estremeña!
—¿Desertor? dije yo á mi vez; pues no es mala
diana con música la que le van á tocar si vuelve á
caer en las manos del mozo del gancho.
Después oscureció y no vi más, pero, entre la
oscuridad de la noche, me parecía ver escuadro-
nes de chanchos que galopaban en todas direccio-
nes, escapando al gancho fatídico que tanto me
había preocupado. Me dormí soñando con chan-
chos, y desperté al día siguiente á las sacudidas
que me daba un empleado para hacerme firmar
un papel.
—¿Qué es esto? pregunté medio dormido to-
davía.
—Es la notificación de un traslado del Fiscal
del Crimen.
Aquello me hizo volver en mí, pero, impresio-
nado todavía con lo que había visto la víspera,
no pude menos de esclamar por última vez:
—¡Cuánto chancho!
Agosto 2 de 1883.
NOCHE DE BODA
I s trance serio el casarse. El pájaro que
hasta ayer volaba libre, picoteando en
todos los sembrados, bebiendo en todos
los charcos, y haciendo noche en la pri-
mera rama con que topaba al caer la tarde, se
encuentra de la noche á la mañana enjaulado,
obligado á picotear en un solo comedero, á beber
en una única vasija, y á dormir en el mismo palo
noche á noche.
Esto tiene su pro y su contra. Seguramente
que ya no le faltará alimento, ni agua, ni se verá
espuesto á sufrir el viento y la lluvia, pero, i qué
monótono debe ser comer alpiste todos los días,
y beber de la misma agua, y dormir en el mismo
palo!
¿Canta de placer el pájaro en la jaula, ó es que
trina al verse preso? Es todo un problema, pero
no es arriesgado suponer que los gorjeos del pá-
3l6 SANSÓN CARRASCO
jaro sean desahogos para mitigar la tristeza que
le apena. Al fin y al cabo, el que canta, sus ma-
les espanta.
Pero todo lo hace la costumbre, y el pájaro que
en los primeros días de su prisión se estropea la
pluma y se despunta el pico dando contra los
alambres de la jaula, acaba por conformarse coa
su suerte, y se somete á su nueva vida que poco á
poco se le hace indispensable, porque después de
habituarse á tener el alpiste á mano, y encontrar
todos los días el agua fresca, se le hace penoso el
tener que andar picoteando horas y horas en bus-
ca de un grano, espuesto á que en lo mejor lo le-
vante un gavilán en sus garras, y á otros mil
accidentes que amenazan á los que andan sueltos.
Y mas llevadera se le hace esa vida, si la que se
encarga de cuidar se acuerda de obsequiarle
de vez en cuando con una hoja de lechuga ó un
terroncillo de azúcar para alternar con el alpiste,
porque indudablemente el alpiste es buen alimen-
to, sano y nutritivo, pero todos los dias
olla, amarga el caldo, y nunca viene mal poner,
entre col y col, lechuga.
Pues tal y cual lo que al pájaro, tengo para mí
que ha de pasarle al marido. Los primeros días
le parece la jaula estrecha, pero- después, con la
falta de costumbre, se pierde hasta el volido, y el
día que le abren la puerta, no se atreve á salir, y
si sale, á poco vuelve, haciendo, por entrar, los
mismos esfuerzos que anles hacia por escaparse.
Este es otro punto de contacto entre los pája-
ros y los maridos, porque no es cosa nueva el que
uno de estos, después de verse libre de la jaula
NOCHE DE BODA 317
del matrimonio, vuelva á meterse en ella por la
puerta de la sacristía, cuya llave está solo en po-
der de la muerte, única que puede abrirla para
dejar en libertad al pajarito ó pajarita que cayó
en la trampa armada por Cupido, que es el más
famoso cazador de pájaros que se haya conocido.
Y es difícil cazar, porque los pájaros van abrien-
do el ojo y se hacen cada vez más chucaros. Pero
¿quién resiste á los ardides del travieso rapazuelo?
El muy tuno sabe bien que nadie es tan zonzo
para meterse de cabeza en el lazo, y ¿qué hace?
Arma su trampa, esparce en torno uno que otro
granito de alpiste, y se pone en acecho. Llega el
pájaro, y arisquea al principio no atreviéndose á
acercarse á la trampa, pero encuentra un granito
de alpiste, lo prueba y le gusta ; ¡ á que pájaro no
le gusta el alpiste! vé otro grano, y se acerca más,
y así, de saltito en saltito, llega hasta cerca de la
trampa, en cuyo centro está el alpiste amontona-
do. Da vueltas en torno tratando de comer sin
entrar, hasta que, al fin, llevado de la golosina, se
olvida del peligro, y pisa el palito, y ¡crac!
cae la trampa y queda enjaulado.
Todos los días hay uno que pisa ejl palito.— Hoy
te toca á tí, lector; mañana me tocará á mí, y pa-
sado le tocará á otro. Hay que casarse, como hay
que embarcarse para atravesar la mar. ¿ Es un
mal? Yo no digo tal cosa, pero, en todo caso, es
un mal inevitable, como el mareo, y mientras ha-
ya hombres y mujeres en este picaro mundo, ha-
brá casamientos. No se ha inventado nada toda-
vía que reemplace al matrimonio. Se han inven-
tado máquinas de coser, máquinas de tejer, má-
3l8 SANSÓN CARRASCO
quinas de imprimir, y hasta máquinas de hacer
chorizos y morcillas, pero nadie ha dado todavía
con una máquina que sirva para la reproducción
de la especie.
Y mientras esa máquina no venga, el matrimo-
nio es indispensable, absolutamente indispensa-
ble : es un articulo de primera necesidad.
No hablemos ya de los preliminares que lo pre-
ceden: de las miradas, primero; de las sonrisas,
después; los coloquios, los enojos, las intimida-
des, las citas, los paseos, las visitas, los adelantos
tomados á cuenta de mayor cantidad^ y todos esos
incidentes que constituyen el argumento del poe-
ma, cuyo desenlace acaba en el himeneo.
Vamos al día, al gran día precursor de la gran
noche, en que con cuatro latinajos, dos s/, y una
cruz trazada en el aire, queda consumada la indi-
soluble unión de un hombre y una mujer.
Que los novios madrugan ese día, es ocioso de-
cirlo— ¡hay tanto que hacer! La novia hace su to-
cado con escrupulosa prolijidad, distrayéndose
por momentos con las estrañas emociones que la
embargan. Por un lado piensa que va á realizar
sus ensueños, á vivir para siempre con el hombre
á quien adora, á constituir un hogar. Por el otro
recuerda su vida de soltera, la madre,cuyo regazo
ha de abandonar, sus pequeños gustos que tal
vez no serán los del marido.
Después la preocupa el traje. Todo está en or-
den, arreglado sobre la cama estrecha en que
durmió hasta la noche anterior, y en la que ya no
volverá á dormir el agitado sueño de soltera;
aquella cama queda allí, como queda el cascarón
NOCHE DE BODA 319
de que sale la larva convertida en mariposa. Allí
queda la almohada, confidente discreto que ja-
más revelará los secretos que se le confiaron, ni
los sueños que vio cruzar por aquella cabeza que
se hundía entre su mullido relleno, calenturienta
unas veces, otras fresca y tranquila, según le son-
riese la felicidad, ó la violentasen las contrarie-
dades.
Sobre aquella cama está el ajuar de la novia,
estirado el vestido, y descansando sobre la al-
mohada los azahares que han de adornar la fi-en-
te de la desposada. Todo está nuevo é inmacula-
do, desde las más íntimas piezas que rozan las
carnes, hasta la suela del zapato que ha de calzar
el diminuto pié, y pongo diminuto, porque sería
lo más prosaico suponer que una novia tiene el
pié de una Maritornes. Y mientras ella está allí,
por última vez á solas en su cuarto de soltera, an-
da todo el resto de la casa en incesante actividad,
preparando lo necesario para la ceremonia de la
noche.
Se almuerza de parado, dando órdenes entre
bocado y bocado; la servidumbre corre de un lado
para otro; la cristalería brilla sobre los aparado-
res, esperando su orden de colocación, los platos
se elevan en tambaleantes columnas, y los pavos,
las gallinas y los patos, yacen muy tiesos en sus
fuentes con las patas encogidas, disimuladas las
canillas con adornos de papel picado, y reempla-
zada la cabeza con una flor que oculta la herida
del degüello— Sobre la mesa de la cocina se ven
los despojos de la decapitación— las cabeza de los
pavos, con el moco carnoso azulado, y el pico
320 SANSÓN CARRASCO
sangrando las últimas gotas; las cabezas de los
pollos, con la cresta pálida, blanda, colgante; las
cabezas de los patos con su pico chato, el ojo en-
treabierto y las plumas erizadas en los espasmos
de la última convulsión.
Sobre otra mesa se ven los postres de variadas
clases, entre los que descuellan los de huevo, en
forma de quimbos, moles, yemas quemadas, cre-
mas, merengues y las diversas combinaciones á
que se prestan las claras y las yemas.
Á todo esto, las antesalas van cubriéndose con
los obsequios destinados á la novia.— Aquello es
un hacinamiento de los más variados y hetereo-
géneos artículos, ricos los unos, lujosos los otros,
prodigios de habilidad y de paciencia salidos de
mano de mujer, modestos recuerdos de los que
no tienen con qué aparecer rumbosos, y desco-
llando sobre todos, los ramos de caprichosas for-
mas y de esquisita fragancia, que perfuman la
casa entera.
Pasemos sobre mil detalles íntimos que la dis-
creción obliga á velar.
Ya son las ocho de la noche. Las luces brillan
con toda su deslumbrante claridad, la mesa se
encorva bajo el peso de los manjares y licores
que la cubren; la novia, ayudada por sus más cer-
canas amigas, da la última mano á su tocado; el
novio se pasea entre cabizbajo é impaciente; los
convidados decoran el salón, y entre las mujeres
se oye un continuo cuchicheo que aumenta cada
vez qué se presenta una nueva invitada. Los pa-
dres del futuro marido y de la prometida conver-
NOCHE DE BODA 32 1
san en voz baja, estrechando los vínculos creados
por el enlace de sus hijos.
El rumor del rodado de cada carruaje hace de-
tener al novio en su distraído paseo, y pone el
oido atento. Cuando se convence de que no es el
que espera, sigue dando paseos, con la vista fija
en el suelo, haciendo cada vez gestos más marca-
dos de impaciencia.
Por fin, un ruido de caballos que se detienen
sofrenados de galope, el abrir y cerrar de una
portezuela de carruaje y el movimiento de curio-
sidad que agolpa á la puerta á los que están más
próximos, le saca de su distracción, mira, y per-
cibe al verdugo, iba á poner, por decir al sa-
cerdote, que acompañado de su acólito, sube con
paso reposado las escaleras.
Ya entra, ya se despoja del manteo y viste una
camisola de batista, se cuelga al cuello la estola,
cuya cruz besa con aparente fervor, y listo ya, se
dirige, seguido del monacillo que lleva el hisopo,
á la sala, en cuyo centro están de pié los novios:
ella, temblorosa, cubierta de pies á cabeza con el
velo nupcial, sintiendo las miradas curiosas de
sus amigas, que la revistan de arriba abajo, sin
perder un solo detalle; él, pálido, nervioso, con la
vista fija en la puerta por donde ha de entrar el
sacerdote.
Llega éste, y toda la concurrencia converge al
centro que ocupan los novios. Nadie habla, na-
die murmura, nadie se mueve. Reina un silencio
parecido al que precede á una tormenta. Todos se
afanan por ver, y allá, entre las últimas filas, aso-
man las cabezas de los sirvientes, que, empinados
322 SANSÓN CARRASCO
y con el cuello estirado, no quieren perder un so-
lo detalle de la ceremonia.
El momento es solemne. Colocados los novios
frente al sacerdote, y á los lados los padrinos de
la boda, rezonga aquel una oración en latín, á la
que contesta el monacillo con palabras ininteligi-
bles. Después, pone la mano de la desposada
dentro de la de su prometido, y á la una y al otro
pregunta si mutuamente se aceptan como esposa
y marido.
—Si, contesta el novio con voz insegura que
quiere hacer aparecer firme.
— Sí, balbucea la novia con un acento que pare-
ce un suspiro.
El sacerdote hace una aspersión, dibuja con el
mayor y el índice una cruz sobre las manos en-
trelazadas de los esposos, sonríe deseándoles feli-
cidad, y se retira.
La novia cae sollozando entre los brazos de la
madre que la besa y la estrecha como si para
siempre la perdiese. — El novio abraza en silen-
cio al padre, y durante cinco minutos solo se oye
el besuqueo de las amigas, y el palmear en la
espalda al novio que va saludando á todos sus
amigos.
Las solteras están conmovidas ante la solemni-
dad del acto. Las casadas, echándola de prácti-
cas, se sonríen como diciendo: «estamos en el se-
creto. »
Después, la alegría recobra su dominio, se habla
fuerte, se ríe, se aventuran bromas más ó menos
picantes sobre lo que todavía falta para consu-
mar el matrimonio, y en medio del bullicio y la
NOCHE DE BODA 323
alegría de todos, se escurren los novios sin ser
vistos ni oidos, hasta que, notada la desaparición,
recrudecen las bromas y se cruzan guiñadas en-
tre las parejas de esposos que recuerdan cuando
hicieron otro tanto.
Al día siguiente, la casa de la novia está desier-
ta, a Parece, me decía una amiga, que hubieran
sacado de aquí un cadáver.» Y parecía en efecto ;
las flores estaban marchitas, consumidas las ve-
las, en desorden los muebles, llorosos los padres,
y vacía la pieza que ayer llenaba con sus alegrías
y sus trajes la niña que está ya en brazos de otro.
En cambio, ¡cuánta dicha, cuántos sueños rea-
lizados, cuántos proyectos de felicidad en el nido
sonrosado de los tiernos enamorados! Para ellos
no hay más mundo que el que se encierra dentro
de las cuatro paredes de su alcoba, ni mas pobla-
dores que ellos dos. Son el Adán y la Eva de
aquel paraíso. Padres, hermanos, amigos,— todo
queda olvidado en el arrobamiento que les em-
briaga.
Después, la naturaleza recobrará su imperio,
renacerán las afecciones pasadas, y sin dejar de
ser esposos, volverán á ser hijos, hermanos y
amigos, que para todos los cariños hay cabida en
el corazón, mientras no lo rebosa el de madre,
que es el más grande y más santo de todos los
cariños.
Pero. . . eso no será hasta de aquí á un año. . .
mes más ó menos.
Setíembre 16 de 1882.
EL CORNETA SAYAGO
I N todas las agrupaciones sociales se des-
tacan de entre el hacinamiento de la po-
blación ciertas entidades que, sin estar
rodeadas de los prestigios que granjean
el talento y el valor, alcanzan á veces más estensa
popularidad que las personalidades eminentes.
Esos tipos son de todos conocidos y de todos
estimados, sin que muchas veces haya más razón
para esa popularidad que la de imponerse ellos
mismos por alguna particularidad, que acaba
por ser un rasgo fisionómico de la sociedad en
que se agitan, incrustándose como un hábito
en las costumbres que caracterizan á cada pueblo.
En Montevideo, por ejemplo, á nadie sorpren-
de el toque marcial del clarín á cualquiera hora
del día ó de la noche— Ese mismo toque, en Bue-
nos Aires, llamaría á las puertas y ventanas á to-
326 SANSÓN CARRASCO
dos los pacíficos industriales de la gran ciudad :
á penas si despierta entre nosotros á los chiqui-
llos que duermen, ó hace poner el oido atento al
estranjero llegado ayer á estas playas.
—Es Sayago, decimos todos, y ese simple ape-
llido basta para esplicar la causa que motiva el
toque, que desde lejos viene oyéndose con inter-
valos, hasta que llega á la cuadra y taladra con
sus penetrantes notas las puertas y las paredes,
yendo á repercutir en los fondos de las casas,
donde provoca chismes y cuentos de la servi-
dumbre sobre Sayago y su clarín, instrumento
que forma ya parte de su organismo, y va tan uni-
do á él, que separarlo sería dejar incompleta su
personalidad de uno de sus más pronunciados
rasgos.
Todos conocen á Sayago, pero no todos cono-
cen sus antecedentes, ni ciertas peculiaridades r^
saltantes de su vida. Ni siquiera habrá dos de
sus más íntimos que sepan la edad que tiene. Sa-
yago es un negro al parecer joven, de facciones
afiladas, delgado, de regular estatura, de mirada
inteligente, de barba escasa, y la cabeza poblada
con una mota espesa y renegrida. Echándole por
lo alto, á cualquiera se le ocurre que tendrá entre
cuarenta y cinco y cincuenta años.
— ¡ Quien me los diera ! contestaría Sayago á
quien tal dijese. Según su cuenta, nació el año uno
del siglo actual, y tiene por consiguiente á la fe-
cha la respetable edad de ochenta y un años, que
por cierto no le pesan ni le estorban para reco-
rrer con toda agilidad cuadras y cuadras, á paso
lijero, como si fuera un mocetón de veinte abriles.
EL CORNETA SAYAGO 327
Nació Sayago en Lucango, población situada
en la costa Occidental de África y comprendida en
el reino de Congo, bajo la dominación de Portu-
gal, y corre por sus venas sangre aristocrática. Su
padre fué el cacique Lucango Cabanga, y su ma-
dre la respetable matrona Joanna Quicola, quien
puso especial esmero en la educación de éste que
hoy conocemos por Sayago, y cuyo verdadero
nombre es Antonio Lucango Cabanga, ciudadano
africano, nacido, bautizado y amamantado á la
sombra del pabellón de la muy poderosa casa de
Braganza.
Tan precoz se mostró el negrillo, que á los diez
años entró ya al servicio de su patria, embarcán-
dose en calidad de ordenanza en el bergantín de
guerra Promptidáo, á las órdenes del comandante
José Clemente Guimaraens Silva da Costa, quien,
por lo visto, podía lastrar el buque con solo car-
garlo con sus nombres y apellidos.
Hacía el Promptidao oficio de crucero para im-
pedir el comercio de esclavos, y en una de sus
escursiones, llegó por primera vez á Montevideo
el año 181 1, trayendo á su bordo al hijo del caci-
que de Congo, cuyos recuerdos de aquellos tiem-
pos son algo confiísos, aunque hace memoria de
haber conocido la Matriz, ubicada entonces en el
solar que hoy ocupa el Club Inglés, techada de
paja, y dando frente á un potrero en que pasta-
baa vacas y caballos, que eso y no otra cosa era
por aquella fecha nuestra Plaza Constitución,
adornada hoy con fuentes y bancos de mármol.
El Prompiiáo levó anclas un día, y junto con
las anclas se llevó nuevamente al negrito Anto-
328 SANSÓN CARRASCO
nio, quien siguió creciendo á bordo hasta que el
bergantín no pudo más, y vino á dar con su cas-
co en los peñascos de Punta de Yeguas allá por
el año 39, donde á la sazón estaba, como está to-
davía hoy, el saladero de Sayago, regenteado por
un tal don Julián Contreras, quien tomó á su
servicio al moreno, suplantando á su apellido de
regia estirpe africana, el del dueño del estableci-
miento que administraba.
Y he ahí por qué Antonio Lucango Cabanga
vino, con el andar de los tiempos, á llamarse An-
tonio Sayago, sin haber nunca sido esclavo, pues
libre nació y libre ha vivido hasta esta fecha, sin
rcQonocer más autoridad que la de su respetable
señor padre y la del Gobierno bajo cuya bandera
vio por primera vez los picantes rayos del sol
africano.
Á poco vino el Sitio Grande, y no hay para qué
decir que ni sus fueros de principe, ni su carta de
ciudadanía portuguesa, bastaron al joven Lucan-
go para escapar á las estrecheces del servicio mi-
litar, y sin más ni más tomó el uniforme, valién-
dole su buena disposición el ser pronto promovi-
do á sargento de órdenes del Batallón 2 . ° de
Guardias nacionales, que mandaba el entonces
coronel don José María Muñoz.
Nueve años combatió Sayago, y por cierto que
el encontrarse hoy fuerte y robusto no lo debe
á la buena vida que pasó en la línea, donde:
el descanso era el pelear
y el dormir siempre el velar;
y á fé que, según cuentan las crónicas, no era
EL CORNETA SAYAGO 329
Sayago el ültímo en las guerrillas, ni de los que
dormían con los dos ojos, pues era siempre el pri-
mero que se presentaba listo y pronto á cualquie-
ra hora que se le buscase.
Vino después la calma, se hizo la paz aquella en
que se declaró no haber vencedores ni vencidos,
volvieron los aceros á las vainas y los fusiles á los
armeros, los soldados tornaron á su casa conver-
tidos en simples ciudadanos, pero no volvió Sa-
yago, quien quedó uncido al yugo del uniforme,
aunque ya más aliviado de servicio, pues, debido
á sus tendencias y aptitudes filarmónicas, ingre-
só como corneta pistón en la banda del Regimien-
to de Artillería.
Si mis apuntes no están errados, Sayago se ca-
só por aquel tiempo, y buscando compañera dig-
na de su real estirpe, eligió por esposa á Eujenia
Rivera, hija de Tía Catalina Vidal, morena de
campanillas, célebre por sus pasteles y empana-
das, cuya fama trasciende todavía, perpetuada
por las manos de su hija, que heredó de Tía Ca-
talina el secreto de aquellas hojaldres sutiles co-
mo encajes, y de aquellos recados de vigilia que
hacen la delicia de los que aún observan la cos-
tumbre de no comer de carne en los días clásicos
de la Semana Santa.
Yo la recuerdo todavía, á Tía Catalina, con su
canasto de caña tejida equilibrado en la cabeza
sobre un rodete de trapo, contoneándose por esas
calles, con su rebozo á media espalda, y la mano
apoyada en la cadera, recorriendo las casas de
sus marchantes. Y recuerdo, también, cuando po-
nía en el suelo su canasto, y ella en cuclillas, qui-
330 SANSÓN CARRASCO
taba primero la blanca toalla que lo cubría, y en
seguida iba levantando una tras otra las frazadas
dobladas que servían de abrigo á los pasteles,
arreglados allá en el fondo en una doble carnada,
humeantes todavía como si acabasen de salir del
horno. Más de una vez, yo muchacho, y goloso,
quise meter la mano en el canasto para tomar al-
guna hojaldre suelta, almibarada con el azúcar
revenido por el calor de la masa, y más de una
vez, también, Tía Catalina castigó mi golosina pe-
gándome en la mano, indignada de la profana-
ción de su canasto, consagrado como urna sagra-
da de la pastelería, donde solo ella podía revolver
sin desarreglar el orden de la estiva, en lo cual
estribaba el secreto de conservarse la mercancía
caliente.
Eujenia, la mujer de Sayago, no va por las ca-
sas como Tía Catalina. Su aristocrático enlace no
le permite lanzarse á la calle, y orguUosa de su
habilidad, recibe órdenes á domicilio, sentada al
lado de su horno de ladrillo y barro, tibio por lo
menos siempre, pues raro es el día en que no sale
de allí una hornada de pasteles y empanadas
que solo disfrutan los viejos marchantes; porque,
eso sí, Eujenia Vidal de Sayago no trabaja para
cualquiera, aunque le hagan saltar las monedas
ante los ojos. A penas si, como homenaje de res-
peto á la memoria de su madre, sirve á los que
fueron parroquianos de Tía Catalina.
Fructífero en demasía fué el casamiento de Sa-
yago con Eujenia, quien hasta esta fecha ha enri-
quecido el linaje de los Lucango con la friolera de
veintiún descendientes, de los cuales, los siete
EL CORNETA SAYAGO 33 1
son Tarones, y mujeres las catorce restantes. Es
de creer que Sayago se dé por satisfecho con
esa respetable prole, máxime teniendo en cuenta
que el árbol genealógico de su familia continúa
echando nuevos brotos, pues cuenta ya hasta sie-
te nietos, y dada la fertilidad de los abuelos, no
hay por qué dudar que la multiplicación de la
especie seguirá adelante.
El año 59, aprovechando la oportunidad de un
buque que partía para Loanda, creyó de su deber
Sayago ir á saludar á sus ilustres padres, de los
cuales solo encontró vivo al cacique Lucango
Cabanga, tan fuerte como si no hubiese pasado
por él un solo dia, y siempre querido y respetado
de sus subditos.
Grandes festejos hubo con tal motivo en la al-
dea de Lucango. Se bailaron candombes inter-
minables, se destaparon sendas botijas de chi-
cha, y en retribución á aquellos obsequios, Saya-
go tocó algunas piezas en su clarín, despertando
con estridentes notas los ecos de las selvas africa-
nas, y atemorizando en sus guaridas á los leones
y panteras que las pueblan.
Después de algunos meses de candombes y jol-
gorios, Sayago habló de volver. Su venerable
padre y todos los dignatarios de la corte hicieron
supremos esfuerzos para retener á aquel compa-
triota ilustre ; más de una belleza conga dejó es-
capar un suspiro por entre sus labios de grana y
puso los ojos en blanco tratando de seducir al in-
grato que la abandonaba, pero Sayago hizo pre-
sente sus deberes de esposo y de padre, habló al
viejo Lucango de las virtudes de su nuera Euje-
332 SANSÓN CARRASCO
nia, demostró la necesidad de su presencia para
vigilar la educación de los veintiún Lucanguitos
que había dejado, y después de una tierna despe-
dida se embarcó en el bergantín OrientCy llegando
á Montevideo nuevamente á mediados de 1860.
SoJo entonces fiíé cuando le ocurrió poner su
clarín al servicio del público, y libre ya de sus
compromisos militares, se dedicó á pregonero y
distribuidor de anuncios, atrayendo la atención
de los transeúntes con los acordes marciales de
su inseparable trompeta.
No hay empresario de teatros ó de circos que
no eche mano de Sayago para repartir los carte-
les del espectáculo. Piria debe en gran parte su
popularidad de martiliero á los toques de clarín
con que Sayago pregona la interminable venta de
solares en el Recreo de las Piedras; y tal importan-
cia se da al instrumento, que no ha mucho fué
contratado espresamente para anunciar no re-
cuerdo que publicación en Buenos Aires, donde
alcanzó Sayago gran popularidad en un par de
días, viéndose seguido por calles y por plazas de
un gran séquito de curiosos, atraídos por los
ecos de la Marsellesa, el himno de Riego ó la
marcha de Garibaldi, que son las tres piezas pre-
dilectas que ejecuta en su clarín.
Estamos en verano. Los tendidos de la pleiza de
toros están poblados por seis ü ocho mil espec-
tadores que ansiosos esperan el comienzo de la
lidia. La impaciencia se traduce en un clamoreo
infernal que termina en un coro acompasado, en
que todos toman parte al grito de: « ¡ Son— las—
EL CORNETA SAYAGO 333
tres ! ¡ son— las— tres! » y cuando el bullicio crece,
y las imprecaciones por la tardanza amenazan
convertirse en zambra, una nota estridente y pro-
longada domina todas las voces , apaga todos los
murmullos, y repercute en todos los ámbitos de
la plaza, hasta que sus últimos ecos mueren entre
el clamoreo unánime y espontáneo de un «¡Viva
Sayago!» con que el público aclama á nuestro Lu-
cango, cuyo clarín ha dado la orden de abrir la
puerta del brete.
Salta la fiera al medio del circo, nerviosa é in-
quieta, buscando en quien cebar la punta de sus
afiladas guampas; arremete con los picadores
impotentes para contener su empuje que llega
hasta el caballo, desgarrándole las entrañas; corre
la sangre, afánanse los diestros, crece la gritería,
y sobrepuestos ya á las conveniencias de la edu-
cación los instintos animales del hombre, se pi-
den más victimas, hasta que nuevamente se hace
sentir el clarín de Sayago para poner fin á la ma-
tanza de caballos, y ordenar la suerte de banderi-
llas, de las que una vez bien adornado el morro
del toro, se toca á matar, toque á que Sayago da
toda la solemnidad del caso, prolongando las no-
tas y rematándolas con un chillido agudo como
la punta del estoque que hiere á la irritada fiera.
Concluida la temporada tauromáquica vuelve
Sayago á sus cuarteles, y en los días de santos
populares ó aniversarios patrios, organiza mur-
gas, al frente de las cuales recorre las casas de
todos los Juanes y Pedros ó Antonios que sabe él
han de retribuirle la atención con alguna propina
decente. El 25 de Mayo saluda á toques de clarín
334 SANSÓN CARRASCO
á todos los argentinos bien acomodados: el 14 de
Julio festeja á los franceses; el 24 de Mayo, día de
la reina Victoria, cumplimenta á los ingleses; ea
el aniversario del Estatuto, les da música á los
italianos; y á todos ellos, á españoles, á italianos,
á franceses y á ingleses, les dirije discursos alusi-
vos al festejo, hablando á cada uno en su idio-
ma, pues entre sus muctias habilidades se jacta
Sayago de ser poliglota, y para probarlo, habla
el castellano pasablemente, bastante bien el por-
tugués, chapurrea el inglés, maltrata el francés,
tartamudea el italiano, disparata en vasco y has-
ta masca silabas incomprensibles que, según él,
tienen su significado congo, pretendiendo que:
Angola-ya-üange ya-samba-ogina-dia-tata-me-gana-
lucango-cabanga quiere decir, traducido al espa-
ñol : « Mi padre se llama Lucango Cabanga, y es
natural de Angola.»
Aquí sí que viene de perilla aquello de:
el mentir de las estrellas,
es muy seguro mentir,
pues que ninguno ha de ir,
á ver lo que pasa en ellas.
Pero, puesto que Sayago lo dice, y no tengo yo
fundamento para dudar de su palabra, es necesa-
rio admitir que habla en congo, mientras no
se pruebe lo contrario, así como también debe
creerse lo que dice de su padre, y es que vive to-
davía, contando á la fecha la matusalémica edad
de ciento cincuenta y cuatro años, lo que da á Su
Majestad Lucango Cabanga una respetabilidad
bíblica, patriarcal, y sobre todo, envidiable.
EL CORNETA SAYAGO 335
Y todavía dice más Sayago: y es que el viejo
Lucango, á pesar de su siglo y medio, se permite
el lujo de aumentar su tribu año tras año con Lu-
canguitos, hermanos menores de éste que todos
conocemos, y que tiene ya la jfriolera de ochenta
y un inviernos . . . . ¡ Esa no cuela, Sayago . . . !
Lo que más distingue al héroe de mi cuento es
la cortesía. ¡Sayago es un saludador terrible! Si
diez veces encuentra á uno por la calle, diez veces
le ha de sacar el sombrero, y otras tantas le ha de
preguntar por la familia, y le ha de desear mil
felicidades, y le ha de encargar muchos recuerdos
por casa, siempre con el sombrero en la mano, el
ademán respetuoso, y sin la más mínima insinua-
ción en demanda de una propina. ¡Eso no! Saya-
go no limosnea. Recuerdo, con este motivo, que
en una de las conferencias que sobre este país dio
en París el Barón de Rasse, esposo de doña Pilar
Solsona, refiriéndose al desprendimiento de este
pueblo, dice que una vez, cruzando por la plaza
Constitución, encontró un moreno que repartía
una publicación á toque de clarín, y que, habien-
do tomado un ejemplar y queriendo retribuirle
con una moneda, vio con sorpresa que el moreno
la rechazaba.
¡Era Sayago! Sayago á quien le pagan para que
reparta anuncios, y á cuya honradez repugnaba
aceptar lo que aquel caballero creía el costo de la
publicación que había tomado.
Esa honradez es la que le ha granjeado las sim-
patías que tiene. Sayago es lo que se llama un
hombre de entera confianza, y en toda su larga
336 SANSÓN CARRASCO
vida no tiene un solo antecedente que afecte á su
reputación.
Es activo y emprendedor: no pierde ocasión de
hacer negocio, reparte esquelas, distribuye pros-
pectos, pregona remates, y desde un estremo á
otro de la ciudad, se oye todos los días el toque
de su clarín, alegre y sonoro como una diana,
cuyo eco repercute en todos los oidos, y sobre to-
do en el de su esposa Eujenia, que sabe muy bien
que aquellos acordes y sonatas están representan-
do el pan y el puchero en cuyo torno juguetean,
descalzos y á medio vestir, los nietos de Su Ma-
jestad Conga, el insigne Lucango Cabanga, padre
de aquel negrito que llegó á Montevideo allá por
el año 1 1 , á bordo del bergantín Prompiid^o, y que
hoy todos conocemos por el apodo de : el cometa
Sayago.
Agosto 4 de 1883.
FRANCISCO PIRIA
MARTILLERO POPULAR
A trompeta de Sayago evoca el recuerdo
de los que más contribuyeron á popula-
rizar al hijo de Lucango Cabanga , y en
primera línea surge con indisputables tí-
tulos á la primacía Francisco Piria, el más cono-
cido , el más activo , y el más ingenioso de los
martilieros populares, el protector de las clases
jornaleras, creador de pueblos y aldeas , y propa-
gador incansable de la división de la propiedad .
Mis recuerdos acerca de los antecedentes de
Piria solo alcanzan á su aparición bajo el arco de
salida del Mercado Viejo , donde estableció su
tienda de remate permanente, que funcion^a
desde las primeras horas de la mañana hasta las
diez de la noche, hubiese ó no concurrentes, -con
sol ó con lluvia, con calor ó con frío, oyéndose
338 SANSÓN CARRASCO
siempre el continuo pregonar del vendedor, cuya
voz se enronquecía á medida que avanzaba el día,
y que al llegar la noche se hacia de todo punto
incomprensible.
Los dependientes de Piria á penas le duraban
una semana. Si se formase una estadística de los
que en Montevideo padecen de la laringe, segu-
ramente que figurarían en crecida proporción los
que llevaban el martillo en la tienda del arco del
Mercado.
Eran de verse los esfuerzos que hacia el marti-
liero para atraer marchantes.
— ¡Vamos á ver , señores ! repetía con énfasis —
¡ cinco reales ! cinco reales ¿ no hay quién dé más?
Fíjense que esto es tirado. á la calle . . . . ¡cinco
reales ! ¡ cinco reales I Y al mismo tiempo que con
la derecha mano repicaba con el martillo sobre el
mostrador, cada vez que ante la puerta pasaba un
transeúnte, mostraba con la izquierda en alto un
calzoncillo ó una camisa cuya bondad ponderaba
inútilmente, pues ni los bancos ni las sillas, únicos
concurrentes, por lo general, de la tienda, se de-
jaban convencer por la elocuencia del orador.
Pero no por eso se arredró Piria.
Cuando el público no acudía de suyo,, él busca-
ba medio de atraerlo, y asi como los cazadores de
gilgueros ponen un llamador para que los que
vuelan acudan al reclamo, asi también Piria al-
quilaba llamadores, cuatro ó cinco gandules de
esps que haraganean en los bancos de las plazas,
los cuales servían de reclamo para hacer entrar á
los paseantes desocupados, que á su vez iban for-
mando un núcleo que poco á poco aumentaba
FRANCISCO PIRIA 339
hasta que la concurrencia llenaba todo el local.
Aquí de la habilidad de Piria para ofrecer los
artículos que él juzgaba aparentes para la clase
de público que le rodeaba. Si las camisas y cal-
zoncillos no encontraban acojida, salían á relucir
los sacos y pantalones ; si se presentaba un paisa-
no, ponía en venta, como quien no quiere la cosa,
un par de bombachas ; y cuando creía distinguir-
á algún parroquiano acomodado, sacaba á luz sus
alhajas, cuyo mérito pregonaba con toda honra-
dez, por que, en medio de todo, Piria es incapaz
de engañar á nadie.
—«¡Vamos á ver,señores! ¡Un anillo con brillan-
tes falsos! ¡Garantidos falsos! ¡Aquí no hay enga-
ño !» Y sin esperar postura, marcaba ya de[.ante-
mano el precio : « ¡ Un peso, señores, un peso por
este magnífico anillo ! ¿ No hay quién dé más ?
¡Aprovechen la pichincha de la ocasión! » Y mien-
tras seguía la chachara interminable, circulaba
la prenda de mano en mano, hasta que alguno se
tentaba, y ofrecía un real más, y caía el martillo,
y reaparecía otro anillo y otro, mientras la de-
manda de anillos no aflojaba.
Cuando más en auje estaba la casa del arco
del Mercado , el fuego devoró en una noche toda
la mercancía allí almacenada. Piria no aprove-
chó aquella circunstancia de fuerza mayor para
eludir ó aplazar sus compromisos. Peso sobre
peso pagó á sus acreedores lo que les debía, rea-
brió su tienda con más crédito que nunca, y para
resacirse de las pérdidas, dio mayor vuelo á sus
especulaciones, inaugurándolas ventas de tierras
por solares en parajes próximos á la capital .
340 SANSÓN CARRASCO
Nunca olvidaré yo aquellas escenas de la Plaza
Independencia, donde Piria hacia al aire libre sus
especulaciones de terrenos. Colocaba bajo uno
de los paraisos que flanqueaban la calle una lar-
ga mesa, sobre la cual instalaba los planos del
pueblo en perspectiva. Como reclamo, tenía á su
lado una murga compuesta de un fagot, un cla-
• ríñete y un tambor destemplado, tres instrumen-
tos que hacían un terceto insoportable, y así que
se iban agrupando los curiosos, empezaba la
venta.
Con el sombrero echado hacia la nuca, levan-
tando el martillo con la derecha, y apuntando
con el índice de la izquierda al plano desplegado
sobre la mesa, ponderaba Piria l^i excelencia y
buena posición de los terrenos.* Generalmente su
auditorio se componía de algunos paisanos, de
esos que después de vendidas las tropas de ga-
nado ó entregadas las cargas de las carretas en-
tran á la ciudad á proveerse en las lomillerías y
almacenes de la calle del i8, y de los lustra-botas
acampadps en las plazas á la espera de marchan-
tes embarrados.
Contra ese público esgrimía Piria las armas
más contundentes de su tentadora elocuencia:—
«¡Vean ustedes, les decía, vamos ahora á vender
este solar de la manzana B ! ¡ Magnífica situación!
¡ Terreno alto ! ¡ En la esquina de la plaza ! ! »
Los espectadores se codeaban para ver de cer-
ca el plano, y entonces el martiliero, aprovechan-
do la curiosidad, continuaba con mayor entu-
siasmo: «¡Aquí está la iglesia! ¡Aquí la comisaría!
¡Aquí la escuela!» y á cada una de estas indicado-
FRANCISCO PIRIA 34I
nes señalaba con el dedo un punto en el plano,
con gran asombro de los concurrentes, que con
tamaño ojo abierto no acertaban á esplicarse co-
mo podía haber una iglesia, una comisaría, ó una
escuela, donde solo veían rayas de tinta trazadas
sobre un papel.
Convencido al fin Piria de que su marchantaz-
go no entendía mucho de planos, resolvió hacer
las ventas sobre el mismo terreno, y entonces or-
ganizó esas fiestas en que los concurrentes goza-
ban de tren gratis, gratuitas diversiones y sabro-
sos asados con cuero, que nada les costaban. Los
wagones se atestaban de gente, las murgas hacían
oir en el trayecto sus destemplados acordes, la
locomotora silbaba cruzando los campos, y en
medio de la algazara de los viajeros, llegaba el
convoy á la estación de las Piedras frente á la
cual está situado el Recreo trazado por Piria,
cuyas calles son hoy vistosas alamedas, y cuyas
• plazas están adornadas con fuentes y estatuas que
poco á poco se deslíen bajo la continua acción de
las lluvias que soportan.
Y las ventas continúan siempre igua! en un pue-
blo que no tiene límites, y que llegará sin duda
con el tiempo á ser el barrio más poblado de las
Piedras, debido al empeño del infatigable marti-
liero, que ingeniosamente ha combinado el medio
t deponer la propiedad al alcance de las clases po-
bres, vendiéndola por cuotas ínfimas pagaderas
4 larguísimo plazo.
Á la espectativa siempre de todo suceso que
atraiga la atención del público, aprovecha con
habilidad el momento oportuno* para hacer su
342 SANSÓN CARRASCO
negocio, halagando al propio tiempo los senti-
mientos populares. Muere el Rey Galantuomo y
Piria funda á los pocos días el pueblo Víctor Ma-
nuel, cuyos obligados compradores han de ser los
subditos del monarca llorado.
Pero como entre los mismos italianos hay al-
gunos que no miran con buen ojo al Rey que ha-
bia destronado al Papa, Piria, para contentar á
todos, traza á pocas cuadras del pueblo Vicior
Manuel el plantel de la villa Pió Nono, y así como
en el primero levanta una estatua, en la segunda
pone la piedra fundamental de una iglesia, pre-
sumiendo, con razón, que los habitantes de aquel
centro pontificio han de ser fieles devotos de la
religión católica.
Más allá funda el barrio Garibaldi, para los
admiradores del león de Caprera : en el Reducto
establece el barrio Nueva Savona, cuyos solares
vende en menos de un mes. Pero, como no solo
los italianos han de comprar tierras, Piria tienta
á los franceses con el pueblo Gambeita, á los es-
pañoles con el barrio Castelar, y esta es la hora
en que está tal vez ideando el plano de un pueblo
John Dull, para buscar compradores entre los in-
gleses, que son hasta ahora los únicos deshereda-
dos de un centro en que se aglomeren todos los
hijos de la nebulosa Albión.
En la víspera de uno de esos remates ruidosos
es cuando entran en acción la corneta y los pulmo-
nes de Sayago, quién, así como es poliglota ha»
blando, lo es también tocando en su cometa, y si
lo que anuncia en venta son los solares del pue-
blo Gambeita, ejecuta la Marsellesa; si del barrio
FRANCISCO PIRIA 243
Casldar se trata, hace oir los acordes del Himno
de Riego; y entona la marcha de Garibaldi, si la
venta es en el pueblo Vkíor Manuel ó en el barrio
Nueva Savona,
El cartel contiene por lo general el plano de
los terrenos, con su rosa de los vientos y todo,
que maldito si la entiende la mayoría de los inte-
resados.— En seguida viene el programa de las
fiestas, en las que hay carreras en un pié, ó de
espaldas, corridas de sortija, juegos atléticos y
otras diversiones estrafalarias, que terminan con
un lunch, copiosamente regado con sendas dama^
juanas de una bebida oscura que no solo parece
vino por el color, sino que hasta lleva el nombre
de tal. ¡Cómo calumnian á las viñas!
El terreno del remate es una verdadera rome-
ría. Aparte de los interesados en la compra, que
son los menos, concurren allí todos los que no
tienen que hacer de sus Domingos, aprovechan-
do la ocasión de tener un día de campo y hartarse
sin que les cueste un centavo, merced á la gene-
rosidad de Piria, á quien poco se le dá sacrificar
algunos reales á trueque de ver su remate bien
concurrido.
Nadie como él para despertar en el obrero el
amor á la propiedad. Con palabra sencilla y fácil
le hace entender la conveniencia de tener un te-
rreno propio, adquirido sin el menor esfuerzo,
con solo ahorrar cada semana lo que el Domingo
gastaría en placeres perjudiciales para su salud y
onerosos para su bolsillo. ¿ Quién no puede poner
de lado veinte y cinco centesimos cada semana?
Pues con esa friolera, cualquiera puede hacerse
344 SANSÓN CARRASCO
propietario, y con poco más, puede también edi-
ficar una casa, cuyo costo va pagando insensible-
mente, haciéndose cuenta que paga un módico
alquiler, que día más, día menos, alcanzará á cu-
brir el precio del edificio, que después queda
siendo suyo, sirviéndole de refugio para los ma-
los tiempos en que el trabajo escasea, sin verse
expuesto á carecer de un techo bajo el cual pueda
cobijar á su mujer y sus hijos.
Asi habla Piria á los obreros, y más de uno ha
de bendecirle cuando, al volver de su ruda tarea,
se encuentra junto al hogar rodeado de los suyos,
feliz al sentirse dueño del terreno que pisa y de
las paredes que le protejen contra las inclemen-
cias del invierno y los ardores del estío .
Y no para ahí la especulación filantrópica de
Piria, pues, no contento con hacer propietarios á
los pobres, se encarga también de vestirlos á mó-
dico costo, y al efecto instaló un vasto taller de
sasterería donde se confeccionaban trages á pre-
cios inauditos. El fué el introductor del Reming-
ion, no del que mata, sino del que abriga, unos
capotones largos que no desdeñaban usar mu-
chos que la echan de elegantes ; regalados, tira-
dos á la calle, como decía Piria en su fraseología
martiliera, por la bicoca de cinco pesos !
Ültimamente invadió el campo de la literatura,
y dio á la publicidad un libro que, si por un lado
era un reclamo para su negocio, por el otro en-
cerraba verdades muy dignas de tomarse en cuen-
ta. Impresiones de un viajero en un pais de llorones
titulaba Piria á su obra , simulando el viaje de
ttn extranjero á quien él servía de guia, dándole
FRANCISCO PIRIA 345
noticia de los gérmenes de riqueza con que cuen-
ta este país, y explicándole al mismo tiempo las
causas que motivan su paralización. Por supues-
to que el guía no desperdicia la ocasión de hablar
largo y tendido sobre el pueblo Economía y el Re-
creo de las Piedras, encareciendo el porvenir de
esas poblaciones, que con el tiempo llegarán, se-
gún él, á ser grandes ciudades, y haciendo entre-
ver á los actuales propietarios la perspectiva de
pingües fortunas en un futuro no lejano.
Piria es verdaderamente un hombre útil. Yo,
sin conocerle , le estimo como se estima general-
niente á todo el que á costa de su actividad y tra-
bajo logra crearse una posición, procediendo
siempre con honradez. Asi ha procedido Piria
siempre, y á esa honradez debe el crédito de que
goza, y la confianza que en él depositan sus co-
mitentes.
En cambio no poco debe el país á este activo
especulador de tierras.
Por iniciativa suya cuenta Montevideo con nu-
merosos núcleos de población en sus alrededo-
res : hacinamientos de casas hoy, verdaderos
pueblos mañana, que no solo contribuyen al
bienestar de los habitantes, sino también al au-
mento de las rentas y á la valorización de la pro-
piedad.
¡Y cuántos que por vía de broma han comprado
ayer un solar, alentados por las facilidades que se
le ofrecen para el pago, se encontrarán mañana
siendo dueños de valiosos terrenos, y recordarán
con cariño al que les tentó á colocar con tan lu-
34^ SANSÓN CARRASCO
crativo rédito los ahorros que hubieran malgas-
tado en futilezas I
Como perpetuación de su nombre, y como ac-
to de justicia hacia el fundador de tantos pue-
blos, yo propongo que el primer plano de las
nuevas poblaciones que proyecta el antiguo mar-
tiliero del arco del Mercado Viejo sea el del Pue-
blo Piria, cuya inauguración se ha de festejar, no
con iglesias ni estatuas, sino echando los cimien-
tos de una escuela pública, donde reciban edu-
cación los hijos de los artesanos, convertidos en
propietarios merced á esas ingeniosas combina-
ciones ideadas por Piria, que le permiten hacer
su negocio, haciendo al propio tiempo la felicidad
de muchas familias.
Desde ya hago postura por el primer solar que
se ponga en venta del Pueblo Piria.
Agosto 5 de 1882.
tiastisi
ÍNDICE
DE LOS ARTÍCULOS QXJE CONTIENE ESTE VOLUMEN
Pág.
Introducción V
El Cometa i
Todavía está alli! . . . . , 9
Juan Manuel Bonifa:^ , el decano de los maestros ... 15
La Escuela Juan Manuel Bonifa:^ 31
Relinchos de ultra-tumba^ de Rocinante á Gladiador . . 43
Dalmiro Costa 51
La Leyenda Patria _ 59
Germán Mac'Kay^ primer actor dramático americano . . 69
La Feria 83
La Basura 93
Tiempo húmedo 105
Misericordia Campana 1 1 1
En el Mercado 121
Luis Mazzantini, lidiador de toros 131
Montevideo bajo la lluvia 147
Pedro Marti f violinista oriental de nueve años de edad . 155
Una Caravana de Bohemios 161
Aquiles Lambertini, actor cómico de cinco años de edad. 173
E/ /)a/io ¿e El Nacional 183
San Pedro, . . . ; 193
348 ÍNDICE
Pág.
Eduardo Carmona, primer actor cómico 201
El viaje á Minas 319
Arequita: á las sietel—Los caballos de Fran<;ois--Los ner-
vios de Lenzi—Los músicos de la legua—El facón de
B rus—La cueva— El país de los murciélagos— La ha-
zaña de Carballido 237
Los Carnavales; amaño y ogaño 253
Panorama Bonaerense; la vuelta. de Palermo .... 269
Minas: Aspecto general— la Plaza—la Gcfatura— la Iglesia
—Escudero y su teatro— Un cuento de Carmona— Mon-
sieur Auguste , .... 277
Rafael A. Fragueiro 287
¡Cuánto chancho! 301
Noche de boda 315
El corneta Sayago 325
Francisco Piria, martiliero popular • • • 337
A. BARREIRO Y RAMOS
EDITOR
LIBRERÍA, PAPELERÍA, IMPRENTA y ENCUADERNACIÓN
DE LA
LIBRERÍA NACIONAL
as de Mayo 355 á 361 y Cámaras 66 á 80
MONTEVIDEO
' BIBLIOTECA DE AUTORES URUGUAYOS
FORMATO EN 13*
OBRAS EN VENTA
Carlos Maiia Ramírez: Los <Amores de íMarta^ a t. $2.50
Sansón Carrasco: Colección de (Artículos y con una introduc-
ción, por el Dr. D. Juan Carlos Blanco, i t. ' I 1.50
EN PUBLICACIÓN
Francisco Bauza: Estudios Literarios y Bocetos biográficos,
juicios críticos, cuadros de costumbres nacionales, etc., i t.
de 350 á 400 páginas $1*50
FORMATO EN 8*
OBRAS EN PREPARACIÓN
Palmas y Ombúes, ^Poesías, por el Dr. D. Alejandro Magari-
ños Cervantes, i t.
Bosquejos Internacionales, por Carlos María Ramírc7, i t.
VARIAS PUBLICACIONES
Juan Zorrilla de San Martín: La Leyenda 'Patria y nueva edi-
ción de gran lujo $ i.ao
Francisco Bauza: Historia de la dominación española en ti
Uruguay^ 31. $ 8.00
Separadamente se venden:
Tomo segundo. ... $ 2.00
Tomo tercero . . , , % 2.00
La República Oriental del Uruguay: Historia, Reino Vege-
tal, Reino Animal, Geología, Demografía, Administración,
Instrucción Pública, Industrias, Hacienda Pública, Situación
Económica; por F. A. ^erra^ A. de Vedia y C. M. de *Pena^
I t. en 4*^ con planos t 3.00
OBRAS DE ISIDORO DE- MARÍA
Compendio de la Historia de la República , 3 t. en 1 2** $1 .00
Rasgos biográñcos dé hombres notables de la República
Oriental del Uruguay, 3 t. $ 3.60
Anales de la Defensa 1842-51 . En venta, tomo i** $ 3.00
En publicación^ tomo 2*.
.>>/
tgit
m
A
UNIVERSTTY OF TOAS AT AUSTIN ■ UNIV UBS
iiiiiiiinii
3DBM310im
o 5917 3024390141